Indudablemente la película más esperada de la decimoquinta edición del Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM), era La forma del agua (The shape of water, 2017), décimo largometraje de ficción que firma Guillermo del Toro, invitado de honor del FICM. Fue presentada con gran éxito en el Festival de Cine de Venecia, en donde se alzó con el León de Oro, principal galardón del certamen italiano. También se pudo ver en Toronto antes de llegar a la capital michoacana, cosechando hasta ahora gran cantidad de comentarios positivos. El estreno en la cartelera estadounidense está programado para el 8 de diciembre, seguramente con la intención de entrar entre las nominaciones a los premios de la Academia.
La cinta está ubicada en Estados Unidos en plena Guerra Fría, cuando la carrera espacial era una prioridad de los países más poderosos de la época y justo en el momento en que la lucha por los derechos civiles cobraba fuerza. Elisa es una chica muda que trabaja por las noches haciendo limpieza en una agencia gubernamental. La vida de Elisa da un vuelco cuando llega al lugar un extraño ser acuático traído desde el Amazonas. A pesar de las evidentes diferencias físicas, una historia de amor surgirá entre ellos.
La película retoma los elementos básicos de un cuento de hadas clásico: dos seres diferentes que están destinados a amarse. En ese sentido resulta predecible, por lo que el cineasta mexicano busca un acercamiento diferente: en este caso la bestia de esta historia no debe cambiar para lograr el amor de su princesa. Además, Guillermo del Toro hace una aproximación a su fantasía a partir de las mujeres que hacen labores a las que poca gente les da la debida importancia.
Probablemente La forma del agua sea la película más sexual del cineasta tapatío. Y éste es uno de los aspectos más interesantes de un filme que de otra manera hubiera resultado demasiado inofensivo. El hecho de no temer al acercamiento físico entre los protagonistas logra transmitirse de manera eficiente a la pantalla, definitivamente un punto a favor, ya que es algo que suele evitarse en el cine de fantasía hollywoodense.
La elección de los personajes secundarios es meticulosa pero desigual: el personaje interpretado por Octavia Spencer es el componente humorístico pero también el más flojo. Mejor resultan Richard Jenkins como el compañero de piso homosexual y Michael Shannon como el villano fetichista. Sorprende gratamente la elección de la actriz británica Sally Hawkins para el rol principal, cuyo desempeño tiene remanentes del estupendo papel que hizo en la comedia de Mike Leigh, La dulce vida (Happy-Go-Lucky, 2008).
El diseño de producción es impecable, es visualmente impresionante (específicamente el apartamento sobre el cine donde habita la protagonista), aunque es posible encontrar varias claves un tanto obvias de lo que está por venir (“Esposito, significa huérfano”, dice el agente Strickland).
La premisa de la nueva película de Guillermo del Toro es de lo más elemental: la fuerza del amor como un elemento informe y generador de vida como el agua. Pero dicho planteamiento viene en un estuche lo suficientemente deslumbrante como para asegurar que es la mejor película del tapatío desde El laberinto del fauno (2006). Y esas son buenas noticias para el espectador.