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La voluntad de la ignorancia

Por César Arceo

Hace años leí una reseña, más bien un comentario, que Hugo Hiriart hizo sobre un texto de Pablo Meyer titulado «Genómica». La genómica es una ciencia joven. Apenas en 1953, James D. Watson y Francis Crick posaron para un fotograma junto a una estructura del ADN que habían develado días atrás. La genómica se encarga de estudiar los mecanismos biológicos para entender, predecir y tratar enfermedades. Una muestra de saliva es suficiente para sumergirse en el universo interno que yace en el ser humano.

Así, la genómica puede ayudar, de acuerdo con mi infame síntesis, a responder la pregunta ¿qué es el ser humano? Pero, responder tal pregunta concentra muchas aristas, abre miles de incógnitas. Además, al intentar una respuesta casi siempre recurrimos a repetir lo que alguien más dijo. Como no quiero reincidir en dicho hábito, intentaré exponer algunas ideas que surgieron a partir del comentario que Hiriart hizo. En el centro de ellas está la idea de la voluntad de la ignorancia.

Para explicarla, Hiriart remitió a la obra de teatro Anatol del escritor vienés Arthur Schnitzler. La situación que Hiriart recoge se desprende del primer acto de la obra titulado “La cuestión del destino”. Con este atinado título se presenta como móvil una pregunta por la predestinación. La idea de un plan previo a toda vida ha sembrado la intriga en lo más profundo de las entrañas de la humanidad. Una lista interminable de ejemplos sobre tal fascinación está coronada con la emblemática imagen de Edipo y la esfinge.

Precisamente, en el primer acto de la obra de Schnitzler, el personaje principal, Anatol, se encuentra en una encrucijada: está por escuchar algo que marcará su destino. Anatol discute con su amigo Max acerca de la incapacidad masculina para saber si una mujer le es fiel o no. De acuerdo con el obtuso raciocinio de Anatol (que además representa siglos de misoginia), las mujeres no son honestas por naturaleza. Así, está convencido que su amante, llamada Cora, le es infiel. Ante la inquietud que expresa Anatol, Max le ofrece el recurso de la hipnosis.

Anatol, entusiasmado por disipar sus dudas, acepta. Como si fuera una muestra del destino, Cora aparece y acepta feliz la solicitud para participar en un divertido ejercicio de hipnosis. Una vez suscitado el trance, Anatol parece apresurado por su duda. Excitado, no puede esconder el temor ante la verdad que le será revelada y opta por torturarse antes que herir su orgullo. No importan las formulaciones que su amigo Max realice, Anatol siempre busca una manera de virar el sentido y abigarrar la claridad, haciendo inteligible las preguntas.

Ante tal situación, Max le advierte a Anatol que todas sus objeciones carecen de sentido si es que quiere conocer la verdad. Reconociendo el absurdo, Anatol le pide a Max que se retire de la habitación para que éste pueda hacer la pregunta en privado a Cora. Una vez a solas, Anatol experimenta el vértigo de la revelación y abrumado por la experiencia decide despertarla del estado hipnótico sin haber hecho su pregunta. Prefiere la duda ante la verdad. Esa es la voluntad de la ignorancia.

Dream

La fórmula de la voluntad de la ignorancia no parece ser muy aceptada entre las prácticas de la humanidad. Casi sin excepción, nos afirmamos como seres con voluntad, no dudamos en expresarlo al más mínimo impulso. Sin embargo, la categoría de ignorante es el vestuario maldito que nadie quiere portar. Hacemos cuanto podemos, nos rehusamos a toda costa y anteponemos todos los argumentos para nunca aceptar la ignorancia que, contrario a nuestros deseos, en ocasiones se nos escapa como el aliento.

Así, de manera constante y en secreto, hacemos uso de nuestra voluntad para mentirnos, para escapar de la verdad que parece perseguirnos como un vendedor empecinado. Nos aferramos a la vacilación y en ocasiones preferimos la ingenua esperanza a los francos y desalmados hechos. Parece que le reclamamos a la realidad que no sea humana. Lo nuestro es la incertidumbre, lo azaroso, lo que se mueve por corazonadas, emociones y sensaciones.

Humanizamos al mundo y esperamos idealizados que éste se exprese como si fuera un ramillete de emociones caóticas que armonicen con las nuestras. Humanizamos al árbol, al perro, a las nubes, a los juguetes. Nos responden con hojas, saliva, lluvia y movimientos orquestados. Preferimos la fantasía a pensar. Pensar, como dijo Hiriat, obliga.

En ocasiones entendemos por obligación una forma de coerción. Rehusamos toda sujeción e incluso ciertas responsabilidades. En las habituales ruedas de prensa por motivos pandémicos, podemos atestiguar cómo algunos periodistas hacen uso de todos los recursos posibles antes de aceptar que no entienden a sus interlocutores.

También observamos a toneladas de políticos negando hasta el cansancio las verdades que sus propios actos les escupen como resultados. En las redes sociales, una noticia falsa es más viral que un adelanto médico. Estas actitudes muestran nuestra preferencia para circular por la incertidumbre jugando con ensoñaciones. Freud consideró a Schnitzler como un investigador de las profundidades psicológicas.

En 1922, le escribió una carta en la que confiesa haberlo evitado por una especie de temor del sosia, un tipo de miedo producido por un parentesco extremo. A Freud le producía una inquietante familiaridad el nivel de penetración en las profundidades del inconsciente que lograba el escritor vienés. Sobra decir que Freud estudió y explicó las intrincadas ondulaciones de la vida psíquica, el espacio donde se gesta la preferencia por la ignorancia. Quizá, hay una solución al enigma que eclipsa tanto a Anatol como a la humanidad y puede encontrarse en el diálogo entre Edipo y la esfinge: escucha, aún cuando no quieras.

Imagen superior: Flickr/Sulk

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