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La noche dividida: Los Predicadores de la Calle Maniaca

TERCERA Y ÚLTIMA PARTE

Soy el primero en salir del estacionamiento D (costo, 25 dls.) y me subo al coche (costo, 35 dls) que renté específicamente para no tener que esperar un taxi. La calle por donde entré está bloqueada, de modo que tengo que rodear la salida; por fortuna solo hay un auto frente a mí, así que manejar entre la montaña hacia Los Feliz Boulevard es más rápido de lo que esperé.

Son las 22:25. Llego a Los Feliz, doy vuelta a la derecha y sigo hasta Western. En Western doy vuelta a la izquierda y sigo hasta Sunset Boulevard. Los Manics empezaron a tocar a las 22:15. Acelero pero el tiempo no se ralentiza. El reloj marca 22:35. Sigo por Sunset hasta el Centro. Un alto. Una patrulla da vuelta. No me miran, pero su sola presencia me pone nervioso. Verde. Doy vuelta a la derecha, sigo hasta Selma (lará!) y doy vuelta a la izquierda.

Llego al edificio donde debo de estacionar el coche. 22:40. Saco la tarjeta para abrir la pluma, la acomodo junto al aparato que se supone debe recibir la señal para que a su vez envíe la señal a la pluma y ésta pueda abrirse y me deje entrar. Obviamente, la tarjeta no funcionaba. Carajo. ¿Cómo podemos, los humanos, seguir reclinándonos en la tecnología? Marco el botón de ayuda y no responden. ¿Cuántas canciones habrán pasado ya? Marco de nuevo y responden. Pregunto qué hago si no funciona la tarjeta. Solo saca un boleto, me dice el operador con tono de ‘duh, idiota’.

Sí, lo mismo pienso: ´duh, idiota, deberías dejar de seguir las instrucciones de la compañía que te rentó el coche y tener más sentido común. Estaciono el coche, corro al elevador. Meto mi póster enumerado en la mochila y salgo a Vine. Camino casi trotando a Hollywood Boulevard y cuento las canciones que posiblemente ya hayan tocado. Ninguna de mis favoritas, al parecer. 22:45. Lisa, una amiga que vendrá al concierto, me manda un mensaje diciéndome que ya está ahí. Corro para cruzar la calle, frente al W, frente al Frolic Room. Un grupo de estúpidos adolescentes borrachos pasan a mi lado, uno grita emocionado diciendo que es sábado, otro me grita advirtiendo que no voy a alcanzar mi camión. Si tan solo supieran.

En la última cuadra antes del Fonda, sobre Hollywood Blvd. observo a un par de policías motociclistas interrogando a un grupo de jóvenes al interior de un coche. De este lado de la calle, dos o tres personas graban la escena con sus celulares. Ahora todos tienen cámaras y youtube. Ahora cualquiera puede ser el héroe que denuncie a un policía que disparó a un hombre desarmado. Al fin llego al Fonda Theatre. Saludo a Lisa y entramos. La mochila pasa inadvertida.

El dulce sonido de los Manics se escucha al fondo. A la sala de recepción le sigue una barra. Al otro lado, el escenario. Compramos dos whiskys y nos hundimos entre el poco público que vino a acompañar la leyenda galesa. Hay bandas cuya discografía puede ser disfrutable de principio a fin. Para mi gusto y mi poco conocimiento musical, los Manics no sería una de ellas. Yo pondría a Led Zepellin como una de las pocas. Empero, los Manics tienen canciones entrañables, canciones que todos los días suenan en mi playlist. Una de ellas es el famoso cover que hicieron al tema de M.A.S.H., Suicide is Painless (El suicidio no duele).

La poca afluencia al concierto me es inverosímil, en comparación con su multitudinario concierto que ofrecieron el año pasado en Glastonbury. ¿Será que aquí no es Inglaterra? ¿Será que el post-punk galés no pisó estos terrenos? ¿Será que en Los Ángeles todo era Glam Rock en los 80? Mis preguntas son inocentes y las respuesta obvias.

Empero, el puñado de personas, unos cuantos cientos, gritan y corean con el entusiasmo de un aficionado brasileño viendo jugar a su equipo, con la religiosidad de un sacerdote, con la fidelidad que solo los verdaderos fans conocen. Cerca del escenario, un abandonado chaparrito ondea la bandera de Gales como si estuviera en la final de la copa del mundo. Decía Jacques Vaché que no hay nada que aniquile más a un hombre que el hecho de ser obligado a representar a su país. En este caso, el chaparrito galés está más vivo que nunca. Y los Manics también. También están más vivos que nunca los pocos cientos reunidos. No podrían pedir más los Manics. Mientras reviso el probable playlist, llega por fin una mis canciones favoritas, de esas que escucho todos los días. Motorcycle Emptiness (algo así como, el vacío del Motociclista:

Las cervezas y el whisky con coca hacen efecto. Cantamos todos, el aliento sale como un grito catárquico, desolador y a la vez, esperanzador: Under neon loneliness, motorcycle emptiness….

La canción que sigue fue un himno que el mundo no supo escuchar: If we tolerate this, our children will be next (Si toleramos esto, nuestros hijos serán los siguientes). Nada más triste y cierto. El Fonda parece ser el escenario perfecto para venir a recordar las esperanzas rotas, algo más triste que el tiempo que se fue. Hace unas semanas aquí mismo vi otra banda (para mí) clásica: Bad Religion. Ambas nacieron con pocos años de diferencia (1979, Bad Religion; 1986, Manics) y ambas trataban de decirle a aquellos jóvenes que el mundo se estaba convirtiendo en un monstruo que nos devoraría. Y no escuchamos. Y nos devoró.

James Bradfield, cantante y guitarro, tiene una estilo casi inimitable, suicida: salta y grita y parece que en cualquier momento va a caer fulminado. Cada canción parece ser la última. Este concierto parece ser su último concierto. Tiene 46, tiene pinta de de 56 y salta como si tuviera 26. Sus primeras influencias fueron The Clash y Guns N Roses, de modo que en algún momento se atreve a hacer un pequeñísimo tributo y canta los primeros acordes y versos de Paradise City. Entonces viene el temblor. No de los que suceden a diario en California, sino el temblor del Fonda. En mi tercera visita, es la primera vez que lo siento. Estos pocos cientos lo hacen temblar, saltando con You love us. El canto ya no sale de otro lugar que del fondo de la memoria, de la juventud que se fue, de los que tienen alma:

We won’t die of devotion / No moriremos de devoción

Understand we can never belong / Entiende, no podemos pertenecer

Throw some acid into your face / Te aventaré acido en la cara

Pollute your mineral water with a strychnine taste / Contaminaré tu agua mineral con sabor a estricnina

Se despiden de Los Ángeles como esos extranjeros que sí reconocen su origen: Somos los Manic Street Preachers, somos de Gales, y vamos a cantar… A design for life (Un diseño para la vida). Se cierra el telón de este pequeño gran espectáculo. Sin luces ni gran escenografía, solo unas mantas que nos hicieron sentir en el interior de una cueva.

¿Seremos, tal vez, los hombres escondidos en la caverna de Platón? Así se retiran los Manics, la olvidada voz de Gales, la que quería que el mundo fuera otro, como tantos quisieron y tal vez aún queremos: «Las bibliotecas nos dieron poder, luego el trabajo vino y nos liberó… ¿qué precio pagamos por un pedazo de dignidad? / Quisiera tener una botella, en mi sucia cara, para curarme las heridas, para enseñarles de dónde vengo. / No hablamos del amor, solo queremos emborracharnos. Y no tenemos derecho a gastar, mientras nos dicen que este es el final…»

PRIMERA PARTE: EL SERVICIO POSTAL Y CHARLES BUKOWSKI

SEGUNDA PARTE: THE DECEMBERISTS

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