Por Raúl Mejía
No está usted para saberlo, señor Valenzuela*, pero yo sí para contarlo: desde enero de este año decidí algo. No pensé ser capaz de llevarlo a cabo. Me refiero a dejar esa malsana costumbre de comprar libros en papel e incursionar en el mundo de los “libros electrónicos”, Kindle, Readers o como guste llamarle. Adiós a esa lata acumulativa de papel que en las mudanzas se convierte en monserga -varios amigos pueden dar cuenta del suplicio al que los he sometido en mis 26 mudanzas en 20 años. Un record para la anécdota.
Sobra decirlo: es más cómodo. Hacer subrayados y notas al margen se facilita enormemente. Se pueden llevar diez libros (o cien) en un espacio menor al de cualquier libro en papiro. Es más económico y sí, es verdad, se pierde el placer de oler la página, sentir la textura y portar el objeto, pero verá usted: de lo que se trata es de leer. Sólo eso: leer.
Y bueno, luego de una saga de libros profundos y profundillos, decidí incursionar en esa literatura diseñada para el goce. Nada de pretensiones -para que me entienda- sino puro divertimento. Fueron dos: El abuelo que saltó por la ventana y se largó (se hizo una película -en Netflix- pero no la recomiendo) a cargo de un tal Jonas Jonasson que es, sencillamente y -como suelen decir los de Selecciones del Reader´s Digest- “desternillante”.
El otro es un libro escrito por un perro llamado El Negro y le rinde honores a la ya clásica novela Los hombres duros no bailan del nunca suficientemente ponderado -y denostado- Norman Mailer.
Así es, amigos, amigas (dejo de lado al Valenzuela y me ocupo de ustedes): el vilipendiado Arturo Pérez Reverte se aligeró para entregar una novela ligera, sin pretensiones (ni siquiera) de best seller en donde deja fluir su perra esencia en una novelita titulada Los perros duros no bailan. Escrita por un el can arriba mencionado.
La historia es sencilla: una banda de perros abandonados y con orígenes diversos, pero a fin de cuentas abandonados a su suerte (como suele ocurrir en la vida real) transcurren entre reflexiones filosóficas y coreografías perras en donde el machismo tiene un papel preponderante. En una época en que lo políticamente correcto prescribe cuidar las formas y cualquier alusión erótica o sexual ha de pasar por el tamiz de la censura, los perros de la novela son un festín de libertad, de compromiso y de solidaridades que, desde la perspectiva humana resultan ya sorprendentes: ¿de verdad el mundo cánido se mueve al ritmo de esos tangos?
Yo, lo creo.
La banda de peludos en la novela de Reverte vive feliz y peligrosamente hasta que un día dos de sus más conspicuos miembros desaparecen y El Negro se embarca en la misión de rescatarlos de las garras (buena analogía) de una mafia de humanos dedicados a las peleas de perros. La empresa no es nada fácil y deben transitar por el inframundo cánido en donde se topan con siniestros personajes que hacen la misión más difícil de lo normal. Las escenas tienen por sede algún lugar de la España actual, con todos los problemas humanos tan similares a los perros.
Si el problema de la migración ha adquirido un matiz intenso en la madre patria (y desde hace unos días, en México), en el mundo de los perros las cosas no pintan mejor: el Negro tiene que vérselas -para obtener información sobre sus amigos secuestrados- con una perra mexicana de raza pura, llegada en “una patera” y jefa de una banda de rufianes que tienen asolada una parte del barrio. Vale la pena atenernos a la descripción que de ese ejemplar hace El Negro, un peludo rudo de nobles sentimientos (más adelante se verá): “Tequila era una xoloitcuintle mexicana, inmigrante, que lo había montado bien. Una cabrona con pintas. Peligrosa y sin escrúpulos. Su banda de perros callejeros controlaba todo el tráfico de huesos y restos de carnicería aprovechables al otro lado del río, cerca del puente nuevo”.
Para muchos lectores de esta divertida novela, el juego que hace Reverte es deleznable. Para algunos nacos despreciables (como quien esto les escribe) el asunto es divertido y esas perras osadías que se permite el narrador (al fin perro) dejan de ser agravios y devienen, simplemente, guarradas que arrancan risas culposas, como cuando El Negro acepta coger con una damita de la alta sociedad y bajos instintos; una setter irlandesa de blonda cabellera que le propone un trío.
Toda va bien hasta que la moral se interpone en sus deseos: “Teo y yo la montamos sin complejos por nuestra parte ni por la suya. Era un trueno de perra, como digo. Además de guapa, segura como pocas. Sabía a lo que iba (…) Teo me lanzó una de esas miradas suyas irónicas, cómplice, como diciéndome sírvete tu primero, camarada. Me dispuse a ello, apoyando las patas en el lomo, cuando me vino un escrúpulo repentino. Siempre me han atormentado las imágenes de cachorrillos abandonados en cubos”.
Aunque la novela adelanta que en el mundo de los perros el machismo la rifa y lo políticamente correcto refulge por su ausencia, aún se pueden contar ejemplares con buenos sentimientos. Obvio, El Negro perdió a la blonda irlandesa sin más trámite y nunca hubo perritos abandonados en la basura: la perra estaba esterilizada.
Para quienes quieran pasar un rato bien divertido, esta novela de Pérez Reverte -altamente incorrecta, se le advierte al eventual lector- es la indicada. ¿Dónde conseguirla? Pues ¿cómo les diré? Dudo mucho la encuentren en alguna librería vallisoletana, pero si tienen Kindle, es cosa de darle click y en cosa de segundos la tendrán en sus manos.
Esas ventajas, de verdad, no se pueden soslayar y, por otra parte ¿de verdad sirve de algo acumular tanto papel en forma de libro? Yo, paso.
*»Señor Valenzuela»: entiéndase por el director de este portal
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