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Expediente Vegetal #23. Ana Mary lo confiesa: “No fui tolerante con los hombres”

Tengo presente el día (no la fecha) en que conocí a Ana Mary Rodríguez Aldabe: fue en la presentación de un libro de un tipo iracundo traído de Hungría: Stephen Vizinczey.

No sé quién se echó el trompo de traerlo, pero sí que tuvo dos formatos su visita. Uno con Ana Mary, Cristina Paz y alguien más, quienes se encargaron de pasearlo por la ciudad, comer con él y su esposa y otras amenidades propias de nuestra mundialmente conocida cortesía.

Se la pasaron bomba —eso me dijo Ana Mary varias décadas después.

El segundo formato fue el que “padecimos” con Josefina Cendejas (le mando un abrazo; si alguien la ve, le avisa). Algo debieron hacerle las “chicas bomba” porque el mero día de la presentación nos entregaron un sujeto enojado con la vida. Actuaba como el pitufo enojón. Odiaba todo. Cualquier cosa lo ponía en modo fúrico. Ya no sabíamos de qué hablarle. Su esposa nos miraba como diciendo “imagínense, lo tengo que aguantar todo el día y desde hace décadas”.

Pero la vida es caprichosa. Fúrico y todo, a fin de cuentas, Stevie me cayó muy bien y la novela que iba a presentar más tarde me gustó mucho. El escritor ese me cayó bien.

¿Qué andaba haciendo el señor Vizinczey por estas tierras?

Promocionando una de sus novelas de 1983 pero ahora traducida al español por Grijalbo en la década de los noventa del siglo pasado.

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Cuando me informaron de la misión (o sea, hablar de la novela de Steve Vizinczey) sólo atiné a preguntar el clásico “¿y yo por qué?” pero la respuesta ya estaba lista: “porque nadie ha leído la novela de ese tipo, porque sabes hablar inglés y porque soy tu jefe. Punto”.

Le dije a mi jefe que esa cosa de hablar inglés era una leyenda urbana. Mi dominio de la lengua de Hemingway era (y es) de mera supervivencia y ponerme a hablar de una novela con un tipo cuya primera lengua tampoco era el inglés —pero lo hablaba al mismo nivel que Hemingway— era la mejor manera de sobrevalorarme, pero había otro detalle: los chismes sobre su absoluto dominio del idioma de T.S. Elliot ponían a Stephen al mismísimo nivel de Vladimir Nabokov y de Conrad, o sea…

Al final, escribí un texto en español sobre todo lo que sabía (yo) del escritor húngaro y de su novela Un millonario inocente. Tal vez lo recuerden por otra novela suya —esa sí muy famosa: En brazos de la mujer madura, pero me negué a hablar en inglés con él y frente al respetable público.

Ese texto en español se lo entregaron, para ser traducido, a una señora llamada Ana Mary, cuyo dominio del inglés era (y es) a prueba de cualquier sigla intimidadora: TOEFL, IELTS o Cambridge Assessment English y, además, ella sería la intérprete de cuanto se dijera en La Librería de Cristina Paz.

Corría (creo recordar) el año 1994.

Así conocí a Ana Mary. De eso ya hace sus buenos treinta años.

Stevie se murió en 2021 y sentí feo. Sobre todo porque su libro El hombre del toque mágico me conmovió bien machín.

Ana Mary

Con Ana Mary nuestra amistad transcurrió de manera sosegada. No crean que nos volvimos “amigos de toda la vida”. No. La amistad y el afecto se fueron cociendo a fuego lento y en largas etapas de no saber nada el uno del otro hasta que un día el azar nos puso en modo platicador y gracias a un tipo llamado Paul supimos de nuestras coincidencias en relación a las historias de vida. Ambos, andábamos en una venturosa aventura con el tal Paul (Auster) y material nos sobraba.

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Eso. La lectura, funcionó como catalizador del afecto entre ambos y empezamos a frecuentarnos… bueno, a frecuentarla, porque ella no sale de su jaula salvo por cuestiones de sobrevivencia alimentaria y aprovisionamiento de insumos de variada índole. Teníamos (y tenemos) amigos en común y sabía algunas cosas de su vida: era (y es) la mamá de Amaya, una escuincla que me cayó re bien desde el momento de conocerla. Esta mocosa, Amaya, tenía otras gracias: había sido una lectora devota de Astérix, el valiente defensor de una irreductible aldea gala ubicada en Armorica -hoy conocida como la Bretaña francesa- en el año 50 antes de Cristo. No es común encontrarse lectores de rarezas de ese talante.

Ana Mary fue la figura señera de un centro educativo de prestigio, alcurnia y alto nivel educativo: el Centro Educativo Morelia (CEM). Por prácticamente veinte años estuvo en el puente de mando de esa nave. También ejerció el apostolado del magisterio por cuatro décadas hasta que dijo “ya, amigos y amigas, ahí muere, pongan a otra; yo, paso”.

Tenía sesenta años.

Casi al tiempo de jubilarse (circa 2005), su amiguita Mercedes Sánchez la convenció de meterse a una de las actividades de más riesgo en este mundo: administrar, junto a otra heroica mujer, Cristina Yarza, una librería.

Ahí las tienen: tres vegetales frescas como lechugas… bueno, no eran vegetales de pleno derecho al momento de manejar la famosa y bien surtida librería conocida como La Novena, pero encaminadas ya estaban.

A ver, les pregunto de manera sincera y con ganas de ser correspondido en esa sinceridad: ¿a quién se le ocurre emprender el negocio de una librería, por vida de Dios?

A puro estoico.

Sólo a poetas de la vida.

A románticos (en este caso, románticas) ahítas de adrenalina y ante poniendo —por sobre la razón— el sentimiento.

La cita con Ana Mary para esta entrevista era a las doce en punto y llegué puntual, como debe ser.

Era una mañana con amenaza de diluvio. Me recibió en el umbral de la entrada invitándome a pasar. Yo, muy educado, saludé a quienes ya estaban en la casa: Mía y Mim, un par de gatas llegadas de algún tejado y Sombra, una perra de buena familia que terminó quedándose en su casa. Alguien hizo el clásico “te la encargo una semana” y pues ya van más de cincuenta. La Sombra ya vive ahí.

Suele pasar.

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No pise el pasto

Ana Mary me ofreció algo para tomar antes de empezar “el cotorreo” y opté por un vaso rebosante de vino blanco con opción a un refill interminable, un cigarro y parsimonia existencial. ¿Cuál es la prisa?

No sabíamos por dónde empezar y le propuse hacerlo por un tema equis, para relajarnos. Así empezó a hablar sobre la reputada librería La Novena y se fue por donde le dio la gana. Me contó que fue una experiencia excepcional, pero les costó mucho dinero a las tres, sobre todo al momento de cerrar el negocio por así convenir a sus bolsillos, finanzas y acreedores. Ese proceso de liquidación duró más de un año y medio.

Gastar es fácil y rápido; pagar es un poco más lento. En la librería pasó más de diez años muy feliz.

—Luego de eso —recuerda— me vine a mi casa. Al principio atendía mucho a mis nietas, tenía setenta años, pero me mantenía muy activa. Me llamaban del CEM para alguna charla con padres de familia o alumnos. Me invitaban con frecuencia a una unión de cooperativas en Puebla (Cuetzalán) que se llama Tosepan Titaniske.

—Todo iba perfecto hasta que llegó el COVID y mi salud empezó a deteriorarse en serio. Fue cuando empecé a usar el oxígeno. Ahí empezó mi experiencia vegetal de manera formal. Tenía setenta y tres o setenta y cuatro años. También me caí. Este brazo ya no lo puedo mover bien, me puse dentadura postiza, vendí el coche porque no quiero ser un peligro para mí o para la gente y este año estrené aparatos auditivos, me dan calambres de vez en vez, pero nada del otro mundo y desde que tomo las gotitas de Fabrizio duermo muy bien.

Le pregunto por las reflexiones que se hace en esta etapa de su vida y saca a la conversación a una escritora llamada Jean Shinoda y su libro Las brujas no se quejan:

—Jean dice que las mujeres tendemos a formar redes. Nos comunicamos a través de redes horizontales y los hombres lo hacen de manera vertical (y sin red). Mientras los hombres intercambian información, las mujeres se acompañan… y no se quejan. Quejarse es perder el tiempo. Las brujas sabias, dice Jean, son capaces de mirar atrás sin rencor ni dolor. Deciden su camino con el corazón. Ríen y tienen los pulgares verdes…

—Una se va haciendo chiquita…

 (NOTA: cuando dice “hacerse “chiquita”, no se refiere necesariamente a la talla física, sino a requerir menos cosas. ¿Para qué andar con “amplitudes” si se puede vivir con cosas “chiquitas”?)

—…pero mira, yo soy feliz en mi casa. Casi no salgo. Valoro la compañía de otra manera. Es más como estamos ahora tú y yo (…). Hace poco vino Fabrizio y nos echamos una hora conversando.

(Otra NOTA: Fabrizio es mi hijo, por si estaban con el canijo pendiente).

—Con mi hermano también charlamos mucho. Él está muy al tanto de los asuntos políticos y como ambos somos simpatizantes de Morena, pues me pone al corriente de esos asuntos…creo cada vez es menos mi necesidad de grupos grandes. A veces viene Magui Murga y nos la pasamos muy bien. Prefiero más las reuniones de dos que las de tres y más las de tres que las de cuatro.

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Me habla de la “política de convivencia” con su hija (Amaya) que vive al lado de su casa:

—Esa política es muy sencilla. He dado “dos pasos atrás”: poco me meto en su vida. Si hay algo por resolver, lo resuelvo. A veces nos ponemos de acuerdo para comer con las nietas. Le mando un WhatsApp diciéndole “tengo carne y te puedo convidar”. Es una relación muy bien avenida. Yo puse las reglas: “ustedes pueden venir y entrar en mi casa siempre”, pero yo sólo voy a la de ella si me invita. Eso es una sana convivencia.

Le comento sobre esa osada costumbre de seguir fumando aun cuando el oxígeno portátil es parte de su cotidianeidad: ¿es una forma de rebeldía o simple necedad la tuya? —le pregunto.

—Me gusta fumar. Cuando el doctor me dijo “no puedes fumar un solo cigarro más” tuve que decirle la verdad: “eso no va a pasar, doctor”. Me gusta fumar y mira, aun con oxígeno (o gracias a él) tengo 93 de saturación. Estoy bien. Antes me gustaba echarme una copa o dos, pero ahora sólo un poco de vodka… pero la fumada es otra cosa.

—¿Piensas en la muerte con frecuencia?

—No. Decidí, a los setenta, que iba a vivir hasta los ochenta y cuatro. Mi mamá llegó a los setenta y ocho… o sea, ya la superé. Más que pensar en la muerte pienso en lo desagradable que debe ser convertirme en una carga o depender de mi hija. Tengo una pensión del IMSS que me alcanza incluso para, de vez en cuando, echarle una mano, pero pensar en la muerte, no. Pienso en el dolor, la incapacidad.

—A estas alturas de mi vida me hubiera gustado tener más energía. Creo pude haber cuidado más mi salud… pero el tema de la muerte no es algo muy presente ni con las amigas que nos reunimos. La mayor tiene noventa y dos y no se ocupa de eso. Si acaso nos dice que se siente cansada y debe irse temprano.

—¿No te ha dado por hacer una reinterpretación de tu vida?

—Eso sí, pero los recuerdos los vas repasando y acomodando de manera diferente a como la recuerdan las personas con quienes viviste tal o cual cosa. Luego ya ni estás segura de que algo que quieres ver de cierta manera sea posible o algo peor: ¿de verdad ocurrió como yo lo recuerdo?

—¿Nunca pensaste en volver a emparejarte? —le suelto la pregunta sin avisar.

—Sí, pero nunca se daba porque siempre fui muy impositiva. Mira, yo estuve casada y luego me divorcié; después tuve una relación con el papá de mi hija, pero no nos casamos. Después tuve galanes, parejas. Muchas, pero fueron poco tolerantes… me refiero a ellos. Si en una relación no hay tolerancia o no se cumplen los términos en los que se inició esa relación… pues a la fregada.

—Siempre tuve pretendientes, novios, amantes o lo que fuera, pero no durábamos mucho porque me hartaban.

—¿Crees haber sido tratada de manera desventajosa por tus parejas?

—No… y sólo uno me terminó por incompatibilidad de caracteres; a los demás, fui yo quien los dio de baja. Creo hasta los cincuenta y cinco procuré tener pareja, pero a partir de ahí me dije “¡pero qué hueva!” y dejó de interesarme. Pero sí, me hubiera gustado tener pareja… pero para ir al cine, escuchar música. Mantener una pequeña cotidianeidad: tú lees, yo leo… la lectura es fundamental en mi vida.

 —¿No crees que debiste ser un poco menos inflexible?

—Sí. Me faltó ser más flexible con los afectos… con los hombres, quiero decir, porque con las mujeres soy muy flexible, solidaria, pero ¿sabes? No me arrepiento de nada. Tuve relaciones divertidas, apasionadas, tormentosas, otras muy mala onda. De todo, pero no pasa nada. No me arrepiento de nada. Así: de nada.

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