Por Héctor Echevarría
La estupidez humana es inmensa. Rebasa los límites de toda comprensión sociológica e histórica. Pertenece a todas las épocas y a todos los países. Propicia guerras, injusticias, saqueos masivos, olvidos generalizados. Convierte a las personas adultas en niños torpes y enajenados.
Algunos la justifican arguyendo que en la estupidez, en el olvido de sí, en el adormecimiento de la inteligencia, se encuentra la verdadera felicidad. Piensan que la mente humana, entre más despierta y crítica menos disfruta de la inocencia de la vida, del fluir tranquilo de los acontecimientos. Opinan que el pensamiento es la fuente de todo dolor; que la duda es un gusano que roe y que, por lo tanto, debemos evitar. Por eso mismo, “debemos olvidar. Debemos dejarnos arrastrar por lo que pasa. Debemos de sumergirnos en ese sueño irresponsable pero delicioso de la inconsciencia”, claman los partidarios del olvido.
En la ciudad en donde vivo (que podría ser cualquier ciudad de nuestro país), una multitud abarrota las gradas de una plaza de toros para contemplar un espectáculo de lucha libre profesional. Hace un par de semanas, la orquesta sinfónica del estado ofreció un concierto al que muy pocos asistieron. Es algo comprensible: a sólo unos cuantos les gusta la música de Beethoven o Schumann. Hace un par de meses, asimismo, se terminaron las funciones de una compañía de teatro que ofrecía a un público minoritario obras de Shakespeare o de Wilde (en alguna ocasión, una adaptación de Pedro Páramo, de Juan Rulfo). Algo también comprensible: las aportaciones de “ese público minoritario” no alcanzaban para pagar la renta del lugar, no digamos los gastos de escenografía, vestuario, iluminación, actores.
Y, sin embargo, en la arena de la plaza de toros antedicha, se encienden los reflectores para recibir al presidente municipal, acompañado de su esposa e hijos. Por todas las gradas vemos ondear pancartas que ostentan el logo del Honorable Ayuntamiento. Es un espectáculo muy esperado por la gente: en el ring se enfrentarán Atlantis contra el Último Guerrero. Antes de que suban los enmascarados al cuadrilátero y sean ovacionados por las personas, el presidente toma el micrófono y dirige unas palabras a la comunidad. Habla de las acciones que “su gobierno” está emprendiendo en beneficio de los más desprotegidos, de la importancia de entretener a la sociedad con “actividades como éstas”, sobre todo cuando la gente “carece de recursos para divertirse de otra forma”.
El público, expectante, aplaude. En realidad la concurrencia solamente quiere que el presidente se calle y que comience la pelea de enmascarados, el show que los hará olvidarse momentáneamente de sus vidas miserables.
Fuera de arengas moralistas o juicios condenatorios (porque en realidad nadie sabe quién es el culpable o si acaso existe uno), yo solamente veo, por debajo de un cielo de colores tenues, en el que se dibujan figuras imprecisas, a la misma turba ciega e irracional que aplaude y prolonga indefinidamente el increíble y triste espectáculo de la estupidez humana.
Frente a este viejo estado de cosas, no queda más que pensar, al lado de un ceñudo Voltaire: “Dejaremos este mundo tan tonto y tan malvado como lo encontramos al llegar”.