ALGÚN DÍA MI GATO COMERÁ SANDÍA
Omar Arriaga Garcés
Al contrario de lo que muchos desean, no quiero vivir eternamente. No quiero ser inmortal.
Tampoco quiero vivir los 120 años del Matusalem de La biblia.
Quiero el tiempo para entender, para entenderme. Nada más. Lo que sea justo, lo indispensable. Aunque sospecho que el tiempo que me ha sido dado difícilmente bastará a labor tan titánica.
Por algo escribe el filósofo Émile Cioran que todos morimos jóvenes. Creo que a nadie le es suficiente el tiempo.
Apenas suponemos que hemos empezamos a conocer algo cuando ya surge otra línea de sombra más vasta a la que también es necesario descorrerle el velo.
En cuanto poso la mirada sobre algún objeto del mundo, ese objeto deja de ser, de existir por sí mismo. Tengo la consciencia de que soy yo quien lo mira y sé que si nadie más lo mirara podría desaparecer.
Confundo mis propios pensamientos con las cosas, con eso que llamamos realidad. Pienso algo y aquello en lo que pienso va contenido en el flujo de mi pensamiento.
Me concentro en algo y aquello en lo que me concentro viene dado por mi consciencia. Es un milagro, magia pura. Y el milagro más grande es que casi nadie lo note.
No obstante, que sea consciente de esa espiral de pensamiento guarda también un significado igualmente portentoso: nunca terminaré de conocer el mundo ni de visitar todos los rincones de mi alma.
Sé, por tanto, que hay una eternidad mucho más inmensa que aquélla en la que hemos creído desde pequeños cuando el padre hablaba de la condenación y de los infiernos.
Todos sabemos dentro de nosotros mismos sobre nuestra eternidad, aunque nadie se atreva a decirlo.
Es tal vez eso lo que nos causa tanta irritación en cuanto nos hacemos conscientes de que vamos a morir.
Porque la muerte y la eternidad no deben estar peleadas. Y desde aquí parecen estaciones de una misma vía luminosa.
Fue Elias Canetti, otro filósofo, quien comentó que si el ser humano es un miserable propenso a hacer el mal, es porque sabe que va a morir, porque tiene consciencia de su propia finitud en este mundo.
Si no hubiera muerte nadie tendría necesidad de ser malo ni de hacer el mal, expresa. Y Canetti va más allá: propone que si los seres humanos supieran la fecha exacta de su muerte, serían más desgraciados; más protervos.
En una obra de teatro de cuyo título no me acuerdo, Canetti desarrolla las vicisitudes de una serie de personajes, quienes llevan puesto un letrero sobre la frente en el que se consigna la fecha de su expiración.
En cada caso todos pueden verla, salvo el propio personaje que va a morir. No en vano el filósofo español Alfonso Sastre formulaba que el conocimiento de la muerte ensombrece hasta el amor más intenso.
Pero es otro filósofo, cuyo nombre no recuerdo, el que sostiene que cuando el amante dice “te amo”, lo que está diciéndole a esa mujer en realidad es: “no debes morir, quiero que tú vivas para siempre”.
Alguna vez una mujer me ha dicho tales palabras. Pero como ya he explicado, la cesación de la muerte, el deseo de inmortalidad, no me obsesiona.
Es algo más terrible.
Suscribe Roberto Calasso que “los acontecimientos más grandes son aquellos de los que se tiene noticia hasta el final”.
Acude a mi mente que quien se vaya de una celebración antes de su desenlace no se enterara de todos los detalles, no sabrá el sentido exacto de lo ocurrido.
No quisiera ser inmortal. En cambio, me gustaría presenciar el fin de este mundo, de esta realidad, el fin de este universo… Estar cuando todo acabe para entender, sólo para entender.
omarastrero@hotmail.com