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Mi historia en tres partes con Vicente Leñero

He contado tantas veces estas historias que quizá ya están más que distorsionadas, pero cada una contiene la esencia que me hizo amar al maestro Vicente Leñero, al grado de que su partida significa no sólo una gran pérdida para el mundo literario, periodístico y cultural, sino también en mi caso, como sé en muchos, personal.

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Por Jaime Garba

Yo comencé a leer literatura tarde, casi a los dieciocho, antes de ello tenía otros intereses, como la música, por ejemplo. Lo que hoy llena la literatura en algún momento lo hizo el estridente sonido de una guitarra eléctrica y el ambiente de los conciertos y las presentaciones. Por aquellos años juveniles sólo podía pensar en ser un guitarrista famoso y vivir de ello, ese era mi universo.

Había tenido algunos intentos de lectura, todos obligatorios; en la preparatoria mis profesores me dañaron tanto imponiéndome La Divina Comedia, El Popol Vuh y El Quijote, exigiendo tales lecturas en no más de tres días y acompañadas de un resumen de cierto número de cuartillas. Por mi propio bien entregaba los trabajos, pero jamás leí los libros. Hoy en día sigo sin hacerlo por una especie de inconsciente miedo. Si se preguntan cómo lograba la odisea de engañar al experto profesor, era fácil, como lo hacíamos casi todos, leyendo la cuarta de forros a falta del hoy venerado Google y apelábamos a la imaginación para entregar productos que sirvieran por lo menos para llevar la fiesta en paz con las calificaciones.

Leer para mí no sólo era poco atractivo, era despreciable. Aquello habría seguido de no haber sido porque me topé con Vicente Leñero circunstancialmente. En mi casa, su casa, se carecía de libros; sí, una biblia, por supuesto, pero no había novelas, libros de cuentos, ejemplares que me significaran la posibilidad de reconciliarme con la literatura, no, sólo había un ejemplar llamado El Evangelio de Lucas Gavilán que pasó frente a mí un sinfín de ocasiones mientras hurgaba en los cajones y los muebles buscando algo que me hiciera pasar el tiempo.

Una y otra vez mis ojos no prestaron atención al título, pues de inmediato, y gracias a la portada, lo asociaban con un libro religioso. Sin recordar a bien cómo, después de mucho tiempo lo abrí y algo me sujetó de la mente y no me dejó ir hasta la última página. Vicente Leñero había escrito una extraordinaria adaptación del relato bíblico contextualizado en nuestro México de los años 70. Me pareció simplemente extraordinario cómo el tratamiento de la vida de Jesucristo derivó en algo tan cotidiano, tan común; allí entendí que la literatura no tenía que ver con algo ajeno a mí. Fue Leñero quien me abrió las puertas de la literatura y quien me mantuvo allí sin pretensiones.

Ya que me interesé en escribir, él fue mi mejor modelo, quería ser como él, quería escribir como él, quería ser él. Hace tanto de esta experiencia y aún guardo ese libro de 1986, un objeto dos años menor que yo que leo casi religiosamente año tras año y que atesoro, que comparto y que no me canso de citar en conferencias y charlas que fue el libro que cambió mi vida. Ya después leí muchos otros libros de Vicente, y cada uno me ha mantenido en el camino correcto.

Foto tomada de leonmunozsantini.com

La segunda historia que tuve con el maestro ocurrió no hace mucho, cuando solía dirigir un círculo de lectura en el Centro de Integración Juvenil de la ciudad. Era un espacio que disfrutaba porque justo a las cinco de la tarde el sol está ya débil y va pasando a retirarse lentamente. Salir de la oficina además me causaba un júbilo tremendo porque durante un par de horas me olvidaba de los pendientes para concentrarme exclusivamente en compartir mi pasión: leer.

Por todo lo que representaba dedicaba lo mejor de mi biblioteca, aquellos libros que me fascinaban y que confiaba podrían enganchar a más de alguno. Mi emoción no demeritaba mi asertividad, sabía que quienes participaban eran personas en rehabilitación de algún tipo de droga, y no quería fastidiarlos con cosas académicas o complejas, no quería indudablemente cometer el mismo error que cometieron mis profesores conmigo, así que pensaba bien y detenidamente qué ofrecerles, entonces leímos a Rulfo, a Paco Ignacio Taibo II, a Francisco Alejandro Méndez y a muchos otros autores, entre ellos, claro, a Vicente Leñero.

El día que lo hicimos, al finalizar, uno de los asistentes se mostró muy interesado por Los albañiles, título en cuestión. Por el tiempo sólo leíamos fragmentos ante lo vasto de los libros, pero jamás alguien me manifestó que se quedaría insatisfecho sin la lectura completa, pero ese joven, que ya después supe no sólo consumía cocaína sino que la vendía, me lo manifestaba con su mirada. Cuando le pregunté si le había gustado el libro contestó eufórico que sí y me dio muchas razones, mientras en mi cabeza además de emoción existía un dilema, prestar o no el libro.

Sépanse que no soy celoso de mi acervo, pero suelo medir los riesgos, la coordinadora me había advertido que así como un día estaban allí, al siguiente podían dejar el Centro y jamás volver. Además no era sólo eso, aquel libro lo compré con mucho cariño en la FIL Guadalajara en mi primera visita y le doté de un valor emocional mayor. En un impulso acerqué el libro y se lo ofrecí para que se lo llevara. Imaginarán que jamás volví a tenerlo entre mis manos.

La tercera historia ocurrió en la Ciudad de México en el 2011, me encontraba allá por cuestiones de trabajo y buscando en la agenda cultural me enteré de que habría una ceremonia de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua de Ignacio Padilla, en la cual estaría Vicente Leñero. Me parecía la oportunidad perfecta para conocer al maestro en persona, y en el mejor de los casos saludarlo, estrecharle la mano. Llegado el día fui al centro histórico temprano y para matar el tiempo decidí explorar las calles visitando librerías de viejo y algunos museos. Faltaba una hora cuando una fortísima lluvia se dejó venir y que me tocó frente al café Brasil, donde me resguardé con calma, la que se volvió desesperación cuando la tormenta no disminuía y comenzaba a inundar las calles. El momento llegó y seguía aprisionado allí, con la cuarta taza de café. La naturaleza me negó la posibilidad de conocerlo, estaba tan cerca, tan cerca, pero mi chance se frustró y jamás volvió a presentarse. Nunca tuve la oportunidad de estrechar su mano y agradecerle por tanto.

Estas historias son para mí tesoros, anécdotas que jamás olvidaré y que llevo tatuadas en la memoria porque, sin miedo a equivocarme, Vicente Leñero me ha hecho el escritor y el lector que ahora soy. Gracias a él no he perdido la cordura en una sociedad literaria tan ególatra, gracias a él he aprendido que lo único que hay que hacer es tener disciplina y escribir, sin miedo a nada, sin miedo a nadie. Sin su presencia física, su viva voz, sus ideas, un dolor está presente en mi pecho, uno que no se irá jamás pero que sé pasará a ser la insignia eterna que el maestro dejó en mí.

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