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Morelianos en Guanajuato: una crónica del saqueo

Cuando estábamos por llegar a Guanajuato, el auto de Salvador corría a 150 kilómetros por hora, Erick bebía directo de una botella de Bacardí y yo observaba el paisaje desde el asiento trasero. Todo era normal, hasta que un policía hizo la indicación de que nos detuviéramos. –¡Ya valió madre!, –gaznó Chava, mientras bajaba drásticamente la velocidad y se orillaba para esperar al uniformado.  –Erick, ya sabes qué hacer, no te vayas a apendejar–. Erick, a quien le decíamos el Pístico por sus dotes de bebedor y afición por la lucha libre, escondió el Bacacho y cambió su semblante, comenzó a sudar a chorros, a quejarse cual hombre que experimenta sus últimos minutos de vida. El polizonte por fin se acercó al auto y Salvador bajó el cristal automático.   

–¿Pasa algo, jóvenes? Vienen a exceso de velocidad, lo máximo permitido es de 100 kilómetros. 

 –Buenas tardes, oficial –dijo Salvador– en efecto, venimos como alma que lleva el diablo porque mi amigo se siente muy mal, creemos que puede morir si no llegamos pronto a un hospital. Es hipertenso y los viajes en carretera a veces le caen bastante mal.  

Erick jadeaba con soltura, sus quejidos eran similares a los de una mujer que está a punto de lanzar una nueva criatura al mundo. El policía lo miró consternado e incluso le puso la mano en la frente.  

 –Está hirviendo en calentura, voy a llamar a una ambulancia –masculló el guardián del orden, pero rápidamente fue interrumpido por Salvador.  

 –Eso puede tardar mucho tiempo, oficial, mire, yo soy abogado y en estos casos lo mejor es que nos apoyen, que nos echen la mano, déjeme llegar a la ciudad para meterlo a la Cruz Roja, de lo contrario, usted y yo cargaríamos con un muertito en la conciencia. Si después de ello usted me quiere levantar una multa… 

 –Avance, abogado –atajó el policía–, daré instrucciones para que le abran paso en la caseta, no pierda tiempo en pagar y sálvele la vida a su amigo.  

En efecto, cuando llegamos a la caseta, una mano nos hizo la señal para avanzar y no pagamos la cuota. Enseguida, Erick y Salvador estallaron en carcajadas mientras repetían una y otra vez ¡no mames!, ¡no mames! 

No era la primera vez que ese par entraba a territorio guanajuatense en pleno estado de ebriedad; años atrás, antes de tener un auto propio, pagaban viajes turísticos en camiones repletos de morelianos que por 300 pesos obtenían no solo la ida y vuelta al Festival Cervantino, sino un paquete de cigarros, una botella del terrible Bacardí y hasta tortas cortesía de los organizadores. De cada viaje apenas conservaban recuerdos borrosos, historias incompletas, pues regresaban intoxicados, con el cuerpo hecho trizas.  

Ahora la expedición era otra: arribar por primera vez al Festival Internacional de Cine de Guanajuato con la consigna de escribir notas periodísticas para la revista Revés, la cual osaba yo en dirigir. En teoría, Salvador y quien esto escribe buscaríamos a los organizadores para pedirles una acreditación, mientras que Erick solo iba como refuerzo, como agregado cultural sin otro plan más que pasarla bien. Luego de unas vueltas en falso, por fin llegamos al auditorio sede el encuentro fílmico y Chava estacionó su auto, pero de inmediato un tipo le hizo la indicación de que no podía quedarse ahí, porque estaba reservado sólo para personal autorizado.  

 –Lo sé, muchacho, pero estás hablando con el abogado del festival, vengo a resolverles unos problemas con el Ayuntamiento.  

 –Disculpe usted, licenciado, es que me dijeron que todos los autos traen calcomanía del Festival, que así los identifique.  

 –¿Y tú crees que voy a poner esas horribles calcas en mi auto? ¿Tú lo harías? Luego se pegan con la pintura y es un desmadre. 

 –Tiene razón, licenciado, pase, aquí le cuidaré su coche.  

Erick se fue a vomitar al baño, mientras que Salvador y yo comenzamos a preguntar por el encargado de prensa. Una voluntaria nos dio el nombre del fulano:  –se llama Jorge Rencor, ah, miren, ahí viene, es él.  

Jorge Rencor tenía cara de pocos amigos. Su gesto era más amargo que un café expreso, su mirada denotaba furia y sus movimientos eran firmes, como un jefe maldito que nadie quiere tener. Con un temor similar al que se enfrenta a tu padre cuando le acabas de estrellar su auto, nos acercamos a ese militar para pedirle las acreditaciones.  

 –¿Cómo? ¿Se quieren acreditar así como así? Esto es un festival serio, muchachos, el proceso de acreditaciones fue hace dos meses y ya no tenemos cupo.  

 –Claro, lo sabemos, solo que no nos acreditamos a tiempo porque estábamos en Cannes, la verdad se nos pasó. Pero pues échanos la mano, es un favor de periodista a periodista.  –La voz era de Chava, quien ahora ya no era abogado, sino periodista.  

 –Voy a hacer lo posible por conseguirles un par de gafetes con acceso a sala de prensa y conferencias, no más –sentenció Rencor, sin cambiar su mirada de odio hacia el mundo en general. Mientras esperábamos a que alguien nos entregase las acreditaciones, Chava hacía migas con un reportero, quien le preguntó en qué hotel nos habían hospedado.  –¿A poco dan habitaciones? –reviró el abogado-periodista. En ese momento otra voluntaria nos llamó, firmamos una hoja y ya teníamos los accesos, pero sin hotel ni nada más.  

 –Paco, dile que nos dé hotel.  

 –No, Chava, no mames, ese cabrón no nos dará nada más. ¿No estás viendo su actitud de nazi? 

 –Cabrón, tú eres el director y todo me lo estás dejando a mí.  

 –Ya te dije que puedo pagar el hotel.  

 –No mames, ese hotel que quieres reservar es de una estrella, seguro hay pulgas y los colchones son viejos.  

Mientras cruzábamos palabras, la misma voluntaria nos llamó de nuevo.  

 –Acaba de llamar un reportero del Excélsior, dice que ya no viene. ¿Gustan que les dé su habitación? Pero no le comenten nada a don Jorge, porque seguro se enoja conmigo.  

Media hora después subimos nuestras maletas a una habitación amplia, con dos camas kingsize, un closet, burós, alfombra, pantalla plana con Sky y un balcón para poder fumar y refrescarse. Erick cayó fulminado, pero 15 minutos después despertó y no sabía dónde estábamos.  

 –Chava, yo creo que ya le caigo a mi casa, me siento muy pedo.  

 –Ah, chingá, ¿a tu casa? 

 –Pues sí, en la combi.  

 –Pendejo, estamos en Guanajuato.  

 –Ah, cabrón, ya ni me acordaba. ¡Pues entonces vamos a pistear! 

En El Incendio, una cantina de poca monta, nos sirvieron mezcales mientras se llegaba la hora de la inauguración del Festival. Yo veía el reloj constantemente para no arribar tarde, pero esos dos parecían despreocupados, felices.  

–Ya le llamé a mi vieja para que caiga, dijo el Pístico, mientras chupaba un pedazo de naranja con sal.  

 –Haré lo mismo, advirtió Salvador, quien ya texteaba algo en su celular.  

 –Bueno, vámonos ya –dije mientras pagaba la cuenta, pues sabía que esos pobres diablos no iban a cooperar.  

La película inaugural era tan aburrida que los tres dormimos a placer en la sala de proyección, y de no ser por los aplausos del público, hubiésemos seguido roncando a pierna suelta. Ya en el lobby, notamos que unas camionetas subían a nuestros colegas reporteros. ¿A dónde iban? ¿Por qué no nos llevaban? Para no quedarnos con la duda, los tres subimos a uno de esas Van, pero para nuestra desgracia, ahí estaba el hijo del odio humano: Jorge Rencor. Nos lanzó una mirada terrible, similar a la de un sicario que está por ejecutar a un trío de soplones.  –¿A dónde van?  –preguntó sin algún atisbo de cortesía.  –A ningún lado, es decir, donde nos dejen está bien, ¿o cuánto cobran?  –preguntó Chava, ya en un tono de confrontación. Rencor insinuó una sonrisa malvada y ya no dijo nada, llegamos a las puertas de un inmenso terreno donde se llevaba a cabo la fiesta de inauguración, con djs, comida y bebida gratis para los invitados. Calculadores, esperamos a que nuestro enemigo ingresara y luego de ello Erick, una vez más, sacó sus dotes actorales. Vestido con saco, corbata, jeans y tenis, se paró en la puerta y completamente convencido le dijo a un guardia de seguridad:  –Joven, venimos del Ayuntamiento de Guanajuato para hacer una inspección de rutina, sólo para verificar que se cumplan con las condiciones que garanticen el buen cauce del evento.  –Claro, ¿cuentan con una identificación?, le replicó el muchacho.   

Por inverosímil que parezca, Erick sacó una placa apócrifa que lo acreditaba como “inspector de saneamiento” del H. Ayuntamiento de Guanajuato. La identificación contaba con sellos y una firma falsa a nombre del presidente municipal.  –¿Y la de ellos dos?,  –preguntó el guardia, con todo y sus dos metros de estatura.   –Estos son mis achichincles, aún no se ganan el derecho a identificarse, pero cuando terminen la secundaria para adultos tal vez les demos una.  

El grandulón soltó una risa enorme como su espalda y nos dejó pasar, sin más preguntas. Adentro, el bacanal era exótico: elegantes meseros con charolas llenas de antojitos mexicanos, otros con copas de vino tinto, unos más llevando cervezas a cada mesa y al fondo una enorme barra libre donde se llenaban una y otra vez vasos con vodka, tequila, ron y whiskey. Preocupados por no toparnos con Rencor, comenzamos a beber con cierta mesura, pero una hora más tarde nos relajamos e hicimos de esa fiesta una merecida bienvenida. Nos tomamos fotos con Tim Burton, brindamos con Spike Jonze y Erick le tiró un vodka al traje de Demián Bichir, quien estaba tan ebrio que sólo bajó la mirada y alzó los hombros. 

A eso de la una de la mañana ingresaron a la fiesta tres amigos de Erick, recién desempacados de Morelia, también lo hizo su novia y una amiga de su novia. Media hora más tarde llegó otra comitiva, encabezada por Gilberto Pizarro, un arquitecto que también se decía fotógrafo. Iba acompañado por su novia y por dos amigas de su novia. A las cinco de la mañana todos estábamos en La Dama de las Camelias, un bar sin sueño, de colores rojizos, con mujeres hechas fuego y hombres hechos polvo. Cansados de tanto ajetreo, decidimos regresar al hotel. Yo fui el primero en abrir la puerta y bendecir el hecho de tener una cama amplia, pero segundos después fueron ingresando Salvador, Erick, los amigos de Erick, las novias de los amigos, los amantes de las novias, la novia del arquitecto, las amigas de la novia del arquitecto y los nuevos amigos que en el La Dama de las Camelias habían hecho las amigas de la novia del arquitecto. Toda esa fauna borracha se acomodó en las dos camas, en la pequeña salita y sobre la alfombra. A la mañana siguiente, a eso de las once, todos fueron despertando y abandonaron la habitación, pues alcancé a advertirle a Salvador que nos iban a correr si descubrían tremendo encerrón.  

Con desayunos de cortesía, bajamos al restaurante y entonces descubrí a la novia de Chava entrándole a los chilaquiles y jugo de naranja.  –¿Por qué tardaste tanto?, ya me preguntaron si traigo mi boleto y les dije que lo olvidé en el cuarto, que ahorita se los daba –reclamó la mujer, mientras agregaba más crema a su plato.  

Salvador la abrazó.  –Qué bueno que ya estás aquí, ¿tienes mucho que llegaste?  –No, una media hora acaso, pero moría de hambre.  

Los dos boletos que daban acceso al desayuno nos rindieron frutos: además de la novia de Chava, desayunó el arquitecto y su pareja, una amiga pelirroja que encontré en la fiesta de inauguración, la novia de Erick y él mismo, además de un par de desconocidos a quienes jamás volvimos a ver. El arquitecto se ofreció para ser fotógrafo de la revista sin cobrar honorarios:  –Con que me consigas pase a las fiestas me doy por servido –acotó–, no sin presumir las bondades de su cámara réflex, con la que iba a conseguir las mejores placas de Guanajuato. 

El resto de la semana no fue muy diferente. Erick se despidió de su novia el lunes, pero el martes llegó una nueva. Salvador se despidió de su novia el martes, pero el miércoles llegó otra nueva. El arquitecto siguió con su novia toda la semana y todos los días encontrábamos la manera de entrar a las fiestas, desayunar en el hotel, comer en la sala de prensa y dormir en las proyecciones de películas. Cada noche cerrábamos las actividades en La Dama de las Camelias, donde yo pagaba enormes cuentas, pues Erick no traía un solo peso y Salvador inventaba, cada noche, un pretexto para no pagar: “Dejé la certera en el hotel”, “No me fijé que no aceptan tarjetas de crédito”, “Un cabrón me asaltó en el baño”, “Le dejé mil pesos a una bailarina”.  

Por supuesto, nadie hizo lo que había prometido: Salvador no escribió una sola línea del Festival, el arquitecto envió una foto desenfocada dos meses después, y yo, quien estaba comprometido con la causa periodística, fui débil e incumplí mis obligaciones. La cobertura fue salvada por Armando, nuestro crítico de cine, quien pagó su propio hotel, sus viáticos y su transporte. Todos los días enviaba entrevistas, reseñas y notas, lo suficiente para armar un número especial que se imprimió dos semanas después del evento.  

Esa película se repitió por tres años consecutivos, y cada año Salvador prometía ahora sí escribir algo, lo que jamás ocurrió. En cada edición se sumaron nuevos “integrantes” de la revista que desde luego nunca hicieron otra cosa más que entrar a fiestas y dormir en hoteles de lujo. Y cada año, Armando salvó los números especiales con su impecable trabajo.  

A varios años de distancia, leo que el actual alcalde de Guanajuato se ha quejado porque a esa tierra conservadora arriban decenas de morelianos que no aportan nada más que basura y mal comportamiento. “Vienen en camiones y ya traen sus alimentos, no derrochan un solo peso, no aportan a la economía”, dijo ante los medios.  

Claramente, el alcalde se refiere a los morelianos que van y vienen a esa ciudad sin gastar dinero. Pero ignora que otros morelianos no se conformaron con eso, sino que prácticamente saquearon parte de las finanzas públicas de esa ciudad en otras administraciones.  

Desde aquí, le mando un abrazo al alcalde y lo invito a cerrarle las puertas de tan bella ciudad a cualquier moreliano. Bueno, casi a cualquiera, Armando es esa excepción que confirma la regla.   

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