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Pertenecer a la jauría

Ser perseguido por una bestia que tiene intenciones asesinas es común en Transilvania y en México. Más de una vez he escuchado que jaurías devoran a personas que tuvieron la mala suerte de cruzarse por la calle donde estos tomaban el sol.

No lo sé, puede que sean rumores, lo que sí puedo decir con certeza es que esos perros, aunque montoneros y sanguinarios, son incluyentes. Lo mismo puedes encontrarte un pit bull con un bull terrie, o un poodle, o sus respectivas y deformadas cruzas. No como los humanos, que insistimos en hacer distinciones todo el tiempo: blancos y negros, indios y citadinos, muggles y magos…

Lo que me lleva a esta serie de reflexiones es un hecho traumático. Cualquiera que se vea a sí mismo huyendo de los colmillos de un grupo de perros, que han regresado a su forma salvaje, sabrá lo que es el verdadero temor.

¿Cómo debería de iniciar? No había nada especial en el ambiente, la tarde no era calurosa ni fría, no era lluviosa, pero tampoco soleada; no era temprano, pero el sol aún no se metía, vaya, era una tarde más en Morelia. Apenas bajé de la combi cuando un pequeño perro se me acercó. Era un poodle, me veía con ojos tiernos, suplicándome por algo de comida. Alguna vez me dijeron que eso hacen los perros, te chantajean. Te piden comida, pero ni hablar de que te acerques a sus croquetas. No le di nada, pues, aunque quisiera, mis bolsillos estaban vacíos.

Luego de negarle la limosna, me fui, pero, como si de una sombra se tratara, el perro seguía mis pasos. Lo noté y apresuré la marcha, luego, él también lo hizo. No habíamos llegado a la primera esquina cuando el perro ya se hallaba acompañado de otro can, pero con ojos menos suplicantes, más robusto, sin una clasificación precisa más que “de la calle”. Entendí que el segundo perro no iba a pedirme comida, iba a exigírmela.

“¿A esto ha llegado la relación interespecies?”, pensé mientras apretaba el paso y otros esfínteres.

Dicen que el perro es el mejor amigo del hombre. Un lugar muy común, si me lo preguntan. La historia nos dice que todo ha sido una serie de eventos que favorecen a la estabilidad de una relación. Si los humanos no hubiéramos decidido desperdiciar parte de la carne magra (porque ¡qué delicia la grasita!) los descendientes de los lobos no se hubieran acercado a comer las sobras. Nos necesitábamos, y mientras esa necesidad existiera seguiríamos siendo amigos. Cazaríamos juntos, nos serviríamos unos a los otros.

Y pese a todo, ahí estaba yo siendo perseguido por, en ese momento, tres perros. Cada cierto número de pasos se unía otro perro a la caminata. ¿Qué escenario podría existir en el que yo saliera ileso? No se me ocurrían muchas opciones. El estatus quo funcionaba porque no había corrido, bastaba con acelerar tan solo un poco más para que, entonces sí, los perros se me fueran encima. Por ello, solo caminaba rápido con la esperanza de llegar a casa.

Tampoco soy un grinch al que no le gusten los perros. He compartido etapas de mi vida con ellos. Desde pequeño mis padres llevaban mascotas a casa. Un chihuahua fue el primero. Su destino fue incierto, algunos dicen que le dieron un balazo por comerse las enchiladas de un hombre enojón. No tengo idea, una vez se fue y no volvió.

Perro

Luego, un par de pastores alemanes, esos perros que parecen de guerra, pero en realidad son sumamente cariñosos. La primera se llamaba Galia. Vaya bronca con los nombres, mi progenitor siempre ha elegido nombres sencillos, pero mis hermanos nunca ceden y se decantan por nombres de países, o de personajes históricos.

Alguna vez adoptamos a una cocker a la que nombramos Ucrania, luego, como si no fuera suficiente, mis hermanos bautizaron al vástago de Ucrania como “Chernobyl”. Nadie escapa al escarnio de la vida. Ambos cocker murieron rápido. Hago énfasis en Galia, ella me acompañó durante 12 años, desde primaria hasta la universidad. Una perra a la que le quitaron la matriz después de complicaciones en el segundo parto. Una perra con problemas en la cadera y un hijo torpe al que unánimemente le llamamos “Chester”.

La perra no huyó, estoy seguro que se perdió. Ya con indicios de demencia, un día salió de casa junto a otro perro, él volvió al día siguiente, ella no. Quizá sea mentira si digo que la busqué por toda la ciudad, pero por lo menos los primeros tres días estuve tras su rastro, los días subsecuentes me dediqué a extrañarla.

A darme justificaciones y crearme historias en la cabeza, algo así como “seguramente alguna señora solitaria la adoptó y viven juntas, ríen, pasean. Quizá Galia sacó de la depresión a un anciano al que sus hijos no visitan. Algún niño con deficiencias motrices encontró en Galia una especie de lazarillo…”, puras ficciones que me aliviaban y evitaban que pensara en la amplia posibilidad de que un carro la hubiera dejado en la carretera con las entrañas de fuera.

Ya eran 6 jadeantes perros los que me seguían. Uno que otro tenía paso cansino, trataba de adaptarse al ritmo de los más jóvenes. Qué cosa tan curiosa es la manada, no distingue estratos sociales o edades, si aún no te exprimen el ano, puedes pertenecer al clan sin problemas.

Pensé en agacharme y agarrar una piedra invisible, luego arrojársela a uno. Necesitaría muchas piedras imaginarias. Pensé estupideces.

Sí, actualmente tengo un perro. Aunque siempre he pensado que la amistad entre perros y humanos es necesariamente unilateral, donde nosotros hacemos cariños y ellos ni nos pelan, mi perro se esfuerza en demostrarme lo contrario.

Se trata de un pit bull al que mi padre designó con el nombre de “Chamuco”, mucho tiene que ver que era un desmadre. Un perro sádico que se divierte aterrorizando ratones antes de matarlos, o quitándoles la cola a los lagartos. Además de una cara dantesca. El perro se fue conmigo cuando mi pareja y yo decidimos vivir juntos.

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Y algo tiene mi pareja, algo que no entiendo qué es, pero no hay bestia que se resista a sus órdenes, en menos de dos semanas yo aprendí lavar trastes a detalle y el perro a comportarse como si se tratara de un niño. A pesar de que cuando grito “¡salte, Chamuco hijo de la chingada!”, luego de descubrir que se comió un taco que dejé en el escritorio mientras iba por salsa (situación por la que más de una vez mis vecinos me han preguntado si estudié demonología o algo relacionado con exorcismos), el perro se ha humanizado. Gusta de irse a la sala y disfrutar de películas. A veces, cuando se sienta y cruza las patas, me cuesta creer que se trata de un perro.

La situación se rompió. Solo bastan pequeñas acciones para que todo salga mal. Digamos que en una situación como esta todo va bien, hasta que de pronto ya no. Un pequeño chihuahua me mordió. Era lógico, él no soportó la presión. Ni siquiera fue una mordida a la carne, sino hacia el pantalón. Me sacudí. Otros tres perros se me echaron encima, yo trataba de alejarlos. Era como esas pinturas de las monografías donde varios homínidos atacan a un mamut. La gente de alrededor no se movía. Algunos jóvenes reían.

Una señora gritó “¡madre santísima!”. Un bebé lloró. Yo estaba a punto de imitarlo cuando un perro se lanzó contra mi brazo. Quizá las personas alrededor vieron todo muy rápido, pero yo advertí cuadro por cuadro cómo los pliegues de su hocico se contraían para dejar ver los colmillos. La baba le chorreaba hasta el piso. Sentí que algo tronó. Pudo ser mi hueso. Quizá su quijada.

Me soltó.

Ningún otro perro me mordió, al contrario, todos se quedaron estáticos, era como si el ambiente quisiera que escucháramos los pasos apenas audibles de unas patas cansadas. Había llegado el alfa. Se posó detrás de mí. El dolor que sentía me impidió hacer otra cosa más que agarrarme el brazo. Escuché una respiración acelerada detrás de mí. Me animé a girar aún con gesto de dolor. Ahí estaba un pastor alemán olfateándome la pierna. No alcanzaba a ver si era macho o hembra, pero su hocico tenía muchas canas. Un perro más se quiso acercar a mí, pero el pastor alemán mostró los dientes. El otro perro retrocedió, igual que los demás.

El perro, luego de olfatearme, se fue.

-¿Galia? –dije.

El perro se detuvo, volvió su cabeza hacia mí apenas unos segundos, me dedicó unos ojos cristalinos, luego siguió su camino junto con toda la manada. Me quedé ahí un momento más, luego miré mi herida. ¿Tendría que ponerme la antirrábica? Caminé a casa.

Al llegar, mi novia me vio el brazo, y luego me interrogó como policía, mientras que mi perro, después de olfatearme, se indignó conmigo y se acostó lejos de mí, seguramente pensando que había corrido y jugueteado con otros perros. A los animales solo les importa la pertenencia.

Foto portada: Flickr/Francisco Ortega

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