ALGÚN DÍA MI GATO COMERÁ SANDÍA
Omar Arriaga Garcés
Cuenta un mito africano que Mulukú, el sembrador, hizo dos huecos en la tierra a fin que de ellos brotaran un hombre y una mujer, a quienes instruiría en las artes de la agricultura para que su sustento no dependiera de otros animales; al desobedecerle, el Dios terminaría convirtiéndolos en monos, retirándoles su confianza y depositándola en otros cuadrumanos a los que, a su vez, ordenaría: “Sed humanos”. Es este el origen de la humanidad, según dicha narración del África.
En general, los mitos son relatos a posteriori sobre un comienzo; es decir, se relatan cuando ya ha pasado algún suceso para explicar y fundamentar cómo habría sido ese hipotético inicio de las cosas. Aunque éste trate sobre la creación, quizá no sea tan viejo, ya que los pueblos prehistóricos eran nómadas y la agricultura es un invento de no tantos miles de años.
Por ese indicio de violencia suprimida, donde sólo se menciona que los hombres desobedecieron, o sea que no respetaron a los animales, transformándose en brutos, tal pasaje pudiera ser comparado con aquél de la película 2001: Odisea en el espacio, de Stanley Kubrick, donde dos hordas de homínidos pelean por el control de un charco de agua hasta que una de ellas triunfa mediante la violencia, usando como arma un hueso.
La escena sugiere el primer paso de la naturaleza a la cultura a través del asesinato y el reempleo de un elemento natural para otros fines. No en vano la etimología del término “perverso”, se refiere a alguien “que pone la semilla de la creación en un lugar distinto”. ¿Podría entonces afirmarse que la civilización humana es un prolongado acto de perversión, desde los métodos de alimentación hasta la poesía, las matemáticas o la literatura?
No en balde, en Génesis 1, 26, Dios le confiere poder al hombre sobre las demás criaturas; no por nada al otorgarle el fuego a los hombres, Prometeo funda la institución más vieja e invisible del mundo; más perceptible en la antigüedad y supuestamente menos necesaria al día de hoy: el sacrificio. “Si la sangre no corre, la muerte del animal es inútil, comed al muerto y no sintáis escrúpulos”, diría Prometeo.
Tal noción debía escandalizar a los antiguos hindúes que se estremecían ante la idea de matar una hormiga, pues en la rueda kármica todos estaríamos reencarnando una y otra vez, pasando por ser microorganismos, hormigas o insectos para llegar a ser aves, hombres o dioses: “Cada una fue un Indra en otro tiempo. Pero ahora, tras multitud de renacimientos, cada uno se ha convertido otra vez en hormiga”, dice un niño a Indra, Dios celeste y rey de los dioses. Mas es un hecho que griegos, hindúes, hebreos, mexicas o africanos, todos comían. Como afirma Kundera, en esa fraternidad sangrienta estamos unidos.
Sin embargo, hay una diferencia básica entre comer un animal y torturarlo a muerte. En África, muchas tribus se disculpan tras la caza, lo mismo hacía el hombre de Neandertal, según el mitógrafo estadunidense Joseph Campbell; en Sandokan, novela del escritor italiano Emilio Salgari, el guerrero malayo consuela al león que ha vencido; y aunque la mayoría no lo sepa, la tauromaquia también es un ritual de expiación: al cielo, al toro, a los animales por la humana culpa de comer… un recordatorio de la culpa fundamental que permite tanto la supervivencia humana como la civilización y los rasgos más refinados de la cultura.
Pitágoras atribuía a los animales un alma de la misma sustancia que la de los hombres, por eso Zeus que amaba tanto a los caballos, seres inmortales se creía entonces, sólo se apiada de Patroclo cuando éste muere en Troya al ver lágrimas en los ojos de los caballos del héroe; por eso Nietzsche ve a un cochero que va castigando a uno con la fusta, “va hacia el caballo y, ante el cochero, abraza su cuello y llora”. Imposible que los grupos contra el maltrato animal, a diferencia de los cazadores de ballenas japoneses y nórdicos y estadunidenses y bárbaros de innumerables naciones, duden de la existencia de su alma.
No como el maestro René Descartes, para quien un animal es un autómata sin esencia ni sustancia propias, una máquina viviente, una machina animata; lo cual le debatía John Locke ya desde entonces, al recelar que tal actitud tendría duras secuelas: quienes desarrollan la crueldad hacia los seres vivos, rara vez dejan de practicarla hacia las personas. Lo supo Kundera al vivir la ocupación comunista, como narra en La insoportable levedad del ser: primero torturaron animales, luego personas.
Por si fuera poco, biológicamente hablando, la desaparición de una especie disminuye las posibilidades del hombre. Alejandro Magno contaba haber visto en el mar serpientes de ocho brazos, lo que hoy conocemos como un pulpo, y otros tales monstruos; Leonardo da Vinci se inspiró para los diferentes vehículos aéreos que diseñaría en el vuelo de las aves, por supuesto, expresando que así como las ondas del agua formaban ángulos que reflejaban el movimiento, en el aire debían formarse vértices semejantes…
Y aún queda algo por relatar: hacia el desenlace de la gran epopeya de la India, el Mahabharata, Indra ofrece su carro de oro a Yudhisthira para ascender al cielo. Yudhisthira, sobreviviente de una guerra descomunal y último hijo con vida del soberano Pandu, ha sido el único de los cinco hermanos que ha conseguido llegar a tal punto y ahora va montaña arriba por el monte Merú, en los Himalayas, para entrar finalmente al reino de los dioses. Después de tan ardua lucha, el ofrecimiento de Indra no parece superfluo.
No obstante, en cuanto el perro que acompaña a Yudhisthira desde el fin de la guerra sube al dorado carruaje, Indra lo baja violentamente de una patada. Yudhisthira se niega a dejarlo, pero el Dios le indica que sus hermanos y su esposa ya le esperan en el cielo: “Ellos están muertos, yo no puedo resucitarlos”, responde Yudhisthira, “este perro está vivo. Nunca podré abandonar a quien tiene miedo, a quien me quiere, a quien es débil y me pide ayuda”. Y al renunciar al cielo Yudhisthira gana el cielo, pues ésa era la última prueba de Indra para que el hijo de Pandu subiera al reino.
Quiera la pesada historia que aún haya esperanza suficiente para la humanidad.
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