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Música ajena

Aquí una crónica sobre el folclor del transporte público de Morelia. Unidades donde se sintonizan estaciones gruperas, discos de banda, reggeaton, y, lo que es peor, la cursi y odiosa bachata…

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Por Jorge A. Amaral

Para quienes llevamos cierto tiempo manejando, ya sea en calidad de motociclistas o como automovilistas, y que por lo mismo no dependemos del transporte público para tener movilidad en la ciudad, de repente, abordar una de esas unidades puede resultar poco menos que tortuoso, o poco más, dependiendo siempre del chofer y de los demás pasajeros, incluso de si se cuenta con algún reproductor portátil de música y auriculares o no. Inicio con ese vilipendio porque esta semana, mi Señor de los Cielos, o sea mi amado carrillo, al que cariñosamente llamo Chococrispis, se descompuso; no es que eso sea el fin del mundo, pero para alguien que sale de trabajar después de las 11 de la noche y vive en la periferia de Morelia (me gusta decir “los suburbios”, como en las series gringas), sí representa un problema, y más ante la vergüenza que me provoca no saber cuánto cobran, lo cual puede dejarme en dos posiciones frente a los demás pasajeros: como un paisa o como un pequeñoburgués.

Esa noche mi Chococrispis durmió fuera de casa pues no hubo forma de echarlo a andar, por lo que decidí dejarlo y a la mañana siguiente llegar con el mecánico y hacer lo conducente. Al día siguiente salí de mi casa a las 8 de la mañana para tomar el camión que me dejara donde tenía que tomar la combi que me llevara a donde mi carro se había quedado. El chofer del camión, como es normal en este sector de la población, escuchaba La Zeta, conocida estación local donde se programa el más amplio repertorio de música grupera, ideal para barrer y trapear antes de que lleguen los señores, o bien para despachar en una tortillería o manejar una unidad del transporte público.

A los diez minutos de trayecto el chofer se aburrió de La Zeta y puso un disco. Sin saber lo que nos deparaba, crucé los dedos en espera de algo que por lo menos no me pusiera de malas. Una guitarra eléctrica sonó, algunas percusiones, un ritmo lento, cierto aire dominicano; “en la madre”, pensé: bachata.

La bachata ha servido a los gruperos para sacar toda esa sensiblería cursi y bobalicona que habían mantenido reprimida, pues ha habido grupos que sí han mantenido cierto decoro, como Intocable, quizá, y de momento no se me ocurre ningún otro. Tan afectada como las baladitas de Camila y tan monótona como el reggaetón, la bachata es de esos géneros que de inmediato me remiten a un chaca enamorado (los chacas también sienten, creo) o a algún panelista de Laura en América, sobre todo en la versión peruana. Así, entre rimas bobas y la misma tonadita, llegué a donde debía tomar una combi.

Pasaron cinco minutos hasta que vi la ruta que esperaba, por fortuna ese trayecto sería más breve, no más de diez minutos. Oh, el reggaetón, invento del Chamuco para poner a las jóvenes a perrear como si de una orgía adolescente se tratara. Ese subgénero pseudomusical es, en pocas palabras, una mentada de madre a la música de verdad y un insulto propiamente hacia el rap, y pregunten a cualquier amante del hip hop (no a los possers, de esos hay un chingo y también se les llama rancholos) qué siente cuando algún distraído o inocente confunde rap con reggaetón. Al ritmo de pum, pa pum pa pum, pa pum pa pum llegamos al destino, no bajamo e la combi y agalamo el camino, pelea mamita pelea (con r) mi amol, que yo soy de Peulto Lico pelo vivo en Nueva Yolk; yo, yo, yo, pulo legetonelo malo men (mega Sic.). Por fin bajé de esa endemoniada unidad y llegué a donde estaba mi carro, sólo faltaba esperar al mecánico.

Cuando el hombre de los fierros llegó, hizo dos o tres pases mágicos y encendió el carro a fin de llevarlo a su taller, donde terminaría de sacarle el billete que tenía atorado y que impedía que mi Chococrispis arrancara.

Una vez en el taller, el mecánico me mandó a comprar la pieza que hacía falta, lo cual significaba otras dos combis o camiones. Me subí al de ida, por fortuna el tramo era corto así que sólo tuve que escuchar dos canciones cuyos títulos ya averigüé: “La indita”, de un tal Larry Donas, y “16 casas y cuatro ranchos”, de Los Distinguidos de Chihuahua. Cuando escuché la primera, no supe si reír o sentir pena ajena: “Un día por la calle / a una indita me encontré, / le dije ‘hola indita, /yo te invito a comer’, / ¿qué creen que me contestó?, / ‘pues ni que fuera tu mujer’. / Pero de la india grosera / yo no lo podía creer. // Indita grosera, / indita grosera, / indita grosera”. No más palabras, reí por dentro, y es que la vergüenza ajena me invadió cuando empezó la otra canción y el chofer del microbús subió el volumen. Se trataba de un narcocorrido alusivo a la captura de El Chapo Guzmán interpretado por Los Distinguidos de Chihuahua.

Ya de regreso poco me importaba lo que escuchara, estaba resignado a sentir profanados mis mamones oídos con lo que fuera, total. Cuál sería mi sorpresa al abordar el camión cuando el chofer, al recibirme el dinero del pasaje, me dijo, amable y con una gran sonrisa “pase joven, allá hay lugar”. Presté atención a lo que escuchaba y noté una voz conocida, una tonada que me resultaba familiar: el mismísimo Kenny Rogers interpretando “Coward of the county” (tuve que preguntar al chofer). No se trataba de un hallazgo en una estación de radio, las estaciones de Morelia no transmiten música country, y menos las que escuchan los choferes de microbús o combi.

Con renovada energía llegué al taller, entregué la pieza y mi Chococrispis quedó listo. Al sacar el dinero para pagar al mecánico sentí algo en el bolsillo, algo que me hubiera salvado de ese periplo musical: mis audífonos. De vuelta a mi casa, y para purgar mis oídos, conduje todo el camino de regreso escuchando The Chronic, de Dr. Dre, a todo volumen.

La recomendación de la semana

Real de Catorce se consolidó como una institución en el blues nacional y José Cruz hizo lo propio como bluesman y poeta, de ahí que esta banda haya marcado a toda una generación de escuchas fieles y devotos del buen blues mexicano, aunque no ha sido el único grupo de esta naturaleza, hay que decirlo también.

Pero la recomendación de esta semana no es ningún disco de Real de Catorce, más bien los invito a escuchar Lección de vida, álbum como solista de José Cruz, realizado apenas medio superó el trance de la esclerosis múltiple que lo ha venido aquejando desde hace años, y que fue una de las causas de que Real de Catorce, como lo conocimos, haya desaparecido.

El disco abre con “Aliento de fuego”, pieza que inicia con un poema muy al estilo del maestro José Cruz Camargo, para devenir en una jam session bluesera en la que el poeta pone de manifiesto su ya conocido virtuosismo en la harmónica. De ahí distingue “Entre mesones”, la catártica y psicodélica “Mercado de ángeles”, que recuerda a El Chicano o algunas de Santana. También son dignas de unos alcoholes “La bacha”, “Blues del Mississippi” o “El blues de la esclerosis”, un magnífico, orgásmico dueto de bajo con harmónica que de inmediato me remitió a Carey Bell’s Blues Harp Band.

El blues rural se hace presente con “Lecciones de vida”, al calor del piano, el slide de la guitarra acústica, la eléctrica y esas ganas que dan de empinarse un whiskey.

Vaya, Lecciones de vida, de José Cruz, no es otro disco de Real de Catorce, no escucharemos “Azul” o “La venenosa”, escucharemos un blues más puro, un José Cruz más sabio y canciones más francas y desgarradoras por momentos; vaya, este álbum ni siquiera suena a Real de Catorce pero se nota que es José Cruz al escuchar la harmónica y la poesía del maestro que, gracias a quien sea, sigue en este mundo haciendo su blues. ¡Salud!

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