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Llorar los amaneceres que ya no serán

Los días pasaron como si nada fuera a cambiar. Desperté uno a uno en la misma cama, con el mismo canto de las golondrinas, preparando el mismo café matutino en la vieja cafetera italiana, sentándome en el mismo sofá con el libro en turno mientras sonaba alguna pieza en el reproductor. Aunque distintos (el libro y la música), de alguna forma eran los mismos, porque durante casi toda mi vida, sin importar los ligeros cambios que realicé en treinta y ocho años, siempre fue la misma versión de este que soy. 

He dejado atrás todo eso y mucho más en el ímpetu por despojarme del peso de los miedos y la mediocridad. Porque no todos los viajes épicos son para convertirnos en héroes, sino para quizá dejar de sentir la derrota sobre nuestros hombros.

El tiempo se agotó entre despedidas y eventos especiales que deberían anticipar todos aquellos que se marchan a otras latitudes o planos. De qué otra forma pueden quedarse en paz los que se van y los que se quedan sino diciéndose todo lo pendiente y sin deudas de palabras. Lástima que estamos en una ruleta rusa que acciona a cada instante el gatillo de los millones de millones de tambores donde tenemos una bala aguardando en la sien. Lástima que creemos que falta bastante para nuestro turno, sin saber que tal vez el plomo está en el siguiente accionar del percutor.

Volví a casa aquel sábado por la tarde y “lo mismo” pasó a ser “la última vez.” Sería por eso que se me vino de pronto un llanto incontrolable enfrente de mi hija. La última vez que estaría entre aquellas paredes que resguardaron mi locura y obsesiones, pero también mi paz y sosiego. La última vez que pasearía entre los libros de mi biblioteca, la última vez que dormiría en aquel colchón ya un poco duro y que compartía con mis gatos. La última vez con ellos.

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Los abracé y lloré mientras me miraban con esa serenidad envidiable que poseen los mininos. Acaricié cuantas obras pude y les dije adiós a mis libros que me curaron tantas heridas y que permitieron siguiera asido al barco hasta en las peores tormentas. Mientras metía las últimas cosas en la maleta mi hija comenzó a llorar porque no pude evitar decirle cuánto me dolía dejarla no sólo a ella, sino a todo lo que representaba mi vida. 

Cuando nos dijimos adiós me dio un abrazo ligero mientras yo la sujetaba con fuerza y respiraba cuanto podía de su aroma para llevarlo conmigo hasta donde el olfato fuera capaz de retenerlo.

Di media vuelta y espeté un “ahorita nos vemos” como cuando iba a la tienda por las cosas para la comida o por unas cervezas. Subí a la camioneta y avancé lentamente en medio de la llovizna. A los pocos metros la desesperación me habitó. La voz de la locura pedía a gritos que diera media vuelta, aquello no podía ser posible. “¿A dónde carajos te diriges y por qué? ¿Para qué abandonas todo lo que has construido en pos de la incertidumbre?”

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Su poder casi me hace virar, sin embargo, el pie siguió en el acelerador entre llanto y gritos a la deidad. “¡Dios, dame fuerza para sobrellevar esto! ¡Dios, dame fuerza, te lo ruego!” Juro que sentía una daga atravesada en el pecho y el deslave de los peores pensamientos. Aún así seguí. Entonces fue que los vi y una nostalgia paradójicamente calmó mi crisis. Miré los campos de cultivo, los árboles, los cerros y las nubes que cada mañana camino a mi antiguo trabajo me regalaban una estampa de cielo anaranjado y una danza de ramas sutil con un fondo inmóvil que despertaba en mí una gran inspiración.

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Al carajo las derrotas del ayer y lo incierto del presente. Durante aquel par de minutos que recorría ese tramo, la belleza era la única constante. Tampoco ese cuadro vivo lo vería, empero lejos de agudizarse la tristeza, experimenté la esperanza de que en la gran ciudad también se me concedería la gracia numen para salir a la nueva atmósfera. A los fines que me llevaron a tomar el autobús a la media noche con una mochila y una maleta cargada con apenas algo de ropa, libros y cuadernos para documentar la vida. 

Llegué a las seis de la mañana a la Central del Norte. Me persigné frente a la virgen de Guadalupe a la que todos los creyentes llegan a darle gracias o encomendarse. Tomé asiento sobre una banca fría intentando leer una revista para luchar contra el sueño. Estaba en espera a que el tiempo pasara rápido para, a las ocho de la mañana , ir al departamento que sería mi hogar durante algunos días antes de comenzar la búsqueda de un espacio duradero. 

Salió el sol y salí yo a esa ciudad tan monstruosa y bella que lo tiene todo. Un universo y lenguaje propio, sus leyes a las que hay que ajustarse o morir. Sentí entonces algo extraño: no estaba allí como el turista que fui tantas ocasiones para pasar una temporada y después volver a mi tierra. En esta ocasión no existía boleto de vuelta y sólo quedaba prosperar sin mirar atrás más que para recordar los motivos de ese valor oculto tanto tiempo en mi interior.

A una semana en la Ciudad de México las cosas marchan bien. Creo que he tenido suerte y quiero pensar que es un guiño del destino diciéndome que aquí debía estar. Sonrío y pienso después de mucho tiempo de sentirme en cautiverio por tantas circunstancias, que existe un futuro prometedor. 

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Imagen de portada: Flickr/Cazucito

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