PRIMERA DE TRES PARTES
Es sábado, 2 de Mayo. Son casi las 10 a.m. El día ya se ha calentado desde temprano. 27 grados en el termómetro. Si hubiera una forma de medir con un termómetro la diferencia entre el calor con asfalto y el calor del desierto, estaríamos experimentando un calor asfáltico de 35 grados.
Por la noche, dos conciertos que se pisan uno con el otro. El primero, The Decemberists, originarios de Portland, probablemente la ciudad más hippie de Estados Unidos. The Decemberists, como pocas bandas, no solo componen canciones; también cuentan historias, a veces adaptan cuentos. Como ellos, pocas bandas se preocupan por una narrativa que sea musicalizada. Este es el primer plato de la noche. El segundo es Manic Street Preachers, la famosa banda Galesa, quienes sorpresivamente no han vendido todos sus boletos para el concierto de hoy. ¿Será que no son tan famosos? ¿Será que la razón es el nombre de su tour: «The Holy Bible tour» (El Tour de la Santa Biblia)? Esta noche es famosa en el mundo por presenciar la «pelea del siglo». Hoy por la noche lucharán Pacquiao y Mayweather. Soy de los pocos que desprecian el box. No entiendo como Cortázar o Kubrick lo amaban. Será que ellos veían otro box, será que eran otros tiempos, antes de que los boxeadores como Mayweather usaran protectores dentales hechos con billetes de cien dólares.
Es casi mediodía. Escucho la frescura desenfadada de Chava Munguía e Iván Salazar en «Los clásicos del Rock» de Radio Nicolaita. Si algo echo de menos es el ambiente sabatino en Morelia. Los tiempos se reducen, el pulso baja y parece que la ciudad es recorrida por una tibia calma… ¿o serán así los sábados en todo México? ¿Será como cantaba Chava, no Munguía pero Flores? En Los Ángeles los sábado son distintos. No tienen frescura, no parece disminuir el pulso. Ninguna calle cerca de mí parece saber lo que significa «calma». Tal vez los domingos sean un poco menos agitados. Tal vez la Autopista 101 no ve los 321,000 coches que la transitan diariamente. Tal vez los domingos solo circulan 320,000.
Termina el infame programa de radio y salgo al ardiente Ventura Boulevard. La mitad del día (es decir, no el comienzo, sino el preludio al verdadero resto del día) me sorprende con una pelea con la señora que atiende la oficina del correos. Mientras espero que la señora me diga cómo es que tengo que hacer para enviar un dvd de mi película a Tijuana, hacer un «certificado de origen», cómo es más difícil enviarlo como regalo y toda esa estúpida avalancha de requisitos de los cuales el gobierno siempre presume, estoy al mismo momento enviándole un mensaje a quien va a recibir la película en en Tijuana.
La empleada de correos, que parece tener encima unos 50 años de amargura y una horrible plasta en las mejillas, me «regaña» y dice que no use mi teléfono y le ponga atención. Le respondo qué, a diferencia de otros, yo sí puedo hacer dos cosas al mismo tiempo. No recibe muy bien mi sarcasmo. Sigo esperando la información por mensaje y la señora arremete de nuevo, diciendo que tiene clientes esperando y que no use mi teléfono. Me río. No recuerdo cuándo fue la última vez que alguien me regañó por usar el teléfono.
Tal vez alguna ex-novia. Tal vez aquella mujer policía que sospechó que la estaba grabando en secreto con mi celular, lo cual era cierto. Por mensaje de facebook me dicen que no mande el paquete, que es mejor hacerlo vía internet. Yo quería darle preferencia al contacto humano, a los viejos tiempos del servicio postal, pero 60 dólares y un ‘delay’ de un día no valen la pena. Le dejo los formatos a la señora amarga en el mostrador, doy la vuelta y me regreso al sol de los 30 amables grados de Studio City, California. Dios maldiga la burocracia.
Toco base en mi casa, tomo una mochila en la que llevo un libro, una libreta y los boletos impresos para ambos conciertos, además de un boleto para el estacionamiento del Greek Theatre, donde se presentarán The Decemberists. La logística es la siguiente: tomar un par de cervezas en Hollywood, tal vez en algún bar que haya frecuentado el eterno Bukowski. Recoger el coche rentado en el estacionamiento de Vine Street. Manejar al Greek Theatre, ver el concierto y en cuanto termine el concierto, correr al coche, manejar como alma que lleva la migra, estacionar el coche en donde lo recogí y correr al Fonda Theatre, que está a tres cuadras. Pero… ¿por qué el plan, por qué tanta neurosis? Es muy sencillo: The Decemberists terminan sus conciertos con The Mariner’s Revenge Song (La canción de la venganza del marinero), su canción más famosa y, probablemente, su mejor canción. Y, aún no sé por qué, esta canción que me provoca muchísima nostalgia, emoción y coraje.
Seguramente por el ‘background’ de Colin Meloy, cantante y compositor, egresado de literatura; o tal vez por que esta canción es un guiño a Moby Dick. La historia cuenta como un niño pierde a su madre en manos de un (entonces) joven seductor que la deja en la ruina. En su lecho de muerte, la madre le pide al hijo que lo vengue, «amárralo a un poste, rómpele los dedos» dice la madre. Así, el hijo persigue al hombre que le causó la ruina, hasta que lo encuentra como capitán de un barco. Se embarcan y una noche, mientras el marinero limpia sus fusiles, el barco se sacude.
Una ballena devora el barco. Así llegamos al inicio de la canción, cuando el marinero le explica al capitán, mientras están en el interior de la ballena, cómo fue que dio con él. Es una canción inevitable. No puedo irme antes de que canten esa canción y esta es la última del concierto. Por otro lado, los Manic Street Preachers están programados para empezar a las 22:15. Según los ‘setlists’ de sus últimos conciertos, las primeras canciones no son mis preferidas, aunque no quiere decir que no sean buenas. Dicho todo lo anterior, tengo que correr como ilegal para que el tiempo no me caiga encima.
Así pues, llego al primer punto, por ahí de las 6 pm. Es el Frolic Room (El salón juguetón), un ‘dive bar’ de muy mala reputación, justo frente al hotel W en Hollywood Boulevard, vecino del legendario Pantage Theatre. Quiero una Stella. Un señor me saluda. Hola, soy Brian. Hola, soy Adrián, le digo, ¿cómo está? Borracho, me responde. Le sonrío de vuelta. Le hago señas a la mesera, una vieja, blanca, chaparra. Muy vieja. A veces la edad es lo de menos, pero en este caso no parece ser el caso. La señora cuenta billetes, dándole la espalda a los clientes, quienes todos beben, conversan, hacen lo que uno debe hacer en sábado. Decido ir hacia la «bartender». Le grito tres veces «excuse me?».
Por fin se vuelve. Malencarada. ¿Qué podría esperar? me digo. Le pido una Stella. Me cobra, arrebatándome los billetes. Hago lo mismo cuando me da el cambio y me siento de vuelta en el taburete, lejos de ella, cerca del baño y de Brian. Brian intenta ligar con otra señora. Busco alguna foto de Bukowski pero no hay nada. O al menos no la encuentro. Dejo la cerveza casi vacía y salgo a Hollywood Boulevard.
Camino hasta el Pig and Whistle, un bar vecino a otro legendario lugar: El Egyptian Theatre, algo así como la Cineteca de Los Ángeles. La ‘bartender’ es todo lo opuesto a la anterior: joven, hermosa, amable. Ambas, finalmente imposibles. Una de tratar, otra de ligar. Una larga barra de madera recibe las botellas y los platos. Pido un panini y otra Stella. Espero que sean las 7 para ir a recoger el coche. Los turistas van y vienen. Una pantalla exhibe un partido de basket. Otra un partido de golf. Escribo algunas líneas, me tomo la cerveza, termino el panini y pido la cuenta. Firmo, después de recibir mi tarjeta y la mesera sonríe.
Tal vez no soy imposible, me dice su sonrisa. Sonrío de vuelta y salgo a la fragante y encantadora Hollywood Boulevard. Uno se olvida de ver los nombres de las estrellas, sobre todo cuando hay prisa. Esa es la diferencia entre vivir en una ciudad y ser turista: quién choca con quien. Llego a tiempo a Vine Street. Entro al edificio, entro al elevador y bajo al B1. Encuentro el zipcar estacionado, un Golf de modelo reciente. Entro al coche y arranco hacia el primer concierto.