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Manifiesto de un sordo para el mundo (bueno, el municipio)

Manifiesto de un sordo para el mundo (bueno, el municipio)

Por Raúl Mejía

 

Un fantasma recorre el mundo… el fantasma de la sordera.

Así es, amiguitos, amiguitas… et al.

Cada vez habemos más sordos asumidos y muchos otros negados a aceptarlo. Así es toda pequeña tragedia. Dicen los expertos que primero se niega, luego da coraje, luego se chilla y, al mero final, se termina murmurando “pos ni pex”.

Como muchos lo saben, tengo la popular costumbre de opinar de casi todo como si supiera del tema en discusión. No importa si es futbol, religión, política y, recientemente, de la Fórmula 1. Normalmente excreto conjeturas con el pulcro e irrelevante entusiasmo de un intelectual en retiro, pero (pongan atención) si se trata de sordera, en eso no los voy a defraudar: sé de lo que hablo porque soy un sordo en franco proceso de completar el ciclo. Mi capacidad auditiva anda por el 50%, pero para fines prácticos es lo mismo. Si usted escucha la mitad de lo que oye, las cosas se tornan muy complicadas… y si el interlocutor trae tapabocas, todo es peor.

Según mis registros históricos, empecé a tener problemas allá por el 2003. En ese tiempo, la mujer de mi vida terminó por abandonar el lecho en donde pasábamos momentos de solaz esparcimiento y se fue a otra recámara porque el volumen de la tele lo tenía -según ella- demasiado alto. Ya bastante amor me demostraba aguantando mis ronquidos como para, encima, escuchar infomerciales a altas horas de la noche. Todo fue en etapas: primero se fue a la recámara de al lado; luego se fue de mi vida cuando encontró al hombre de su vida.

Por mi parte, entré en una fase que José José ilustró en una rola inmortal: “He rodado de acá, para allá; fui de todo y sin medida” negando mi sordera implacable. Al terminar esa fase disipada, alrededor del 2012, me mudé a una cabaña en un cerro de Pátzcuaro. Ahí me la pasaba tranquilo, sin molestar a nadie. Jugando maratón con mis amigos de esa fase feliz, leyendo y filosofando. Una tarde de otoño bajé al pueblo y descubrí que los chicos del Club Rotario andaban promoviendo aparatos para sordos. Me apersoné y salí con mi primer par de audífonos. Mi evolución en ese rubro ha sido tenaz. Mis primeros aparatos costaban, cada uno, dos mil pesos; el actual (sólo uno) cuesta alrededor de treinta mil.

En la bucólica soledad de mi cabaña lacustre y ya asumido como sordo en proceso me topé con un libro cuya trama empieza bien chistosa y termina bien intensa. Su título: Mi vida en sordina. El autor: David Lodge. Si no han leído algo de este autor, los conmino a hacerlo sin demora. Les recomiendo, sobre todo, una novela que se llama El mundo es un pañuelo. Está en Anagrama. Muy divertida. En estas semanas en las cuales el mundo de la academia está pasando por malos momentos, esta novela es un acercamiento irónico, ácido y cachondo, al mundito de los congresos, los seminarios, reuniones de trabajo; el siempre feliz mundo del turismo académico de la mano de un autor que ha disfrutado ampliamente de esas mieles.

El caso es que compré un ejemplar de Mi vida en sordina del buen David Lodge y lo empecé a leer. Reconozco que no es un título afortunado para lectores de habla española, pero el título original es de difícil traducción: Deaf sentence. Como muchos sabrán, entre “deaf” y “death” casi no hay diferencia en la pronunciación.

¿Sentencia de muerte?

¿De plano está tan cañón eso de quedarse sordo?

Luego de unas cien páginas me rendí porque buena parte de “lo chistoso” de la novela radica en esos malos entendidos a los que estamos expuestos quienes nos estamos quedando sordos, y esos malentendidos me resultaban de lo más ridículos al intentar adaptarlos al castellano. Me puse acá bien angloparlante y decidí leerlo en inglés. Eso marcó la diferencia.

El autor, de una vez les chismeo, escribió el libro cuando asumió que se estaba quedando sordo. Novelar su experiencia fue una forma de exorcizar demonios y depresiones.

Desmond Bates, el protagonista, es un profesor que se jubila y no sabe qué hacer con el tiempo libre. Lo que le daba sentido a su vida era la rutina universitaria. La narración empieza muy divertida porque -lo menciona el protagonista- “los sorditos somos el alma de las fiestas”. Cualquiera que esté en ese proceso lo sabe: no escuchar bien y entender algo diferente es muy divertido para los demás, pero no para quien estamos en vías de ser sordos.

La novela empieza jocosa y poco a poco va llevando al lado triste. Es interesante ser testigos de la evolución de la esposa de Desmond (mucho más joven que él) cuyo éxito personal y laboral contribuye decisivamente al declive de su marido. Al asunto de la decadencia física, de la vejez, es algo que sirvió de inspiración a Lodge. Les dejo algunas líneas de una entrevista que le hicieron:

Desde el principio pensé en combinar la experiencia de mi sordera con la del cuidado de mi padre durante los últimos años de su vida. Esto hizo que la novela fuera más seria. De alguna manera pasó gradualmente del tono de una comedia al de una elegía. Como la mayoría de los escritores, compruebo que pienso más en el misterio de la muerte conforme me hago mayor, y supongo que escribir sobre ello es una forma de asumir la mortalidad, pero creo que el verdadero motivo de escribir -y quizá de toda manifestación artística, tenga que ver o no con el tema de la muerte-, es desafiarla dejando en la Tierra algo que nos sobreviva.

El asunto de quedarse sordo es más común de lo que uno supone. No suele ser un acontecimiento repentino. El caso del protagonista de una peli llamada The sound of metal es menos común (la pueden ver en Amazon Prime). Normalmente es un proceso apenas perceptible e invariablemente negado al principio. Con los años las cosas se complican y de eso nos damos cuenta cuando empezamos a ser el centro de las bromas por “estar bien pinches sordos” y ser objeto de comentarios de dudoso buen gusto.

Eso es apenas el inicio.

sordo

Se empieza comprando aparatos baratos y se termina con tecnología de punta en materia de accesorios auditivos que cuestan mucho dinero. Eso ayuda un poco, pero (escúchenlo bien) quedarse sordo no tiene cura -dicen que algunos tipos de sordera sí, pero en general, no.

Aunque la sordera hace que la víctima poco a poco vaya limitando su vida social, también hay fenómenos muy chidos a cargo del cerebro. No sólo la habilidad que se desarrolla para leer los labios -una destreza que termina por ser esencial si se pretende seguir “viviendo en sociedad”. No sólo eso, les digo, sino algo que me tiene asombrado (los ciegos tendrán sus anécdotas, los mancos igual). Les cuento desde la perspectiva de un sordo, no de un experto en sordera.

El cerebro tiene un registro minucioso de cada persona con quien nos hemos cruzado a lo largo de nuestras vidas. A veces de manera intensa y otras de manera superficial. Son cientos, miles o millones de archivos sobre amigos y conocidos con sus respectivos patrones verbales, sintácticos, coloquiales, que utilizan al hablar y que quienes estamos en vías de ser sordos podemos decodificar aun sin escuchar bien.

Me explico: si estoy hablando con Melquiades, Rogaciana, Nicasio o Petronila, por algún oscuro recurso neuronal a mi servicio, sé cómo conjugan los verbos, sé las palabras que utilizarán para estructurar los complementos directos o indirectos; me resulta familiar su forma de armar las oraciones. En suma: su sintaxis me es conocida y sé de lo que están hablando porque uno se repite hasta la ignominia en materia de discurso.

Basta haber tenido -con Fulana o Mengana- un intercambio lo suficientemente rico en morfemas, sintagmas y demás vainas, para que el cerebro active una prodigiosa memoria sintáctica aplicable al interlocutor en turno. Uno termina por saber cómo estructuran sus oraciones las personas conocidas y ya sólo es cosa de constatar que coincide con lo que expresan sus labios.

Pero no es igual si voy al teatro, al cine o a una conferencia porque las personas y personajes me resultan desconocidos en su sintaxis. Si en “la ciencia del Derecho” la jurisprudencia es esencial; en la sordera, la prosodia es su equivalente.

No soy capaz de entender una peli (necesito subtítulos aun en español) y no volveré a ir al teatro o conferencias porque mi cerebro no tiene files sintácticos de quienes están hablando y es una pérdida de tiempo. Basta con toparme con una persona a quien no conozco, para que me resulte prácticamente imposible saber lo que expresa.

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Así empieza el aislamiento de esos infelices ajenos al ruido y de uno depende resistirse hasta donde ello sea posible.

¿Cómo?

Pues luego de agotar los aparatos a los que nuestra economía nos da acceso y que empiezan a ser caros -luego de superar las prestaciones de los que ofrece el Club Rotario- sólo queda a la mano comprar los mejores a nuestro alcance. Es esencial desarrollar el viejo arte de la lectura de labios y -sobre todo-que quienes nos rodean entiendan que no se trata de que nos griten (al menos no en mi caso de sordera).

Tengo la sospecha de que una de las sorderas menos gravosas es la mía. Mi problema es de “contornos”. Me explico: por más que me esforcé, terminé asumiendo que lo más pinche de mi experiencia fue dejar de percibir en dónde empezaban y terminaban las palabras que escuchaba; luego no sólo eran las palabras apelmazadas en mi cerebro, sino grupos semánticos que me llegaban como un engrudo hecho bolas -se oye bien mamón, pero no sé cómo decirlo menos mamón.

Fue cuando empecé a adivinar lo que me decían. Eso hacía más divertidas las reuniones, claro, porque invariablemente contestaba de manera absurda a lo que me preguntaban.

Empecé a participar menos en las charlas.

A nadie le gusta ser “el pinche sordo”.

Recapitulando: todo empezó allá por el 2003, pero fue hasta el 2019 cuando, en un acto de honestidad excepcional conmigo mismo, decidí renunciar a lo que se perfilaba como un “retiro de lujo allende nuestras fronteras”.

Así es, amiguitos y amiguitas. Por allá andaba de profesor. Feliz disfrutando de mi condición de flaneur citadino pero sufriendo como un maldito despellejado cada maldita hora que pasaba frente a los grupos. Era una tortura entender lo que me preguntaban los alumnos.

Creo salí airoso y sin quejas de esa experiencia magisterial, pero me cae que todo tuvo un alto costo personal. Si acaso salí bien evaluado fue por la clásica medida mexicana que se conoce como “por un pelito”. Ello no obstante y por pura decencia y también por ética (ese vocablo tan elástico y al gusto de cada quien) decidí renunciar. Mis empleadores se quedaron con cara de “no mames ¿te cae?” No es fácil encontrar chambas tan cotizadas a nivel mundial y decidir volver a la sede de los tlacoyos, el menudo y los huevos rancheros.

Ser sordo o estar en vías de serlo no está chido y afecta todos los ámbitos de la vida del afectado con ese padecimiento.

Aun entablando luchas muchas veces estériles, uno sigue conviviendo y seguro al final ya no habrá remedio: nos quedaremos hablando solos. Mientras eso ocurre es bueno charlar y que, por piedad, hablen claramente y, si es posible, con cierta lentitud.

No gritar.

ADDENDA

Decidí volver al tema de la sordera porque hace poco más de una semana escribí, en esta revista, sobre mi experiencia al asistir a una obra de teatro en donde no entendí nada.

El texto lo puse en mi cuenta de Twitter y ahí, una asociación llamada Gestos Diversos Teatro puso un comentario: “Tuvimos la fortuna de leer tu artículo en Revés Online. Nos pareció muy acertado lo que escribiste y compartiste. Nos gustaría compartir contigo colectivos y espacios de teatro para personas sordas. Un gusto saber de ti”. Me preguntaron si quería participar en alguna actividad con ellos.

No están ustedes para saberlo, pero yo sí para contárselos: tres padecimientos tienen toda mi solidaridad y apoyo porque los he padecido en sus versiones más culebras: las dolencias renales, la depresión y ahora la sordera.

Si este texto sirve de algo, nomás con eso me daré por bien leído.

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Si alguno de ustedes está interesado en dos de mis libracos, les dejo el link de cada uno.

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*Los mismos sueños húmedos (versión en papel):

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