El austríaco Gustav Klimt fue probablemente el pintor más reconocido del simbolismo, uno de los movimientos artísticos más importantes de finales del siglo XIX. El estilo marcadamente ornamentado de sus obras se puede apreciar en las que probablemente sean sus pinturas más conocidas, El beso y El retrato de Adele Bloch-Bauer I (también conocido como La dama dorada), ambas terminadas entre los años de 1907-1908.
Buena parte de la producción de Klimt fue confiscada a diversos particulares cuando los nazis ocuparon Austria, algunos de esos cuadros se perdieron en la guerra y otros quedaron en manos de museos como el Belvedere de Viena.
La dama de oro (Woman in gold, 2015), es el segundo largometraje del británico Simon Curtis, después de su tibia adaptación del icono pop en Mi semana con Marilyn (My week with Marilyn, 2011). Basada en los testimonios de Maria Altmann y del abogado Randy Shoemberg, se reconstruye el caso legal en el que la propia Altmann, una octogenaria judía nacida en Austria pero nacionalizada estadounidense, demanda al gobierno austríaco por la devolución de cinco obras pintadas por Gustav Klimt, que fueron sustraídas de su hogar en Viena durante los turbulentos años de la Segunda Guerra Mundial. A pesar de la tibia recepción de la prensa internacional, la cinta se las ha arreglado para convertirse en un éxito mediano en territorio estadounidense.
Y es que La dama de oro cuenta con una serie de elementos que suele adorar el público de la tierra del Tío Sam: la historia de los opuestos que se mantienen unidos para lograr una meta (la anciana irritante y el joven abogado), la lucha del débil contra el fuerte (la susodicha pareja contra todo un país), una historia sobre el horror del régimen nazi, además de una apología al sistema de justicia estadounidense, siempre al pendiente de los desvalidos… puede funcionar para algunos, pero para otros resultará una fórmula gastada y anodina.
A la dificultad de aterrizar un guion saturado de tecnicismos legales, Curtis debió añadir el reto de rodar en tres diferentes países (Estados Unidos, Austria y Reino Unido), además de dos idiomas distintos. Y aunque no resta importancia al valor que representa la justicia para las víctimas de la Segunda Guerra Mundial, el director describe su filme más como “una carta de amor a la política de migración estadounidense”, la cual permitió que dos personas sin nada en común, además de su origen, pudieran unir fuerzas para enfrentarse con su pasado.
Pero las buenas intenciones de Curtis se topan con inexactitudes y clichés de todo género. Por mencionar solo un ejemplo, fue el periodista austríaco Hubertus Czernin (Daniel Brühl, el alemán favorito de todas las películas hollywoodenses), quien indagó e inició el caso de restitución de las obras, y no Maria Altmann a partir de unas cartas de su hermana, como se plantea en la versión cinematográfica.
Hay quien dice que la interpretación de Helen Mirren salva la cinta, pero ni ella, ni mucho menos un actor de mediano calibre como Ryan Reynolds, puede ser capaz de levantar un relato tan desapasionado, tan aburrido como el juicio que relata. La dama de oro se regodea en su previsible desenlace machacándonos en todo momento con su enfoque sensiblero. Se promociona con el eslogan de “La justicia es invaluable”, pero el retrato de Adele Bloch-Bauer se vendió en 135 millones de dólares en una subasta en Nueva York en junio de 2006.