Por Sebastián Rangel Rodríguez
La masculinidad se encuentra en una crisis. Somos la generación que no sabe cómo ser hombre, que no ha madurado del todo. Seguimos siendo niños, somos críos. No sabemos amar ni amarnos. Hablamos desde la razón y no del corazón. Por miedo. El miedo que nos quita la capacidad de desarrollarnos en nuestra masculinidad ontológica. Porque en todo hombre y mujer se encuentran la masculinidad y la femineidad, el yin y el yang. Somos niños temerosos. Siempre en la espera de que alguien nos diga cómo ser, cómo comportarnos. Creemos que todo son juguetes, objetos diseñados para nuestra diversión, un juego eterno. Por eso no nos tomamos nada en serio. No enfrentamos los problemas de la existencia humana, los eludimos, nos desviamos por el camino de las comodidades. Preferimos escapar. Alcohol, drogas, apuestas, fiestas. Los opioides del vulgo.
Escondemos nuestro miedo en una máscara de dureza. Creemos firmemente en el “cuerpo fuerte igual a corazón fuerte” cuando nuestro corazón, ahora, es tan débil que solo lo usamos para bombear sangre, y nada más. No nos damos cuenta de que el corazón tiene mucho que decir y mucho que pensar. En el fondo, queremos tocar y ser tocados. Pero lo racionalizamos en juegos de poder. Cosificamos. Fetichizamos a las mujeres. Nos creemos dueños de todo como resultado de la carencia de amor que impera en la sociedad. Somos la generación de los niños eternos. Hombres inservibles. Corruptos. Inmaduros. Nuestros padres jamás nos enseñaron a ser hombres porque tampoco recibieron eso de nuestros abuelos, y así es como se va perdiendo un concepto, generación tras generación.
Tenemos una visión estereotipada, tergiversada, corrupta, de a quién se le llama “macho”. Ese macho que no es más que un crío lleno de miedo, que se esconde tras una máscara de fuerza, de poder y violencia. Que observa a las mujeres como trofeos y no como almas. No como unión. No con amor. La crisis de la masculinidad es la crisis del amor.
Somos incapaces de entregarnos al amor, porque jamás lo hemos sentido, porque nos lo hemos negado. Porque preferimos escondernos. Recluirnos. Las comodidades del siglo XXI nos han rebasado. Es más fácil quedarnos en casa, en el hedonismo. Descansar. Que salir a afrontar los problemas necesarios para nuestra propia construcción.
Vivimos en un siglo de juicios muy duros. Las redes sociales hacen visibles las imperfecciones de cada uno, mediante estereotipos de perfección. Esta es la raíz de diversas mutilaciones estéticas, uso de esteroides, trastornos alimenticios, y un sinfín de problemáticas derivadas de esta crisis. Un sinfín de escapes que alimentan al sistema, corrupto, que nos gobierna, corrupto desde el individuo e intensificado en el colectivo. No nos damos cuenta de que es precisamente en esas imperfecciones en las que encontramos nuestra identidad, nuestro valor y nuestras pasiones. Nuestra vocación. La era actual es un ejemplo vivo de una crisis de vocación.
Defino la vocación como aquella actividad que se es capaz de desempeñar de manera gratuita. Por pasión. Por amor. Impensable en la actualidad, más que nada por la fetichización y adoración del concepto dinero. Por nuestra persecución de las riquezas económicas. Esto ha tergiversado disciplinas nobles, como la política, la medicina, el derecho, por nombrar algunas. Disciplinas corruptas y mediocres, ahora. Superficiales, banales.
Aquellos que desean convertirse en doctores, abogados o políticos lo desean más por el ingreso económico que representa que por amor a la disciplina misma. Generalizo porque las excepciones no hacen a las reglas. Se persiguen estas disciplinas, nobles de origen, pero corruptas y deformadas por las estructuras sociales que hemos elegido, sin amor y sin pasión. Esta ingeniería social basada en corrupción e inmadurez.
El ser humano, ahora, está ávido de conceptos como seguridad y estabilidad. Conceptos ilusorios. Falsas sensaciones de comodidad. Porque vivimos en una insatisfacción perpetua.
Es el sistema defendiéndose a sí mismo. Creencias repetidas por siglos. Porque se tiene que ser “alguien” en la vida. Somos “alguien” desde que nacemos, pero nos negamos esa identidad, buscándola en el otro, en lo perfecto. Se inventan necesidades vacías. Por eso tenemos vacíos existenciales, porque ignoramos nuestras necesidades reales, muy pocas, por cierto. Enfocamos todos nuestros esfuerzos en acciones y situaciones que solo aportan a nuestra superficialidad, a nuestras máscaras, nuestra apariencia y nuestro ego. Nos falta espiritualidad. Amor. Corazón.
El hombre ya no es hombre. Se ha perdido. La pregunta rigurosa es si algún día se encontrará a sí mismo. Y, si lo hiciera, ¿Viviremos para verlo?
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