Tenía una ñoña reunión de compañeros de escuela. No pude negarme, siempre me etiquetaron de mamón y pensé “al carajo, le entro”. Pasaron la pasta, el tocino frito, un tinto gachisimo y mis tetos compañeritos no prendían nada. Ya a medias flamas llegaron a salvarme dos buenos amigos: un entrañable cómplice musical y un whisky pirata.
Nunca logramos vencer tremendas sandeces anteriores como el vodka a granel que nos vendieron en la colonia Las Flores o la barra libre en las Peñas con la cual curamos las tremendas heridas de Chava después de dar muestras de su pésimo desempeño como surfista. Aquel par (mi amigo y el whisky) fueron como dos gorriones en la primavera, como el canto de los querubes a las afueras del paraíso.
Por supuesto que a mis respetables acompañantes les pareció poco menos que sacrilegio la manera en que empinábamos la botellita. Mi querido compinche firmó nuestro boleto de salida cuando intentó ligarse a la dueña de la casa y el noviecito lindo tuvo que sacar al machín que llevaba dentro. Con whisky en la mano y sin mineral ni hielo emprendimos nuestro camino bohemio por la Juárez. Cual “guayaba y tostada” abrazados al escocés bucanero pasamos frente a un cebú que nos miraba con sus pupilas dilatadas inmersas en la oscuridad de un triste zoológico. “Pinches humanos” debió pensar al vernos (claro que los animales no piensan, pero a veces tampoco los humanos).
Parece fábula ahora, pero en aquellos días podías tener caminatas etílicas nocturnas y ninguna santa patrulla molestarte, tiene sentido pues aún no habían caído bombas en el centro. Llegamos a Carrillo y cruzamos la plaza y cortamos a nuestro paso una mezcla de olores a orines y perfume barato. Subimos hasta San Agustín, para ese entonces el whisky estaba a punto de acabarse, cuando al cruzar los portales de esa plaza, justo afuera de la iglesia nos encontramos con un grupo de bondadosas almas que estaban honrando al dios Baco con un botella de excelsa caña de Uruapan.
Nos acercamos sin pudor, como dos viejos miembros del escuadrón y fuimos recibidos con laureles en las sien y con un buen trago, así, como debe ser, sin mineral, sin hielo. La plática fluía y nuestros anfitriones nos contaban entre risas y tragos anécdotas de vivir en el centro. El aire frio calaba a pesar de los varios grados que el alcohol nos brindaba y en uno de los actos más humildes que he visto, uno de los anfitriones, el más viejo, el barbado, le aventó una de sus cobijas a mi amigo. En los estados etílicos pasamos por varios etapas, es cierto; no negaré que el acto me conmovió tremendamente. Los minutos pasaron, también los tragos y las risas y volvimos a zarpar. Caminamos por la cerrada y llegamos a un bar en unos de los portales, donde había una fiesta a la cual por supuesto no nos dejaron entrar.
Como decía antes, en estos estados pasas por varias etapas y me llegó la punk. Me timé de tremenda manera a un buen samaritano que estaba también rogando entrar. No daré detalles pero me reí como niño y el tipo acumuló una buena cantidad de ira y coraje. Como no nos dejaron entrar, seguimos caminando con rumbo a la Madero, a unas cuadras más adelante nos alcanzaron tres embramados caballeros, eran el timado y dos amigos. Uno me empujó por la espalda y caí chocando la cabeza en la banqueta, la verdad pude haber caído con un soplo, para ese entonces nos deteníamos por puro milagro. A mi amigo se le fue encima uno de los tres chiflados y yo fui presa fácil de un dúo dinámico. Sus pies en perfecta sincronía me atinaban tremendas golpes con un compás y un ritmo que envidiarían muchas bandas. El climax de aquella violenta melodía llegó cuando perdieron el compás de uno y uno, fue entonces cuando mi cabeza recibió al mismo tiempo dos patadas encontradas. Noise punk puro.
Gracias a la decencia de mis contrincantes no siguieron más. Pude volver a ponerme en pie, aquel trío (que por cierto me recordaron al trio de luchadores llamados Los Brazos) me miraba esperando mi rendición, mi disculpa. Baco aún estaba ahí, el dios protopunk seguía corriendo por mis venas y volví a reírme, esta vez de los tres. Su rabia les volvió a crecer en el rostro y en cuestión de segundos salimos corriendo de ahí perseguidos por una jauría de lobos. Corrimos como atletas, como gacelas en el campo, como presos con sueños de fuga, como Forrest Gump.
Después de varias cuadras los dejamos atrás, la cabeza me punzaba, tenía un labio hinchado, moretones en el cuerpo y la adrenalina se había ido. Cada uno tomamos su propio camino y la noche terminó. A la mañana siguiente me topé en un puesto de revistas el número 26 de la revista Revés. Me la chuté completa (bueno, el artículo de moderatto y la sección polaca no). De inmediato quise saber quiénes la hacían, reseñaron a Wilco y a los Fancy Free y eso me prendió. Llegué a casa y llamé al número que venía en el directorio de la revista y nunca me contestaron. Creo que fue lo mejor, porque no hubiera sabido que decir. Pasaron los años. Ya no se pueden dar paseos bohemios en la ciudad plácidamente, la cofradía musical terminó, el whisky ya no es para mí y la Revés sigue y sigue y sigue.
Hierba mala nunca muere.