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La ciudad es de quien la lee

Por Ileana Garma

Un día de pronto, en el piso catorce de un edificio que nos conoce, mirando por una de sus ventanas hacia una Jacaranda, comprendemos que no somos de esta ciudad. Comprendemos cómo nos someten los espacios, los senderos que el tiempo hace en nuestra vida. Nos damos cuenta de la trampa inútil que significa decir yo vivo en esta ciudad.

No somos, vivimos apenas en ciertas calles, en un callejón que se cruza a las seis de la mañana, vivimos en autobuses que ya hemos abordado, en oficinas que con colmillos nos levantan la barbilla para continuar con la sonrisa o la máscara de la sonrisa. Vivimos en repetidos elevadores, de allí somos.

Entendemos bien que en la casa el tiempo es la historia de la cortina moviéndose como el maullido de un viejo gato, moviéndose, como viejas lluvias que cada año cantan a niñas que ya no usan vestido. Uno no puede decir soy Mexicano o de Chile, uno nació en un hospital que no puede ver en la memoria. No sabemos si conocemos a los edificios o son ellos los que se aprenden nuestros rostros, nuestro protegido equilibro, los consuetudinarios tropiezos. Son ellos los que van detrás de nosotros cantándonos para despertar.

Las paredes también nos reconocen y subsistimos a gusto con ellas, permitimos que nos vean desnudos, que vigilen esa perpetua escalada a otras pieles, a las inseguras marismas de un ombligo. Y a qué negarlo, somos de ciertas personas, nacemos en ellas, mutamos en ellas y también de nuestros temas recurrentes, de la ignorancia, del aliento crónico de nuestros deseos.

No conocemos la ciudad, que tontos los que creen que nacieron en Berlín o en Mérida, si a todos nos recibió un guante esterilizado, ni siquiera una mano, ni siquiera una calle, ni siquiera. No somos de esta ciudad, somos de algún bar que da vueltas en gastadas lámparas, somos de nuestra vieja y nueva ropa, vivimos en acostumbrados bares donde la noche se repite, somos del café que nos recibe con su tic tac debilitado, y pertenecemos a quien amamos, aunque no codiciáramos, de ellos somos.

Y amamos nuestras ciudades, es por eso, que como Alfonso Reyes en “Palinodia del polvo” nos preguntamos ¿Es esta la región más transparente del aire? ¿Qué habéis hecho, entonces, de mi alto valle metafísico? Ojalá estuviésemos lejos de ser hormigas. Veo como juntamos la tierra para olvidarnos del cielo. Ya no queremos ver el cielo. No queremos sino sentirnos cubiertos por edificios enormes, como si dentro de calles oscuras a medio día, se encontrara la transparencia. Tan altos son los edificios que ya no se ve nada mi infancia dice el Poeta Eugenio Montejo. Nos afanamos como hormigas obreras y cargamos el doble de nuestro peso. Creemos que el único mundo es nuestro pequeño volcán, y no nos percatamos de que pereceremos dentro de él.

Cuando pienso en el polvo, creo que no ha desaparecido nada en mí, presiento que todo mi pasado anda por el mundo en forma de polvo, polvo que recorre y da vueltas interminables a este hemisferio. Han pasado ya varias horas del día y creo que esas horas se han despegado de mí en forma de polvo. Yo piso el polvo de lo que tú fuiste en Francia o en Chad, en Turkmenistán o China. Y en Francia, en Chad, en Turkmenistán o China se pisa el polvo de lo que fui. El polvo es la historia del mundo y la muestra de su eternidad.

Como hormigas, no hacemos más que movernos en el polvo. Lo ignoramos y hablamos de las mejores maneras de mantenernos puros, pero abrimos la ventana y él se pega a la humedad de nuestros huesos y pupilas. ¿Se puede organizar el torbellino del polvo? Quizá, quizá por medio del polvo podamos leer nuestra historia, nuestro presente, ahora que como Alfonso Reyes nos dice todo está cuidadosamente envuelto en polvo. El polvo es el alfa y el omega. ¿Y si fuera el verdadero dios?

Las ciudades son para quien pueda descubrirlas, en el polvo, en los días oscuros, leer cada uno de sus cambios, sus mendigos, sus niñas uniformadas para ir al colegio, los hombres de traje, los camiones, el tráfico…

Para mí, el frío, la lluvia, los días nublados que he vivido en la ciudad de México, en su Reforma de autos que se deslizan a través de la necesidad y del frío, en medio de abrigos y mujeres gordas que lloran junto a un semáforo y contestan el celular, delante de policías que ordenan el tráfago fuera de sus impermeables, pero nunca dentro de ellos; esos días nublados los entiendo como mágicos, como llenos de un enigma que todavía no puedo reconocer. Recuerdo haberme movido en los días negros del Distrito Federal como se movería un papalote en la mano de un día con aire y a campo abierto. Acostumbrada al calor marcial de la ciudad de Mérida, a ese calor que te hace marchar pegada a los muros, los días grises los leía solitaria, caminando sobre ellos sonriente.

Y como dice el ensayista José Alvarado: Hay ciudades tristes y aun tiempo bellas; ciudades grises amadas por hombres de alma clara; ciudades sucias que ríen con su miseria. Y horrendas ciudades alegres. La ciudad y el día son cosas que cobran la vida que uno le imprime. Es la vida de un hombre la que es triste, no el día, no el escenario.  Un ser que es triste se encuentra melancólico frente a una fuente con tres niños que se han metido a bañar y juegan con el agua sucia y las palomas.  Un hombre alegre ve la limpieza y la posibilidad.

Pero, ¿en verdad es a costa del daño que se deforma la sensibilidad? ¿Puede una ciudad ser la responsable del daño, puede la atmósfera de un día clavar alfileres en nuestro espíritu? Sí. Empero, debiéramos sentirnos afortunados los que pueden sentir el peso de las ciudades, de la lectura de las ciudades, de los viejos edificios, de los mercados sudorosos, de los árboles como cataratas nocturnas en las avenidas. Aquellos que perciben cómo la tristeza se levanta debajo del polvo de los pájaros negros en las plazas soleadas, o como la tranquilidad y la alegría se depositan pausadamente dentro de los basureros mojados de la ciudad; son personas que no se han endurecido, que todavía pueden ver más allá del objeto.

Cuando has tenido que hacerte duro para protegerte de la ciudad, de los días, y más que el día y ciudad en abstracto, lo que son, es decir: la gente que se mueve dentro de ellos; entonces ya nada puede tocarte, te has preparado para la indiferencia. El precio es que tú no puedes tocar nada y la indiferencia se ha preparado para ti. Sólo es posible vivir una gran alegría, cuando se ha vivido un gran dolor, como el negro sólo brilla y contrasta, cuando se halla rodeado de blancura.

Y retomando de nuevo a Alvarado: Hay, en cambio, otros hombres. Han comido, a deshoras, un pedazo de pan en la calle. Caminaron en vano mucho tiempo por vías oscuras; sintieron sed sin encontrar mujer, ni sombra, ni abrigo, ni vino. Muchas veces solos en medio de alegre y ciega multitud. Oyeron palabras amargas; su descanso fue en sórdidos lechos y se les pudo ver a las puertas de un hospital.

Y, sin embargo, aman a la ciudad.

 

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