La novela cumbre de Truman Capote se llama A sangre fría. No es precisamente un libro de ficción, sino la reconstrucción narrativa de un terrible asesinato ocurrido en 1959 en Holcomb, un pequeño y apacible pueblo de Kansas. Tras escribir este libro, cuyo proceso de investigación periodística le llevó seis años al autor, se inauguró el llamado nonficción novel, subgénero literario caracterizado por llevar al terreno de la ficción acontecimientos ocurridos en la vida real.
El crimen investigado por Truman Capote y la escritora Harper Lee tuvo como víctima a la familia Clutter, compuesta por el señor Herbert y su esposa Bonnie, además de sus hijos Kenyon y Nancy, de 15 y 16 años, respectivamente. Los cuatro fueron brutalmente asesinados por Dick Hickock y Perry Smith, un par de ladrones novatos que ingresaron a la granja de los Clutter porque supuestamente encontrarían muchísimo dinero. Al final, salieron con menos de 50 dólares.
Intrigado por la noticia, Capote viajó a Holcomb y averiguó cada detalle de la familia caída, y luego de que los asesinos fueron capturados, conversó muchas veces con ellos en prisión para tratar de encontrar los motivos que los llevaron a tal atrocidad. Por supuesto, el asesinato de los Clutter consternó a todo Kansas y tuvo mucho eco en gran parte de Estados Unidos. El pueblo era una región agrícola, de gente buena y trabajadora, por lo que el ataque caló hondo en cada habitante y el miedo se apoderó de todos, pues por primera vez se sentían desprotegidos, susceptibles de ser los próximos.
Esa, en muy resumidas líneas, es la historia de A sangre fría. Sucedió entre campiranos buenos, en un país que buscaba el progreso, su propio sueño. Muchos años después, y en otra parte del mundo, no tan lejana de Kansas, a diario ocurren crímenes a sangre fría, actos de crueldad que se salen de todo entendimiento pero que por alguna oscura razón ya no causan mayor impacto.
El pasado 3 de mayo la prensa michoacana dio cuenta de un asesinato ocurrido en Morelia. Con el aparente móvil del asalto, sujetos que hasta hoy permanecen prófugos de la justicia ingresaron a la casa de Benjamín Alegría y Pilar Valera; él un ingeniero en electrónica y ella la directora del colegio Khepani, reconocida escuela ubicada sobre la avenida que alberga al monumental acueducto de la capital de Michoacán. Según la crónica de la Agencia Esquema, los asesinos habrían ingresado a la casa en la madrugada del viernes, pues a eso de las 6:00 horas fueron encontrados y reportados los cadáveres. En ese hogar también estaban presentes los dos hijos del matrimonio, quienes afortunadamente salieron ilesos y al parecer no se dieron cuenta de cómo privaban de la vida a sus padres.
El método utilizado para consumar el crimen fue una ruin golpiza; los asesinos se dieron el tiempo para desordenar la casa, robar algunos objetos y atacar físicamente a la mujer y hombre hasta acabar con su vida. Una estampa, como tituló Capote, cometida a sangre fría, contra personas de bien, trabajadoras, honradas y de buena lid.
Pero a diferencia de lo ocurrido en Holcomb, este asesinato parece que no sorprendió a los habitantes de una urbe acostumbrada al fuego diario. Si el poblado de Kansas era un tierra de campesinos que vivían bajo el clima de la tranquilidad, Morelia es todo lo contrario, una ciudad desordenada que vive como en el viejo oeste, atemorizada por ladrones de poca monta o sujetos inmiscuidos con el crimen organizado. En Morelia y prácticamente todo el territorio michoacano hay que caminar con la mirada gacha, conservar el bajo perfil y aun así parece que no es suficiente. Los negocios de cualquier giro y tamaño están acechados por narcotraficantes que piden cuota y responden con balas si no se les cumple. Todos los días suceden este tipo de tragedias y la gente ya no se inmuta, quizá prefiere irse con cuidado y rezar para no ser la próxima presa.
Si Morelia fuera como el Holcomb de 1959 el asesinato de esta pareja habría consternado a todos sus habitantes, pero como Morelia es un pueblo arruinado moralmente este crimen ha pasado como una nota más en la sección de justicia de los diarios, quienes tienen muchas historias más para atestar sus páginas. En ese mismo fin de semana dos asaltantes entraron a una estética de la colonia Chapultepec y mataron a su dueña, quien era conocida por conducir un programa de la televisión local. En menos de 72 horas ocurrió un crimen parecido, teniendo como víctima a otra mujer que se dedicaba a cortar el cabello en una colonia popular y modesta de la ciudad. Al mismo tiempo, en la calle donde vivo, el barman de un botanero fue fríamente ultimado cuando aun no daban las 10 de la noche, frente a los parroquianos y sin que nadie detuviera al asesino. Los editores de los periódicos batallan para que en unas cuantas páginas quepa todo este horror, pues no hay espacio que alcance para tanta sangre sobre el río.
Morelia está secuestrada por muchos; primero por sus gobernantes ineptos, pero también por una ola de problemas que no tienen fin: los normalistas toman las calles y bloquean todos los accesos para que nadie salga ni entre; los profesores desquician el tráfico para protestar contra la reforma educativa y sistemáticamente asociaciones chantajistas como Antorcha Campesina se plantan en el Centro Histórico para pedirle dinero a la sociedad. Los narcotraficantes van a cada negocio para pedir su cuota, vigilan a gente próspera para luego secuestrarla y de paso le venden droga a miles de jóvenes que quieren eludir la realidad.
Por eso, cuando los morelianos estallan lo hacen para exigirle a su (des) gobierno que “ya le ponga en la madre a esos normalistas huevones”, o que “agarre a putazos a esos maestros revoltosos”.
En esta ciudad arruinada moralmente, su pueblo exige violencia contra los maestros, cárcel para los normalistas y hasta que ya no dejen pasear por la noche a un grupo organizado de ciclistas.
Lo demás, los crímenes contra una buena familia, un barman o la dueña de una estética, parece perderse en las sangrientas páginas de los periódicos.