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Cómo volverse escritor o emborracharse en el intento

Sartre, Chéjov, Flaubert, y sobre todo el joven traficante Rimbaud, entre claro, muchos otros, decían que el escritor era aquel personaje que dedicaba algunos minutos de su vida al registro escrito de algo, lo que fuese, pudiendo ser un poema, un ensayo, alguna misiva, un cuento o novela, que vendría siendo el resultado de la acumulación de ese tiempo dedicado a la manifestación escrita. 

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Por Jaime Garba

Claro, podemos entender esto de quienes son los grandes maestros de la literatura universal, quienes ya no necesitan hacer nada para que sus obras fluyan desde sus tiempos hasta los nuestros, pero hoy en día, ¿aplicaría esa máxima en un universo literario que parece exige de más glamur, presencia y mercadotecnia? ¿Pareciendo además que lo de hoy es justamente no escribir?

Existen muchos escritores que invierten el tiempo de la escritura, de un trabajo literario en la elaboración de su personaje, el que les representará en las cantinas, en las fiestas o en las redes sociales, platicando las obras que no escribirán dentro de poco aunque estén ya más que corregidas en su cabeza. Hace poco escuchaba manifestar a Xavier Velasco el pesar que le causó que su gran ídolo, Carlos Fuentes, se refiriera como escritores sin libros a todos aquellos parlanchines que esperamos el gran momento, el instante en que despertemos y encontremos otro Pedro Páramo frente a nuestros ojos, ya escrito y listo para el éxito.

Escribir, qué sencillo suena, pero ocioso para los egos de los prospectos a escritores que tras publicar algunas entradas en sus blogs manifiestan cansancio y momentos interminables de preparación antes de llegar a la fama. Por ello, tal vez, el estilo del escritor moderno es retórico, político, culturoso. El formato ahora es el verbal, pero no apelando como los pueblos antiguos al único modo de transmitir algo, sino por mera flojera, como única herramienta accesible que se domina, y que se hace con ella lo que a cada quien se le da la gana. Tal vez esa es la razón por la cual muchos escritores rezongan cuando en los talleres literarios se les pide escribir un cuento de dos cuartillas para tallerearlo. O quizá los nuevos escritores están naciendo perfectos, al grado de que eso explique el por qué todos los autores vivos les parecen malos, como si la presencia y vitalidad de los escritores restara méritos. Ese tipo de literatos saben que nada vale la pena más que ese trabajo que algún día se escribirá, o lo que ya escribieron los muertos, aunque ni de locos piensen siquiera en leerlos: son muchos, y muy difíciles.

Para los que estamos como en la tercera división, nos tenemos que aguantar el berrinche que la ingenuidad puede incitar, sabemos que hay millones de nosotros por encima y no vale la pena perder el tiempo con viborillas que escriben para las novias, los hermanos, los amigos y para sí mismos. Quienes apenas si tenemos alguna columna o hemos publicado algún libro en una editorial independiente nos sentimos condenados a una especie de purgatorio del que nos tendrá que salvar algún escritor famoso, o por lo menos más famoso que nosotros.

El otro día me reuní con un amigo michoacano radicado en el Distrito Federal que ha tenido que pasar los tortuosos caminos que yo en la literatura, pero extrapolados a la región más transparente. Nos reunimos en una cantina cuyos parroquianos son más del tipo de personas que hablan de cosas verdaderamente importantes: banqueros, trabajadores de empresas refresqueras, panaderas, jornaleros, y cuanto hombre se merezca un poco de descanso tras el arduo día laboral. Esto lo contextualizo porque dos aspirantes a escritores que repentinamente al calor de las cervezas, que hablan de locuras como si Bob Dylan o Leonard Cohen son o no poetas, o si los escritores gringos son más estructurados, o esbozos del realismo ruso; son como bichos demasiado raros. Ya habiendo bebido lo suficiente como para perder el pudor, mi amigo, amigo del editor de una famosa revista de contenido para adultos, y quien había llegado ocultando la portada de la publicación  al entrar al lugar, de pronto presumía su pronta y segura colaboración en ella, la cual no se había concretado porque como todos, estaba en la búsqueda del texto perfecto.

Al estar el lugar repleto, nos tocó compartir mesa con un señor de edad madura y un joven quien después de un rato supimos era su sobrino. Cuando mi amigo fue al baño, ambos de inmediato se dirigieron a mí para decirme lo interesante que les parecía nuestra charla. Cuando mi amigo regresó, a quien le encanta el reconocimiento de su ser como poeta, se incrustó en la conversación sólo para dirigirla al enaltecimiento de nosotros, porque en momentos como esos podíamos ser los mismísimos Dos Pasos y Hemingway. En cierto momento el joven observó la revista y mi amigo lo invitó a que la tomara con confianza. Después de hojearla, cuando volvió a dejarla sobre la mesa presumió que él escribía en ella, a lo cual mi moral literaria me obligó a desmentirlo de inmediato, a lo que reaccionó rápidamente diciendo que no, pero que conocía bien a algunos columnistas y que hasta fotos con las atractivas modelos tenía, cosa que demostró en un ágil movimiento de su celular. Si aún no escribía en ella era porque no era necesario, la fama estaba allí, ante los ojos de ese par de incrédulos que lograron la conexión con ese alguien cercano a lo imposible.

Después de despedirnos de tan agradables parroquianos, el mesero que nos atendió se acercó y perdiendo el miedo, quizá porque el joven lo había hecho antes, cautivado por tan bello cuerpo femenino en portada, también solicitó la revista, entonces allí tuve una revelación, entendí que tampoco necesitaba escribir, que ese proceso lento y tortuoso no siempre es necesario, así que los dos, apoyando las mutuas mentiras, afirmamos nuestras inexistentes colaboraciones en la revista y el mesero se retiró a presumir a los demás a tan célebres escritores que compartían su glorioso tiempo y sus mentiras con la gente común y corriente.

Esa fama difícilmente la volveremos a tener, ni siquiera quizá ganando algún prestigioso premio literario. Así entonces termino pensando en la importancia de escribir, su relevancia, por lo menos me queda claro, que uno puede quedar borracho en el intento y con un poco de suerte con una fama efímera pero gozosa.

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