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Gracias a AMLO seremos leyenda

Pequeña introducción

Se acaba septiembre.

En una semana se acaba y se renueva un proyecto político en medio de un ánimo festivo. El tigre ya anda suelto. Veremos si la idea es meterlo en una jaula más cómoda o dejarlo libre. Después de todo, con la felicidad en marcha, nada puede salir mal. Estamos inmersos -lo digo en serio- en un Momento Histórico estelar, de esos que terminan por ser conocidos como “un parteaguas”, un non plus guau.

Para quienes la Historia nos debía una experiencia trascendente, para esos infelices sin edad reglamentaria como para haber estado en Tlatelolco en 1968, ni en el ataque de los halcones en 1971, ni en el devaluatorio 1976 ni algo como para ser materia del anecdotario personal, una versión tropical de Apolo nos trae noticias frescas: nada se compara al 2024 y los años por venir. Ya tenemos una narrativa por adornar, editar y enriquecer: ¿dónde estabas cuando Claudia ganó la elección?

No pretendo asumirme como ejemplo de una generación a punto de ser periclitada. Nada de eso. Esto es un panfleto personal y empieza con el recuento de mis “hechos históricos”. A ver, veamos. ¿Cuáles sucesos han marcado mi deambular por este mundo? Tengo varios:

La medalla de oro en los doscientos metros estilo pecho del Tibio Muñoz en octubre de 1968; el brinco de Neil Armstrong en la luna me emocionó, fue en 1969; el mundial de futbol de México en 1970; el asesinato de John Lennon en 1980 me dejó con un nudo en la garganta; la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas a la presidencia en 1986; la caída del muro de Berlín en 1989; el colapso de la URSS en 1991; el asesinato de Colosio en 1994; el gol de Luis Hernández frente a Holanda al minuto noventa en el mundial futbolero de Francia en 1998; la derrota del PRI en el 2000; el atentado a las torres gemelas en New York en 2001… y ya. Cada quien sus sacudidas históricas.

Chance la elección presidencial de este año pase a ser otra de mis conmociones.

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De una vez se los digo parafraseando libremente a un ilustre francés: a partir de este 2024 y por un buen rato, los años siguientes años serán Históricos -con mayúscula- o no serán (gracias, Malraux).

Nada -salvo la deseable prudencia, decoro e inteligencia de algunos personajes clave de la nueva banda en el poder- evitará que el país cambie para mal. Soy un hombrecillo de fe y mi inocencia es grande. Dos ejemplos lo demuestran sin lugar a dudas: de verdad tengo fe en la sensatez de sujetos y sujetas clave e inteligentes en el gobierno de la Claus Sheinbaum… y sigo siéndole fiel al Cruz Azul. A ese nivel llega mi religiosidad pragmática.

Pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa: los pueblos, las sociedades, cuando transcurren en un entorno democrático y latinoamericano no votan por programas, por proyectos de país ni por algo abstracto, sino por algo menos elaborado. Esos conglomerados emiten su sufragio por lo que les conviene en lo inmediato. Soy parte de un grupúsculo cuya opinión es contraria a la felicidad desbordante de los devotos de la 4T, pero en materia de opiniones -todos lo sabemos- pocas son atendibles y la mía vale menos que una changunga.

Vámonos tranquilos y chance coincidamos unos y otros en algo: esa entelequia llamada pueblo optó y votó por la continuidad de un modelo de gobierno que benefició a millones… pero a esa entelequia tan informada, buena y feliz todo lo demás le valía chetos.

Mis desvaríos son de un sencillo ciudadano. Sean indulgentes.

Segunda parte (igual de breve)

A ver: ¿Qué pasó?

Todo empezó con un sintagma.

Hace muchos años (segundo semestre de 1992), los genios de la campaña presidencial de Bill Clinton no encontraban la clave para lanzar un torpedo a la línea de flotación del acorazado capitaneado por George Bush, el mero papá de Georgie W. Bush. Las cosas no salían como era deseable. Le buscaban por todas partes y nomás no daban pie con bola. Necesitaban una frase matadora que espabilara al círculo rojo de Bill y a una nación entera.

Una tibia noche, Clinton estaba abrumado en su cuarto del hotel de campaña, mesándose los pelos y llegando a la conclusión de estar rodeado de puro pelmazo con doctorados en Yale, Harvard, Cambridge y todas esas escuelas de alto pedorraje.

Casi llegaba a la decisión de despedirlos a todos al día siguiente cuando se escucharon unos toquidos apresurados. “¿Quién podrá llamar a esta hora?” -se preguntó el candidato demócrata y abrió la puerta. Frente a él estaba el mismísimo James Carvill -mejor conocido como el rabioso– quien sin anestesia, pero con el debido respeto, le espetó a Bill una frase ruda pero sincera: “¡Es la economía, estúpido!” Bill parpadeó perplejo ante el atrevimiento del sujetillo frente a él, pero cuando estuvo en condiciones de reaccionar, Jimmy el rabioso ya se había pelado.

A partir de ahí, el destino de George Bush quedó sellado y perdió la elección. Ese sintagma, eslogan o frase genial fue clave: “¡Es la economía, estúpido!”. Aguantó el paso del tiempo y tuvo su correlato en México. Aguanten un poco.

Clinton

Tercera parte

Contextualicemos el choro anterior. Empieza así: por décadas, los mexicanos vivimos bajo gobiernos priístas que confeccionaron un Estado arrogante, filantrópico, vengativo, generoso, discrecional, planificador de destinos. Un “papá” que castigaba y premiaba como le daba la gana. Todo el breve catálogo de virtudes priístas anotadas se concentraban en el presidente y en el partido. ¿Se imaginan vivir en ese entorno? Pues contra eso (y otros aspectos) lucharon miles de mexicanos y sus esfuerzos se vieron parcialmente coronados cuando el PRI perdió la mayoría parlamentaria en 1997, con la creación del INE, el triunfo de la oposición en el 2000 y la alternancia en el poder…

De ese ecosistema priísta salieron cosas buenas y malas. Se beneficiaron millones de aztecas, pero una minoría lo hizo de manera bestial (como marca el reglamento en todo el universo conocido). Una cosa es cierta: la transición del campo a la ciudad empezó con un ancestro del PRI y a partir de la década de los cuarenta del siglo XX miles de mexicanos dejaron el medio rural y arribaron a la gran ciudad.

Mi familia -por vía paterna y materna- logró transitar de la precariedad extrema en la mitad del siglo pasado, a la parte baja de una clase media chambona y desabrida en poco más de diez años. Todo gracias al modelo económico puesto en marcha por el PRI.

Puedo concluir -con una envidiable perspectiva de aproximadamente sesenta años- que la realidad de la familia Mejía/García, para fines estadísticos, terminó siendo la medianía y fue gracias a ese sistema apodado “desarrollo estabilizador”.

Gracias a esa cosa, mis progenitores y su prole pasamos de la incómoda categoría “jodidos per se”, a otra que admite varias gradaciones y nomenclaturas: pobres, pero honrados; pobres, pero buena onda; pobres, pero no envidiosos; pobres, pero felices; pobres, pero de buen corazón… tal como lo mostraban las pelis de Pedro Infante y su apología de la miseria -lo sé: exageré mi situación familiar con fines melodramáticos, pero más o menos así era.

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En el ánimo clasemediero nacional reinaba un axioma: “todo se lo debemos al gobierno” aunque por ahí reptaba una minoría enfadosa empeñada en arruinar el festejo gubernamental. Pienso en un tal Luis Buñuel con su filme Los olvidados, cinta que el gobierno tildó de ser “ofensiva para México” y le hizo una campaña negra, como si los personajes puestos en escena fueran una mentira (para el PRI todo estaba perfecto).

¡Ay, pinche Buñuel! Puras ganas de mancillar el paso victorioso de los héroes: Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán, Ruiz Cortines y Díaz Ordaz.

(Entre paréntesis los digo algo: lo mismo le pasó a Oscar Lewis y su libro Los hijos de Sánchez y a los cuentos de Rulfo agrupados en El llano en llamas. ¡Pinche Oscar, pinche Juan, cuántas ganas de fastidiar!).

Hoy, la peli de Buñuel parece inocente frente a una realidad que fue agravándose década tras década hasta llegar a la nueva escenografía que nos perturba, aunque para el gobierno todo sea perfecto y estemos mejor que en el período neoliberal. La negación en su mejor momento.

Pero serenémonos: ¿a alguien le importó un carajo esa degradación?

¿De verdad no era posible hacer algo por los millones de mexicanos marginados de los beneficios del desarrollo?

Por ejemplo, algo tan obvio como “repartir dinero en efectivo”, como lo recomendó Gabriel Zaid en un ensayo publicado en Plural en 1971 (en el albor del echeverrismo) y luego compilado en lo que quizás sea su mejor libro de temas político-económicos: El progreso improductivo.

O sea, sí era posible, pero había prioridades y los pobres no lo eran… bueno, sí: por sus votos. Para algo debe servir tanto pobre agradecido ¿o no? Hay prácticas que no cambian, son parte de la tradición y es explicable porque, como suelen decir los mercaderes postmodernos en su idioma oficial: quality never goes on… repartir dinero no es un acto de caridad, sino de calidad.

Pero bueno, quienes estamos moral y electoralmente derrotados podemos cacarear cuanto nos venga en gana. Lo contante y sonante es algo sencillo: López Obrador demostró que las cosas podían ser diferentes.

Podremos seguir despotricando contra el sujeto que tuvimos como presidente por más de seis años y “demostrar” que fue un ser vengativo y muy mentiroso; podremos “confirmar”, bajo todos los parámetros medibles que eso de repartir dinero sólo genera agradecimientos que se transforman en votos -receta infalible para lealtades coyunturales.

Pero miren lo contradictorio de todo esto: AMLO ha sido el único que ha puesto en primer lugar a quienes menos tienen. Fue Andrés Manuel quien -acaso sin saberlo- acuñó una nueva moneda de curso político con un nuevo brillo, adaptando la del rabioso Carvill frente a Clinton: “Son los pobres, estúpido”.

Fue él quien modificó el esquema político nacional y se propuso un objetivo modesto: un cambio de régimen y ¡tómala barbón! En menos de quince años lo ha puesto perfectamente viable y sin acudir al expediente revolucionario de la violencia armada. ¿No es asombroso? Digo, hasta quienes no simpatizamos con la 4T debemos reconocerlo. No caigamos en el egoísmo.

Cuarta parte

Dicho lo anterior, ahora seamos realistas: a la mayoría de votantes les tenía sin cuidado la reforma al INE, a la CFE, la desaparición de los organismos autónomos o el desmantelamiento del poder judicial en curso… a menos que sea cierta la leyenda del asombroso nivel de politización, intelectualización y educación alcanzado en seis años por todos los mexicanos.

Ok. Aceptémoslo con modestia: hemos evolucionado y asombramos al mundo, pero la verdad, lo que se llama la verdad (what ever it means) sólo dos cosas le preocupan y le preocuparán a la inmensa mayoría de esa masa de hiper politizados aztecas: que los apoyos con dinero en efectivo no se cancelen, y que no haya una devaluación como la de 1976 o las subsiguientes.

Las burras no eran ariscas (ni los burros). Se hicieron así a punta de madrazos. No sé si estén enterados, pero la experiencia con las devaluaciones se ha transmitido de generación en generación y es aterradora. Los mexicanos no sólo somos más intelectuales y politizados, también pragmáticos y si algún candidato o vicario de Dios en campaña le promete (y le cumple) a los votantes que “el dinerito está seguro” y no habrá devaluación… bien pueden desmantelar al Poder Judicial, entregar al INE al gobierno y hacer otra Constitución.

Pero de eso a andar blandiendo la macana de que “el pueblo decidió” por el chorizo completo de reformas es llevar muy lejos el salto cuántico de los mexicanos en materia de análisis político. Yo conozco a mi gente pues. Soy parte de esos neo politizados e intelectualizados ciudadanos y ni así le entendí al mecanismo para repartir diputaciones y lograr mayorías calificadas; tampoco leí la reforma al Poder Judicial. Con ciudadanos como el autor de estas líneas nomás no se puede.

Hoy estamos inmersos en un cambio de paradigma. Como ciudadano sin mayores prendas que mi escuálido voto, siempre me definí como “anti López Obrador”, pero reconocí las cosas que me sorprendieron de manera positiva en el sexenio a punto de extinguirse. Nada del otro mundo.

Por ejemplo, juré que el dólar y la inflación se irían a las nubes con el triunfo de Morena en 2018 (no ocurrió); estaba seguro que un aumento en los salarios mínimos sería inflacionario (tampoco ocurrió); grazné que la independencia del Banco de México sería mancillada (no ocurrió), daba por hecho el fracaso de las negociaciones del tratado comercial con USA y Canadá (no ocurrió) y que todos los apoyos por la vía del dinero en efectivo colapsarían el presupuesto… chance ya lo colapsaron; hubo otras acciones, esas sí, con resultados infames pero nos la sabemos: la morenita del Tepeyac nunca nos abandona y siempre algo se le ocurre.

La cantaleta de AMLO de “primero los pobres” fue un éxito y fue justiciera.

¿Alguna vez lo pensaron los gobiernos priístas y panistas? Al parecer, no. El único que leyó a Gabriel Zaid fue quien menos se imaginaron: AMLO.

Fin de fiesta

Cuando empezó el guateque de las campañas electorales, di por descontada la derrota de Xóchitl Gálvez de quien fui simpatizante (ríanse pues). De hecho, nadie -salvo los soñadores habituales- tenía en su horizonte una victoria de la Xóchitl. Hasta a un anti AMLO como yo le parecía mejor candidata la Claus y tengo la convicción (ya era hora) de que a la real y auténtica presidenta de la República la veremos en toda su expresión de poderío cuando supere la aduana de la revocación de mandato.

Pero bueno, mi sueño, anhelo o quimera se cifraba en que Morena no ganara la mayoría calificada en las Cámaras legislativas porque un poder ilimitado como el que se le ha otorgado sólo anticipa escenarios muy pero muy desagradables. Sin los contrapesos de organismos autónomos todo apunta a una verdad con reminiscencias del piísmo clásico y si no nos gusta, pues ya podemos irnos a fastidiar a nuestra jefecita a otro lado. Las maneras porcinas en que lograron pasar la reforma al Poder Judicial han sido la muestra prístina de hasta dónde pueden profesar su fe en la escatología -y no me refiero a su acepción religiosa.

¿De esa manera se resolverán las cosas en adelante? Ojalá me equivoque. Lo digo porque no hay gobierno en el mundo sin convicciones y si éstas, además, pasan por el embeleso de “tener la razón”… pues les anticipo otra opinión irrelevante: ya valimos madres. Viviremos en el mundo de Alicia en el país de las maravillas y padeciendo la arrogancia encarnada en uno de los personajes de esa historia. Recordémoslo cotorreando con Alicia vestida de azul: “Cuando yo uso una palabra -dijo Humpty Dumpty con un tono burlón- significa precisamente lo que yo quiero que signifique: ni más ni menos”.

Pero bueno ¿quién soy yo para imaginar a la razón de mi lado? La verdad y la razón son conceptos sólo al alcance de las mayorías en las urnas… o de Humpty Dumpty.

Ya con esta me despido, amiguitos y amiguitas: en 1979, Octavio Paz incluyó un ensayo titulado “El ogro filantrópico” en uno de sus libros (de hecho, el título del libro es el mismo del ensayo) y ahí soltó unas palabras premonitorias respecto a la posibilidad de democratizar al partidazo: “Hay, sin embargo, otro remedio. Pero es visto con horror por la clase política mexicana: dividir al PRI. Tal vez su ala izquierda, unida a otras fuerzas, podría ser el núcleo de un verdadero partido socialista”.

Las palabras alucinadas de Paz se hicieron realidad cuando Temo Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo, Efigenia Martínez (quien le pondrá la banda presidencial a la Claus), Rodolfo González Guevara y otros chiquillos malcriados iniciaron la transformación inconcebible: PRI, Corriente Democrática, luego el PRD y ahora Morena.

Hoy, en 2024, ya contamos con algunas certezas: Octavio se nos peló p´al otro mundo y no da señales de volver. Otro cadáver es el PRD, y el PRI es un muerto que no sabe que está muerto: un zombie pues.

Habremos de esperar unos años para que dentro de Morena surja un movimiento capaz de articular una nueva versión del país; suponer que ese milagro emergerá del PAN está en chino.

Lo bueno es que Morena suele superarse. Confío en ellos. Son capaces de todo y si Dios existe (mi agnosticismo me hace escéptico) chance hasta las cosas les salgan bien.

Me preocupa la ausencia de organismos autónomos de contención al poder, el poderío desmesurado de las fuerzas armadas y la reforma al Poder Judicial y sus consecuencias.

Confío en la pericia de Claudia y su equipo cuando se ocupen de las leyes reglamentarias de esa reforma judicial (y de otras docenas de desatinos macuspanos).

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