Ahora que estuve de vacaciones fui a una ciudad provinciana, mucho más provinciana que Morelia.
Después de varias horas de manejar y una vez instalado en casa de los familiares a quienes visitábamos me urgían dos cosas: un cigarro y una mesa de café, así que mi esposa y yo salimos al centro de esa pequeña urbe provinciana en busca de un lugar dónde sentarnos a beber café y criticar transeúntes, a sabiendas de que en el primer cuadro hay tres o cuatro establecimientos que satisfacen los requerimientos básicos.
Entre las cosas que necesito para sentarme en un café puedo mencionar las más básicas: que el local sea agradable a los sentidos –y esto incluye decoración, música, volumen de ésta–, un área de fumadores y que sepan preparar café americano. Es más, soy tan buena onda que puedo pasar por alto la preparación del café americano si el establecimiento tiene lo demás; total, ya urgido de cafeína con un expreso doble me basta. Si a eso le sumamos un servicio de calidad, la propina está asegurada.
Llegamos a un cafecito que a todas luces es el lugar fresa-familiar de esa ciudad enclavada en lo más jicarero de la provincia michoacana. A diferencia de algunos lugares de Morelia en que el aroma a café se siente de inmediato, en ese establecimiento estaba totalmente ausente, lo que me llevó a deducir que el americano sería básicamente té de calcetín y que el expreso estaría como Nescafé cargado, así que opté por un té chai, y mi esposa, fiel a su costumbre cuando el calor no da tregua alguna, el frapuchino con un chingo de hielo.
Nos colocamos en una mesa cercana a la entrada para tener buena ventilación. En la pared, un mural relataba una historia en que una sexy indígena recolecta el grano, un anciano sombrerudo lo tuesta y lo muele y una rubia inverosímil bebe una taza de americano al tiempo que escucha a un gato jazzista (vaya cliché, ¿Aristogatos?) tocar el contrabajo, todo en trazos que me hicieron pensar en un Picasso no tan cubista haciendo una portada para la colección de discos de Putumayo.
Una música muy tenue sonaba a volumen agradable, ese nivel que permite apreciar la música si se está a solas o charlar si se tiene compañía; lo identifiqué como Tears in Heaven, de Clapton, en una versión bosa nova que con otra decoración y mobiliario hubiera propiciado un ambiente muy chill out, como para que el café su hubiera llamado Macondo Lounge (admitámoslo, suena lindo).
A dos mesas estaba una familia: padres jóvenes (de 25 a 30) y niño irritante (de tres o cuatro años). El mocoso quería jugar a las sillas locas con el mobiliario y alrededor de ellos ya tenía un pequeño desmadre. La mamá, una especie de larva obesa, sólo miraba y decía cosas como “’íralo, se va a enojar Mary”, me imagino que la mesera cuarentona.
El padre, de casi dos metros de alto y regordete, simplemente amenazaba con no comprar pastel y el engendro de rizos definidos emitía un sonido tan irritante como cuando se talla una corcholata contra un pizarrón, esa especie de chillido que las crías de troglodita emiten como método de defensa contra la escasa y mediocre disciplina que fingen ejercer una hembra timorata y un macho, aunque fuerte, lento para reaccionar. “Pinche mocoso, ya me lo hubiera chingado”, dijo mi esposa mirando a la madre; “tan grandote y tan pendejo, el chiquillo lo tiene comiendo de su mano”, respondí mirando al padre.
Después de varios minutos de torpeza, la barista al fin pudo preparar el té chai y el frapuchino mientras la mesera socializaba de lo lindo con unas señoras encopetadas que comían pastel al fondo del local. Cuando voy a un café o restaurante hay dos cosas que le pido al mesero: amabilidad y rapidez. Amabilidad no significa que se siente a platicar conmigo, a menos que ya seamos cuates o tengamos mucho tiempo de conocernos (como sucede con el personal del Café del Conservatorio); no voy al café en busca que hacer amigos, esos ya los tengo y sé dónde son sus parroquias.
Asimismo me gusta que si llamo al mesero me atienda con presteza hasta donde los demás comensales y clientes lo permitan, pues tampoco voy a exigir servicio exclusivo en un establecimiento lleno, pero sí que se vea que están trabajando.
Cuando al fin llegó la mesera cuarentona Mary con nuestras órdenes, así, sin más, como si fuéramos grandes amigos, como si le hubiera preguntado, dijo: “Pues huele rico pero para mí no está sabroso”, refiriéndose al chai que yo había pedido. Mi esposa y yo nos miramos mutuamente mientras la señora se retiraba a seguir charlando con sus amigas amantes del pastel y el padre troglodita traía unos Doritos para callar a su crío.
“¡Pinche vieja!”, fue lo único que mi esposa dijo; “tú tómatelo, ya me encargo”. Quince minutos más estuvimos ahí. Cuando la mesera cuarentona Mary llegó con la cuenta que hacía cinco minutos le habíamos pedido adopté la postura más petulante y hostil que pude (no me cuesta mucho trabajo), y mientras ponía en la charola el importe exacto de la cuenta, volteé a verla:
–Usted dijo que no se le hacía “sabroso” lo que yo había pedido, ¿por qué?
–Es que por los ingredientes, es muy sencillo, y además está como muy perfumado…
–Ok, esa es su opinión, que de hecho la voy a meter en la bolsa de las cosas que no me importan, y cuando le pidan, así sea una caca de pollo, usted ofrézcala como la mejor mierda de pollo del mundo, de todos modos el cliente la va a pagar y usted se ganará una propina si lo hace bien. Gracias y buenas tardes.
Y es que así como mi deber como cliente es ser educado con el personal, no maltratar las instalaciones ni el mobiliario, respetar las reglas del lugar (no fumar, no orinar en las macetas, no bailar sobre las mesas, etcétera) y pagar mi cuenta, el mesero tiene la misión de ofrecer al cliente los productos como si fueran lo mejor del mundo, así sea café del Oxxo o vino tinto de garrafa, con amabilidad y una prudente distancia a fin de no traspasar esa barrera cliente-prestador de servicios.
Hay meseros a quienes ya conozco por nombre y me conocen desde hace años, con quienes el trato es cordial y el saludo es de mano, pero ni yo voy a llegar dándoles piquete de ombligo y nalgada ni ellos me van a tratar como compañero de borrachera porque ambas cosas serían faltar al respeto a su trabajo, pero hay otros, como la mesera cuarentona Mary, que no respetan su trabajo y, por tanto, ni en sueños se ganarán una propina.
Por fortuna a esa ciudad de la provincia jicarera michoacana voy más o menos cada seis años, así que para cuando vuelva, espero que la mesera cuarentona Mary ya se haya jubilado o haya abierto una agencia de consultoría culinaria, pinche vieja.
En fin, salud pero por los buenos profesionales de la industria sin chimeneas, como Tobe, Martín, Jorge o La Güera.
Postdata: Por si alguien estaba con el pendiente, el té chai estaba bien chévere, así que la opinión de la mesera cuarentona Mary seguirá en la lista de cosas que me importan un pito de grillo.