Revés Online

Expediente Vegetal #13: Pues muy sencillo: soy eso…

Siendo profesor, en el siglo pasado, conocí a una colega. Su nombre: Livier. Nos caíamos bien, pero nunca pasamos de las charlas de pasillo. Por casualidad, en una celebración del Día del Maestro coincidimos con otros profesores en la reputada “Casa de la Salsa y las Pegaditas A.C.”. En ese antro nos conocimos un poco más. Tomamos un par de tragos y la conversación fluyó entre todos los docentes pero ahí se iba a bailar, no a cotorrear. Cuando la banda que amenizaba el jolgorio tocó unas rolas suavecitas, Livier respingó:

—Vamos a bailar; espero no tengas dos pies izquierdos —me retó y no, la verdad soy un bailarín por arriba del promedio nacional.

Con la música tranquila, Livier se puso confesional y sincera. Me dijo estar segura de una cosa: ser profesora por asignatura en la universidad donde derrochábamos nuestro talento y sin las relaciones políticas y laborales necesarias, la expectativa de obtener una plaza de base estaba cancelada.

Pero la vida ofrece planes alternativos y ella empezaba a emprenderlos porque, a los cincuenta y tantos (faltaban siglos para ese momento) pensaba vivir de sus inversiones. Nunca pregunté qué tipo de negocio le iba a dar esa posibilidad y tranquilidad de vivir sin trabajar cuando anduviera por el medio siglo de vida, pero una cosa era cierta: por la vía de las actividades normales y reglamentarias, obtener esa “plaza de base” en la universidad era algo descabellado.

Con regularidad íbamos a la pista y luego a la mesa para seguir charlando. Así llegamos a las clásicas “altas horas de la madrugada”.

Cuando cerraron el lugar y sin mediar algún intento de seguir recorriendo la noche, nos despedimos y volvimos a la rutina de siempre: saludarnos, sonreírnos al cruzarnos en los pasillos y ya. Luego me ofrecieron un trabajo mejor en otra universidad y la perdí de vista.

Pasaron décadas. Nada supe de ella en ese lapso, pero hace poco me la encontré en la fila de un supermercado. Se formó atrás de mí. ¿Era Livier? La observé de reojo. No pensaba quedarme con la duda y me volví para verla de frente:

—¿Eres la profesora Livier? —ella dejó de acomodar algunas cosas de su carrito de supermercado y me miró. En treinta años, lo que sea de cada quien, uno sí cambia porque se notaba el esfuerzo empleado para encontrar, oculto en un rostro derretido y con arrugas en donde hace tres décadas todo era firmeza, a alguien cuya voz le sonaba conocida. Esbozó una sonrisa como si temiera equivocarse.

—¿Eres Raúl? —me preguntó y confirmé su duda. Se tapó la boca con la mano, el equivalente a decir “me dejaste sin palabras, qué madreado estás”.

Le pregunté lo protocolario: “qué ha sido de tu vida”, “dónde vives” y si estaba casada, si tenía hijos. Contestó con un “check” al rubro de los hijos y un “no” a lo del matrimonio. Las siguientes preguntas se fueron contestando mientras hacíamos fila en Chedraui Selecto, en donde venden un pan de centeno estupendo (con carbones activados), whiskies a precios competitivos y un entorno agradable para las compras.

Cuando faltaban dos personas para nuestro turno en la caja, le solté la clásica “y ahora qué haces”. Su respuesta fue igual, protocolaria:

—Pues lo mismo, colega —hizo una pausa, como sopesando si seguía respondiendo a esa pregunta en específico—, pero en este mismo año me retiro con honores… pero espera, déjame verte. No manches, ¿cuánto tiempo hacía que no te veía? ¿Veinte años? No. Yo creo más, ¿verdad? Te ves muy bien oye ¿cómo le haces?

Le pregunté si finalmente le habían dado una plaza y soltó una carcajada:

—Si me hubieran dado la plaza en el año que coincidimos como profes en la universidad, a estas alturas me faltarían cinco para jubilarme ¡qué horror! No, no, no. Nada de eso. Nunca me la dieron, pero desde hace… uy… muchos, pero muchos años eché a andar mi plan B. De ese plan te conté algo ¿te acuerdas? Creo fue… ¿en 1994? Sí. En ese bailongo donde coincidimos y tuvimos… pues la única charla que hemos tenido. Nunca más volvimos a vernos. Si no ha sido por el azar de esta fila en esta tienda te aseguro que jamás te hubiera encontrado porque, no te ofendas, has cambiado mucho… para bien, claro.

—Pero dime cómo te ha ido. Ya sabes que cuando el futuro llega, por lo primero que pregunta es por tus sueños…

—¿En serio? A ver si te vas calmando, Benedetti —dijo muy sonriente.

—En verdad me gustaría saber cómo te ha ido, Livier.

—Pues ¿qué crees? En un año como máximo me retiro con honores de la vida laboral —mi cara debió sugerirle que necesitaba más datos.

—¿Cómo le hiciste? Pasa la receta.

—Pues muy sencillo… soy puta —dijo, y tomó un paquete de chocolates Carlos V del estante anexo a la caja y lo echó al carrito —¿Cómo ves?

Las respuestas sorprendentes han comenzado a ser tan comunes que dejaron de ser sorpresivas. Aun así, pocas nos hacen parpadear como si no hubiésemos escuchado bien. Fue mi caso.

—¿Puta? ¿Eso dijiste?

—Así es…

—¿Puta lo que se llama puta? —le pregunté mientras ella sacaba un chocolate del empaque.

—Sí, eso he sido desde inicios de los noventa del siglo pasado.

Mi situación era embarazosa y lo demostró mi pregunta:

—O sea, como si dijéramos… ¿trabajadora sexual?

La fila avanzó un poco más. Dos clientes nos separaban del cajero.

—Así es, mi jornada empieza el viernes en la noche y termina el domingo al mediodía.

Quedé gratamente impresionado.

Expediente

—Creí lo sabías, colega. Cuando bailamos en La Casa de las Pegaditas estaba empezando en el negocio, pero desde el principio me gustó. Uno nace con cualidades, habilidades y dones. El mío es… pues ese.

Me sentía raro. Pude meter un suavizante en los términos porque la fila era tan cerrada que cualquier ciudadano podía escucharnos.

—Nunca me imaginé que eras trabajadora sexual —dije, pero sólo logré que soltara otra sonora carcajada (hay carcajadas discretas; de hecho, la discreción era algo que recordaba de ella desde el siglo pasado).

—¿Trabajadora sexual? ¡Uy, cuánta propiedad! No, mi amor, soy puta y ahora mismo, en la parte final de mi trayectoria, por fin pude conciliar el sentimiento de culpa que por casi tres décadas me atormentó ¿me estoy explicando bien? —mi cara debió darle la respuesta: no terminaba (yo) de entender.

—Es fácil, porque una cosa es mejorar el nivel de vida con esa actividad y otra, muy diferente, que putear resulte un trabajo disfrutable… y ese ha sido mi caso: me gusta.

Ok. Me quedó “claro”, pero la mayor parte de los años en el trabajo de la capitalización del cuerpo siempre se había sentido fatal por ello. Eso entendí y Livier se puso a explicar el asunto:

—Mi perspectiva del negocio cambió cuando leí una entrevista a una tal Lolis Gils. ¿La leíste? Salió en una de las revistas que te gustaba leer hace años… pero bueno, es irrelevante. La entrevista se la hizo otra tal: Mercedes Funes y bueno, a partir de leer la filosofía de la Lolis dejé de sentirme mal por ser, como dices, trabajadora sexual. Me tardé demasiado en acomodar las piezas, pero mira, al final me reconcilié con mi vocación y también al entorno social adverso a ciertas actividades como la que llevo a cabo con profesionalismo. En este trabajo se debe cuidar el decoro, actuar con prudencia y discreción, pero, ya ves, lo logré. Estoy completita y feliz.

La felicité por su plan de vida, diseñado desde sus tiernos veintidós años. Casi tres décadas en jornadas con pocos descansos. Bien merecidos los honores. A eso se le llama disciplina y claridad de metas.

Cuando preguntó por mi vida. Fui breve. Le conté de mis bandazos existenciales. Pude seguir por ese camino gemebundo, pero me interrumpió para darme un dato:

—¿Sabías que desde que te conocí fuiste mi crush? Por años te pensé. Así, te lo juro: por años.

Obviamente nunca lo supe. Es más, siempre consideré a la Livier muy lejos de mis eventuales encantos masculinos. Me preguntó por Bulmara (luz de mi vida, fuego de mis entrañas). Me sorprendió que supiera de la Bulmi pero en el valle todos nos conocemos. Le dije que luego de más de una década de relación me cambió por un taquero, pero no cualquier taquero, sino un bardo en ese rubro gastronómico. “Probé varias veces sus creaciones y sí, eran unas cosas excepcionales esos tacos de mariscos envueltos en tortillas de harina. Tacos de autor, ni más ni menos” —le informé.

Le pedí que juntásemos sus mercancías con las mías. Yo pagaría por ambos sólo por el gusto de volver a encontrarnos.

—Ay, no, cómo crees —dijo fingiendo bochorno, pero ni siquiera amagó con sacar su cartera.

Yo estaba feliz de verla y pagué por ambos cargamentos. Dejamos la fila y emprendimos el camino a nuestros autos. Antes de abordar la escalera eléctrica rumbo al estacionamiento le pregunté, ruborizado, cómo me veía luego de tantos años sin saber uno del otro. Me observó por partes: el pelo, la cara, el pecho, piernas y zapatos. Su dictamen fue como un balde de agua bendita.

—Mmh… todavía la libras, sí… déjame checar… sin la menor duda se te puede sacar algo todavía.

Le pregunté si eso de “sacarme algo” era un albur o un comentario neoliberal y crematístico. La cara que puso me indicó que mi comentario había sido una guarrada, una nacada, una pendejada, pero siguió siendo amable y consideró ambos campos semánticos perfectamente compatibles. Los ojos me brillaron con ilusión adolescente porque, siendo sinceros, desde que la conocí quise salir con ella, pero estaba fuera de mi campo de posibilidades. ¿Lejos? No. Inalcanzable.

Llegamos a su auto, metimos las bolsas en la cajuela. Era el momento de despedirnos y perdernos para siempre. La consabida “vocesita interna” me decía “pídele su número de teléfono, no seas bruto. Una oportunidad así no volverá a presentarse” pero no dije nada.

Nos dimos la mano, el beso en la mejilla y la promesa de vernos “un día de estos”. Le deseé suerte en sus cosas y cada quien tomó rumbo diferente. “Es tu última oportunidad, vuelve sobre tus pasos, ponle fecha a la cita”, me decía la vocesita pero seguí caminando. En algún momento me detuve unos segundos, tomé valor para volverme y llamarla pero no, seguí caminando. “soy un pinche cobarde y merezco perderla”.

Por fortuna, en estas cosas el lugar común opera en favor de las historias verdaderas. Casi cuando estaba por abrir la puerta de mi auto escuché su voz.

—¡Ey, Raúl! ¿Tienes algo por hacer ahora mismo? Vamos a caminar un rato, ¿te parece?

Su propuesta me hizo elevar la mirada al cielo para agradecer el milagro porque estaba seguro de una cosa: en casa me iba a arrepentir por guango, blandengue y perdedor. Por fortuna, en este mundo aún hay personas con carácter, entereza e iniciativa.

Le dije que me permitiera meter los víveres a mi coche y regresé con cara de adolescente ilusionado. Caminamos por las calles del código postal en donde el azar nos juntó y nos metimos a un café. Ahí le conté de mis días. Al final, con extremo cuidado, le pregunté si era posible llegar a un acuerdo para seguir viéndonos y aceptó sin dudarlo, pero me pidió ser claro. No estaba dispuesta a malinterpretar las cosas:

—¿Un “acuerdo” significa que quieres coger o sólo vernos para tomar un café?  —me preguntó de manera brutalmente directa. Le dije que, ya puestos en ese nivel de claridad, estaría encantado si nos cogiéramos de vez en cuando. Sonrió. Le parecía buena idea y abundó:

—El primer acostón es gratis sólo por el gusto de encontrarnos. El día que quieras llámame y listo. ¡Al fin se nos va a hacer! ¡Estoy emocionada!

Quizás algunos piensen que la contacté al día siguiente, pero no. Algo pasó y no me animé por casi medio año. En ese lapso jamás me llamó ni envió mensajes. Nada. Una mujer con pleno dominio del timing y los secretos de las relaciones entre hombres y mujeres cuando un interés ulterior —como el chacoteo— se aparece.

Finalmente me armé de valor. Le mandé un whatsapp lacónico: “Livier, estoy listo”. Me llamó y se apersonó en mi casa. Así fue como utilicé el bono gratis. En algún momento de la sobrecama, cuando se abordan secretos de Estado, se asumen compromisos relevantes, el cuerpo se recupera del fragor de la batalla y se demuestra si alguien es buen amante, me preguntó si había disfrutado del servicio. Su honestidad me desarmaba, pero contesté afirmativamente.

En seguida preguntó si tenía alguna propuesta por hacer. Le pregunté si podíamos vernos los fines de semana y aceptó, pero —fui sincero— no le garantizaba un rendimiento similar al desempeñado con mi bono gratis. Lo que recién había visto y sentido, era producto de nueve meses, tres semanas y cuatro días sin tener sexo. Exigí respeto a mi edad. Se carcajeó.

Me encanta su risa.

Me pidió dejara de bromear un momento. Me preguntó cómo me iba en la vida, sin poses, sin engañar. Tuve la impresión de que empezábamos a negociar un acuerdo de prestación de servicios. No sé por qué, pero en lugar de exponer el catálogo de “fantasías y vida plena” en que transcurría mi vida, del fondo de mi alma atribulada solté un tierno “estoy muy solo, Livier, ayúdame”.

Eso la dejó descolocada, pero se recompuso. Pasó su mano izquierda por mi pelo, me tomó por la barbilla y prometió encontrar alguna solución. Apenas terminó de decirlo, la Livier profesional se posesionó de su cuerpo y mente.

Me ofreció un plan de conveniencia, convivencia y acompañamiento de cobertura amplia y precio razonable sujeto a revisión semestral. Acepté sin chistar otra vez. La inversión no me creaba un déficit en las finanzas. Recordé cómo fue el mecanismo para llegar a los acuerdos emprendidos por Molina y Crispín. Ahí me quedó claro: las mujeres siempre van muchos pasos delante de nosotros. A la vieja y conocida frase atribuida a André Malraux: “el siglo XXI será espiritual o no será”, se le podía añadir un matiz fundamental: el siglo XXI será femenino o no será… porque espiritual —e incluso dogmático en extremo— ya lo es.

 Desde hace casi un año viene a mi casa los domingos —tan tristes hasta antes de su llegada. Termina la jornada agotada y yo la apapacho. No pasaron dos meses cuando, gracias a mi aportación mensual, recortó su carga laboral dominical y empezó a llegar antes de la comida. A veces se queda a dormir y sale el lunes apresurada, bañada, perfumada y con uniforme de profesora de Introducción al Derecho en una universidad privada. Charlamos, cenamos y, si se ofrece, cogemos. Un arreglo justo. Un poco diferente al acuerdo de Moli con el solitario de la colonia Chapultepec, el buen Crispín.

Todo lo valioso cuesta, pero no lo considero un gasto. Sobre todo porque encontramos coincidencias adicionales al contrato y solemos ir al cine, nos reunimos con amigos. A veces hasta compramos la despensa juntos. Ambos tenemos hijos (ella sólo uno, concebido en una cancha de squash). Ambos sin pareja formal. La pasamos bien. Nadie ha soltado un peligroso “creo me estoy enamorando de ti” o algo igual de temerario, aunque, en una de esas, quizás ya esté ocurriendo. Ni ella ni yo estamos para perder el tiempo. Quizás por eso mejor ni le movemos a ese tema de los sentimientos. Todo a su tiempo. Si mientras éste llega somos felices, mejor.

A ella le debo haber tomado otra decisión trascendental. Fue cuando estábamos en otra sobrecama. Me preguntó si podía hacerme un comentario y una pregunta.

—Empieza a soltar tu veneno —le dije.

—¿Ya te has fijado cómo tienes el cuello? Parece de guajolote, la nariz se te está cayendo, las orejas las tienes como Dumbo y estás calvo. Cuando me dijo eso me pregunté a qué se había referido cuando me dijo que aún se me “podía sacar algo” pero no me respondió. Me incorporé. Apoyándome sobre uno de mis codos para verla de cerca. Le pregunté si eso era un problema.

—No, pero podrías recuperar un poco de tu sex appeal, aunque sea en los últimos años que te quedan.

Su sinceridad me dejó preocupado, pero le confesé que, en efecto, en los últimos meses había estado pensando en quitarme el poco agraciado “cuello guajolotero”, pero nada más.

—Deberíamos planearlo —me dijo—, porque no es nice andar por la vida mostrando el paso del tiempo si se puede evitar.

A partir de ahí no dejé de pensar en eso. Era cierto: ya no podía rasurarme con la destreza tradicional. Cada mes tenía una nueva arruga. Algunos de mis amigos me confesaron su preocupación inefable, predecible y aburrida: “Livier anda contigo porque eres un cliente simpático”. Pensaron me iba a poner intenso, pero no. En realidad, no me importa.

En el tiempo que llevamos compartiendo parte de nuestras vidas, ella ha seguido trabajando en lo suyo y dando clases de lunes a viernes. Hace relativamente poco le sugerí que dejara de laborar los fines de semana. Me contesto que ya estaba todo programado para jubilarse en seis meses y no por sugerencia de uno de sus clientes distinguidos y frecuentes (yo):

—Tengo 53 y me retiraré en la cima de mi porte.

Le pregunté el motivo para usar la palabra “porte” en lugar de “belleza”. Consideró irrelevante responder. A cambio me preguntó:

—¿A poco no sigo estando buenísima?

Y sí. No hay forma de desmentirla.

—Te voy a decir algo que todos saben —me dijo— pero no toman en cuenta: las nuevas generaciones están empujando bien machín y traen un bagaje de información política y una paleta de feminismos para todos los gustos y reivindicaciones. Eso le abre, a esas nuevas generaciones, un horizonte inimaginable si consideran dedicarse de manera profesional y digna a putear. Estoy segura que el relevo que empieza a tomar los espacios que vamos dejando las madres fundadoras pondrá la vara muy alta y el camino bien pavimentado. Mientras octubre llega, garañón, duerme tranquilo. Nunca me esperes despierto, ¿sí?

¿Somos felices? Prefiero responder de una manera poco ortodoxa: me gusta vivirlo así. Nos acompañamos; llega un momento en la vida donde eso es, en esencia, lo importante.

*Este relato pertenece al libro No pise el pasto, que puedes comprar en este link

Te puede interesar:

Expediente vegetal No. 12: Por qué morir a los 75 años

Salir de la versión móvil