Juan Álvarez-Cienfuegos Fidalgo nació en 1952, en Mieres, Asturias. Doctor en Filosofía por la Universidad del País Vasco. Fue profesor en la Facultad de Filosofía, el Instituto de Investigaciones Históricas y la Facultad de Lengua y Literaturas Hispánicas de la UMSNH. Apasionado docente, gran humanista, se dedicó a cultivar el conocimiento en sus diversas vertientes. Murió en su natal Mieres el 18 de enero de 2019.
Cuando supe que había fallecido el profesor Juan Álvarez-Cienfuegos Fidalgo sentí un golpe seco, abúlico e inexplicable en el corazón. Quedé paralizado. Lo supe hace apenas unas semanas, por boca de mi amigo Julio, un ex compañero de la Facultad de Filosofía de la UMSNH. “En enero Cienfuegos falleció”, me dijo con un dejo de nostalgia. “Pasó sus últimos días en su tierra natal”. Procuré tomar la noticia como un asunto baladí, no sé si a causa de mi conmoción interna o debido a una cierta comprensión de la muerte como un tema natural e inapelable. Hoy me doy cuenta que fue por lo primero.
El profesor Cienfuegos (nótese que no anoto el Dr. Cienfuegos) fue el hombre más culto que he conocido en mi vida. Sus clases en la Facultad de Filosofía “Samuel Ramos Magaña” de la UMSNH eran una prueba fehaciente de ello. Lejano a los acartonados academicismos, lo mismo discurría sobre la tradición filosófica del medioevo, el pensamiento de Martín Heidegger, la metaforología de Hans Blumenberg, que sobre La montaña mágica de Thomas Mann, los aforismos de Franz Kafka o el amor por el infinito de Jorge Luis Borges. En una ocasión nos habló largamente sobre las peripecias de los navegantes antiguos, exponiendo con lujo de detalles las partes de una embarcación, la historia de la rosa de los vientos, la geometría secreta de las constelaciones. Fue una clase inolvidable. Tenía a todo el grupo boquiabierto. Era un prestidigitador con el lenguaje. Un ensayista nato.
Poseía una memoria literaria privilegiada. Como había leído tanto, recordaba citas de poemas, novelas o ensayos. Además, amaba como ninguna otra persona sus libros, los cuales atesoraba con celo de bibliófilo. Para él los libros eran más que simples objetos. Encerraban la fuente inagotable del conocimiento humano. Los leía con dignidad, acariciando cada una de sus páginas, con una fruición que no he visto en ningún otro lector. Los llevaba a la clase y, al finalizar su exposición, nos leía un fragmento.
Cienfuegos era muy generoso con sus alumnos. Gracias a él conocí las desgarradoras y profundas novelas de Sandor Márai, las innovaciones literarias del shandy Enrique Vila-Matas, las incomparables ficciones de Italo Calvino. Cada vez que me prestaba un libro me decía con entusiasmo: “Es un libro maravilloso, maravilloso, de las mejores obras que he leído en mi vida”. No pasaba una semana cuando me recordaba: “Héctor, ¿cómo vas con el libro? ¿Verdad que es una joya?”. En verdad, Cienfuegos amaba sus libros, amaba la literatura. No era un erudito acartonado, un fanfarrón del conocimiento; antes bien, poseía un exquisito sentido del humor. Todavía recuerdo su “¡dale a la médula, coño!”, cada vez que nos equivocábamos en una exposición.
De Juan Álvarez-Cienfuegos Fidalgo podría decir tantas cosas, como que jamás lo oí proferir ninguna intriga contra sus compañeros profesores. En realidad no lo necesitaba. Él se dedicó en cuerpo y alma a su vocación como maestro, sin darse ínfulas de intelectual o de filósofo. Aún recuerdo la anécdota que nos contó de José Saramago al recibir el Nobel de Literatura, el día en que el escritor portugués evocó al hombre más sabio que había conocido en su vida, es decir, a su abuelo, quien no sabía leer ni escribir, y que un día antes de su muerte salió a su jardín a despedirse de las flores.
Así quiero imaginarme los últimos días de mi maestro Juan Álvarez-Cienfuegos Fidalgo en su natal Mieres, avizorando las postreras luces del crepúsculo con un libro entre sus manos.
Sembró la semilla de la curiosidad en muchas generaciones que pasaron por las aulas de la Facultad de Filosofía, la Facultad de Historia y la Facultad de Letras Hispánicas de la UMSNH. Hoy, aunque tardíamente, le estoy eternamente agradecido. Y rememoro las palabras de Samuel Butler: “Habremos perdido hasta la memoria de nuestro encuentro… y sin embargo nos reuniremos, para separarnos y reunirnos de nuevo, allí donde se reúnen los hombres muertos: en los labios de los vivos”.
Hasta siempre, maestro.
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