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Las ventajas de vivir en el presente

Presente

Una abeja ejecuta un sinfín de piruetas en torno a las hebras de las ramas de un árbol milenario. Posee la agilidad de una escapista. Su código genético almacena esa asombrosa capacidad de evadir, volar, efectuar giros simétricos y asimétricos, defenderse, edificar hermosos panales. La abeja (como el colibrí, como el árbol) cumple su función dentro del engranaje misterioso de la naturaleza. Vive. Transcurre. Deviene.

De esta manera, pienso que la naturaleza está regida por un tiempo lento, paciente, azaroso, tan distinto al tiempo atrabancado al que nos sometemos los seres humanos todos los días. La relojería precisa de la vida. Ahí está. Siempre ha estado ahí; quizás nos aguarda. Late en nuestras sienes.

En su Zaratustra, Friedrich Nietzsche lo ejemplifica cuando describe la metamorfosis del niño: “Es el niño inocencia y olvido, un nuevo comienzo, una rueda que gira por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí”. Una afirmación del instante. El crepúsculo hiende las entrañas de la ciudad. Así tiene que ser. ¿Por qué reñir contra la marcha inexorable de las cosas? El mundo entra por mis sentidos y yo habito en el mundo. Una bella y remota esperanza se posa en mi corazón: Algún día retornaré a la infancia, a la admiración, a la inocencia primigenia. Es un largo y profundo aprendizaje, pero como diría Lao-Tsé: “Un viaje de mil leguas comienza con un solo paso”.

Otro asunto es el pensamiento. A contracorriente de la larga tradición racionalista cartesiana, mi ser va más allá del puro pensamiento. Mi ser son estas manos, estos pies, este pecho, este horizonte que mis ojos recorren. Mi ser es el silbido del viento, las ramas que caen, las piedras que se hacinan formando una valla. Mi ser son esas hojas que tiemblan, esas espigas que se estremecen.

Corro el equívoco de creer que mi ser son puros pensamientos o, lo que es lo mismo, puras fantasmagorías. Una filosofía del presente es, con toda certeza, una filosofía de la corporalidad. Contemplo el ahora para descubrirlo y sumergirme en los latidos originarios del mundo.

Según la concepción judeocristiana, en los orígenes de nuestra estirpe fuimos arrojados del Paraíso. Es cierto. Pero el Paraíso no es algo que esté más allá de este mundo, ubicado en un plano trascendental que nos aguarda. Yo difiero de esa concepción. El Paraíso está frente a nosotros. Es la naturaleza que diariamente pisoteamos. Es la inocencia de un niño que poco a poco prevaricamos con nuestras obsesiones, con nuestros demonios, con nuestras posesiones. Es la tierra que sucumbe a nuestro andar en una orgía de muerte y desolación. Tal vez por eso en uno de sus arrebatos espirituales el genial Dostoyevski escribió: “El hombre es desgraciado porque no sabe que es feliz. ¡Eso es todo! Si cualquiera llega a descubrirlo, será feliz de inmediato, en ese mismo minuto”.

Imagen: Ben Watkin/Flickr

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