No es sencillo mantener a la felicidad como una constante en la vida, y aparte de no ser sencillo, resulta sumamente impráctico. No obstante, la modernidad de una sociedad que ha pisado el acelerador y parece que le dio un calambre o que simplemente no conoce los frenos nos empuja a buscar estrategias para que la llamada “felicidad” esté siempre ahí, a nuestras órdenes.
Habitualmente pensaríamos que, para lograr que la felicidad (o por lo menos su concepto) sea una permanente, bastaría con repetir una práctica onanista hasta donde las limitaciones físicas lo permitan. Sin embargo, las repercusiones por el desgaste anatómico tarde que temprano nos alejan de esa ilusión, entonces se optaría por usar medicamentos (legales o ilegales) para poder controlar, mejor dicho “evitar”, a la angustia. Aunque esto también es impráctico en distintos sentidos cuando no se trata de un problema médico, sino lógico. Así, utilizamos una medicina más sencilla: la ilusión.
En un cuento de Bruno Traven, un indio (que, en los relatos del polaco, siempre son seres sumamente ignorantes y tercos) acude a la casa de un estadounidense que vive en la comunidad desde hace un tiempo, y al que se le ha hecho la fama de brujo por tener aparatos extrañísimos para observar las estrellas, para ver a lo lejos por “dos tubitos pegados”, y por curar a gente con pastillitas.
El indio va a reclamarle al supuesto brujo porque su esposa desapareció y exige que le diga dónde se encuentra. Evidentemente, el estadounidense no lo sabe, pero el indio lo amenaza de muerte, y ante esa oferta nada podía hacer el extranjero. Así, el médico saca los binoculares, hace un ritual absurdo, una especie de baile ?en una escena bastante irónica donde un mexicano está sorprendido por ver a un gringo zapateando para pedirle a los astros la respuesta?.
Al final, el estadounidense le dice que su esposa se encuentra a muchas leguas de distancia, por lo que tardará meses caminando, el indio saca deducciones sobre el responsable del rapto de su compañera y va corriendo a rescatarla. De esa forma, se alejó con un propósito y el estadounidense conservó la cabeza sobre los hombros.
Esto viene a cuento porque aun cuando los citadinos de este país subdesarrollado nos presumimos como seres alejados de las supersticiones, buscamos a brujos (igual, muchas veces gringos) para que nos ayuden con nuestros problemas (financieros, metafísicos, interpersonales…), solo que ahora les llamamos coach.
Muchas personas, en algún momento, quizá en un día de asueto, despiertan y sienten un vacío, entran a redes sociales y el vacío está ahí. Limpian la casa porque “así se ordena la vida”, reacomodan muebles, ponen su playlist “para subir el ánimo”; abren las ventanas para que el sol entre, y no pintan sus casas de tonos tristes.
Pero el vacío sigue ahí. Escuchan su horóscopo, solo el suyo, el de los demás no importa, a menos que diga “Tauro, hoy le romperás la madre a Leo”. En ese caso, seguramente Leo estará atento a todos los signos, pero eso nunca pasa. Y sin embargo, el vacío sigue ahí. El eterno cuento del dinosaurio se vuelve una maldición que advirtió Monterroso.
En el momento en el que denominamos al vacío como “tristeza”, la perspectiva cambia totalmente. El vacío es difícil de descifrar y la depresión resulta complicada (si no es que imposible) de vencer, pero a la tristeza se le ve como un enemigo débil.
Algunas personas se acercan a libros, podcast, películas y a los asesores de vida.
Esos llamados coach de vida son figuras extrañas, seres que insinúan que una personas es idiota y seguirá siendo idiota a menos que pague sus honorarios o compre sus libros, en cuyo caso dejará de ser idiota.
Hay algunos que manejan “vibras”, los que sugieren que se haga amistad con gente poderosa y se aleje de la personas con “mentalidad pobre”. Brindan, a módicos precios altruistas, una medicina similar a la que el gringo le otorgó al indio.
Este no es un fenómeno tan reciente, pero las dimensiones a las que ha llegado requieren atención, pues ahora hay coach de vida que aseguran que no lo son, pero actúan igual. Sin embargo, aunque algunos pequen de modestia y mejor se reclasifiquen como “rompedores de burbujas ilusorias” todos coinciden en algo: crean frases que las presumen como axiomas.
Hay una lista extensa de frases y reflexiones en internet o inmortalizadas en conferencias y coloquios, o plasmadas en la voz de personajes de libros, aunque no siempre sabemos quién es el autor real de aquella reflexión. Hay desde las que rezan Cuando deseas algo, el Universo conspira para que realices tu deseo (también depende mucho de la traducción, claro). Luego de leer una frase así, nos vamos, igual que el indio del cuento, con un propósito, inspirados.
Hay otras frases que senseis usan para abrirnos los ojos: Dejarás lo bueno cuando conozcas lo mejor. Deben ser sencillas ante todo.
En esencia no habría problemas al usar estas unidades lingüísticas que alguien escribió para que no se perdieran como lágrimas en la lluvia. No obstante, a veces las buscamos como instructivos de vida y nos matamos trabajando porque debemos trabajar duro mientras los demás duermen. Pero después del primer preinfarto nos damos cuenta que si no duermes, alguien más vivirá tus sueños. Y nos sumergimos en un mar de instrucciones sin sentido y sin objeto, y todo para vencer a ese enemigo que espera cualquier descuido para aparecer: la tristeza.
En otros casos, estas frases suelen ser arbitrarias, por ejemplo, un padre o madre de familia se inclinará por una leyenda que diga algo como Un padre sabio alegrará a su hijo con disciplina fundamentada en el amor y la firmeza. Y se la enviará a su hijo acompañada de una imagen de una familia feliz. De esta forma podrá justificar la paliza que le dio a su hijo por tomarse la Coca-cola del refri.
Como dije, nos encontramos al vacío como enemigo, y a este, para reducirlo a un nivel entendible, le llamamos tristeza. Nos hacemos de aliados (costosos aliados) y lemas para ir bien armados y enfrentarnos a esa sensación que nos aprieta el pecho porque simplemente recordamos algo de nuestra vida que nos hizo sentir mal. Todos somos susceptibles a caer en el juego de las frases, pero… ¿qué pasaría si esa sensación no fuera un enemigo?
¿Y si estuviera bien sentirnos mal de vez en cuando, sentir angustia o extrañar a alguien? A fin de cuentas los placeres y las esperanzas pierden sentido eventualmente, ya sea porque se realicen o porque se olviden. Para ejemplificarlo usaré una frase de Rainer Maria Rilke popularizada en una película (ven como todos somos susceptibles a caer en el juego de las frases): Deja que todo te acontezca, la belleza y el horror, pero sigue adelante. Ningún sentimiento es definitivo.
Y si eso no funciona, descuiden, porque estas frases que no son ni buenas ni malas sino curiosas abundarán, y de esa forma, cuando nos encontremos dubitativos, siempre podremos decir “Es sin miedo al éxito, papi”.
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Imágenes: Bine Rodenberger