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Pesadilla en un bosque de Gatwick

Por Raúl Mejía

¿Puede un vuelo transcurrir sin tonterías que cuestan mucho dinero? 

La mayoría de las veces, sí, pero algún día la fatalidad habría de alcanzarme y lo hizo en mayo del 2019, concretamente en el trayecto de Toronto a Londres. 

Un viaje que empezó con malos augurios. 

Paso a contarles: había viajado de la CDMX a esa ciudad canadiense para pasar siete días con una amiga en el formato romántico antes de treparme a otro vuelo y continuar mi periplo con rumbo a la capital de “la pérfida Albión”, en donde estaría unas horas para, de inmediato, salir pitando a Madrid. 

Mi amiga, solidaria, me llevó al aeropuerto Pearson de Toronto y protagonizamos la clásica despedida de los amantes: arrumacos, besillos por doquier -lo que marca el manual de usos y costumbres en semejantes circunstancias. Con esfuerzo y pocas ganas de hacerlo, logramos desatarnos de un abrazo trenzado. “La vida sigue… esto tiene continuación en unos meses” -pensé. Le lancé un beso con mi manita derecha e inicié los trámites aduanales que resolví con prestancia. Empecé a buscar el camino que me llevara a la sala correspondiente. 

Debía dirigirme a la Sala 28 y en ese momento me encontraba en la 2A.  El sentido común me aconsejó preguntar a alguien y así evitar una ruta equivocada porque incluso las instrucciones más puntuales me pueden desorientar. El asunto no tiene mucha relevancia excepto porque a mi condición de sordo (que me impide entender incluso el español) se le añade el acento de los nativos canadienses… y si éste es de la India, el asunto es peor. ¿Qué fuckin haré? -me pregunté todo curioso y leninista. 

Pearson International Airport

Las opciones eran pocas: caminar como perro en el periférico hasta encontrar mi puerta, o preguntar a los aborígenes canadienses reptando por ahí. ¿Habría pasillos eléctricos directos a mi destino? Decidí abordar a un sujeto con pinta de buena onda, quien me escuchó paciente. Cuando terminé de explicarle, poco le faltó para que dijera “uuy, no, señor, esa puerta está retelejos”.

A cambio de eso, me recomendó tomar un carrito eléctrico hasta mi destino (cero pasillos eléctricos). Mi prudencia y buen juicio en materia de flujo de gastos, tiempos, movimientos, costos y beneficios, me hizo preguntarle cuánto me tomaría llegar a esa maldita puerta en la modalidad peatonal porque el auto eléctrico no iba a ser gratuito (luego supe que sí. Era gratis).

El nativo de origen hindú -pero canadiense de pleno derecho- torció un poco la boca. Dirigió la mirada a la derecha, luego a la izquierda, luego hacia el cielo y finalmente al suelo. El moreno empezaba a caerme mal por lento, pero al fin encontró la respuesta: caminando, con seguridad me tomaría quince minutos. Acostumbrado, como ya lo mencioné, a ese tipo de ecuaciones de primer grado con una incógnita, calculé que eso era, aquí y en China, un poco más de un kilómetro de distancia. 

Sin pedir ayuda vehicular, me lancé en pos de mi destino: la Sala 28 y sí, efectivamente, estaba retelejos. Más de quince minutos, lo cual, cargando dos mochilas sí resulta cansadón. 

Cuando llegué, sudoroso, a la sala 28 esperé y esperé y esperé a que al avión de TransAt le brotaran las ganas de ser abordado y luego despegar. Al final dejamos suelo canadiense con casi dos horas de retraso. Eso me dio mala espina porque la conexión Londres-Madrid la tenía con un tiempo ajustadísimo de dos horas con siete minutos y todo viajero que se respete sabe que el trámite de salir del avión y luego hacer la fila en migración es un asunto de paciencia más o menos infinita. La duda carcomía mis en entrañas: ¿llegaría a tiempo para agarrar el vuelo de Easy Jet a la madre patria? 

Decidí despejar dudas. 

Con paso seguro me dirigí a la azafata y le pregunté, con mi mejor inglés, las posibilidades de llegar a tiempo al aeropuerto de Gatwick, en Londres. Consultó su reloj de pulsera y luego, con una encantadora sonrisa me informó: “Ups, no. Lo veo muy difícil señor… Es más, de una vez se lo digo: no vamos a llegar a tiempo”. 

Recapitulando: tal como me lo imaginé, perdí la conexión a Madrid y me puse muy, pero muy enojado. Apenas terminé los trámites aduanales me dirigí, fúrico lo que se llama fúrico, a la ventanilla de TransAt. Ustedes ni se imaginan el mega pedo que les armé por su irresponsabilidad. Cuando vi que, gracias a mi condición de “fúrico tropical” (e irracional) habían decidido no ayudarme, no me dejaron más opción que seguir siendo un horrendo primate con pasaporte y les espeté, mientras me alejaba del mostrador de su compañía aérea, un nítido “I don’t know what makes you so stupid, but it sure is effective” y les hice la protocolaria señal del dedo mayor enhiesto y desafiante. 

Me odiaron (y casi puedo jurar que tomaron cartas en el asunto). 

Nunca como en ese momento, las relaciones de México con el Reino Unido (o cuando menos de Morelia con Londres) habían estado tan cerca del punto de no retorno. Ya no buscaba quién me la había hecho, sino quién me la iba a pagar. Debo confesar que antes de mandarlos al carajo y hacerles la obscena seña digital, los empleados de TransAt habían hecho lo posible por satisfacer el reclamo del azteca encabronado en que me convertí (si alguno de los empleados lee esta crónica, le pido haga extensiva mi disculpa a la compañía entera). 

Luego me fui a Easy Jet -la conexión perdida- y fue la misma cosa. Parecía que ambas aerolíneas se habían confabulado para fastidiarme la vida (me informan que suelen hacerlo con gorilas como yo). Me ofrecían un plan C, D y E, pero no hubo poder humano que me pusiera en un aeroplano rumbo a la madre patria en un horario razonable. La opción menos mala era ocupar un asiento en un vuelo a las 7:00 pm del día siguiente. O sea, perder más de 24 horas, aterrizar en Madrid y de ahí trasladarme a un barrio (donde renté el Airbnb) que vayan ustedes a saber si era seguro o igual a la experiencia de ir, en Morelia, a Villa Magna a media noche en bici.

Me senté en uno de los incómodos sillones que ofrecen todos los aeropuertos del universo conocido. Era la imagen desolada de cientos de individuos en un mar de indiferencias internacionales y con cara de “y ora qué hago”. Me puse a buscar un vuelo no tan caro en alguna línea que saliera a Madrid en unas horas. Imposible. Todos los vuelos de urgencia son carísimos y más si uno los necesita el mismo día. 

Encontré uno para el día siguiente a las diez de la mañana y un hotel más o menos económico: 60 Libras y sí, empecé la clásica y nociva costumbre de hacer conversiones monetarias. Una vez hechas las multiplicaciones y divisiones, el sentido común me indicó que, en nombre de la economía de recursos, bien podía irme caminando al hotel Airport Inn, distante 3.2 kilómetros del aeropuerto. 

Me metí a Google Maps, vi que el trayecto era en línea recta por la autopista: “no hay problema, me voy a pie; será media hora caminando” y, como dicen las abuelas, anda vete, que me lanzo por la autopista. 

Apenas había transitado 200 metros me di cuenta de algo: mi deambular como vagabundo por una autopista del primer mundo se iba a prestar a malos entendidos y no sería raro que me agarrara la policía por sospechoso: ¿qué pinches anda haciendo un azteca caminando como zombie en una vía de alta velocidad? No se necesita ser un experto viajero para entender que ciertas prácticas comunes y corrientes en países tropicales -como caminar por las carreteras por puro gusto o por no tener dinero para el transporte- son simplemente inadmisibles en países europeos y, si se trata de Inglaterra, la cosa es, cuando menos, atípica. 

Decidí incursionar por el bosque de bucólicas veredas que estaba a un lado de la arteria vehicular de alta velocidad. El mapa anunciaba que cruzando la carretera y junto a una gasolinera estaba el hotel Airport Inn (ver foto del hotel)… pero una cosa es un “Google Map” y otra muy diferente que ese mapa ya no se pueda consultar porque el internet deja de funcionar. Media hora después, la cosa se puso interesante. 

En efecto, eso era un bosque lindo, pero había algunos detalles colaterales dignos de tomarse en cuenta: eran las cuatro de la tarde, la niebla empezaba a bajar conforme a los rigurosos e insobornables protocolos del Sistema Meteorológico de Su Majestad la Reina Isabel (la señora aún no se moría) mientras yo me adentraba en la floresta inglesa por senderos y vericuetos cada vez más enredados. La prudencia me hizo detener la marcha en una encrucijada: una flecha indicaba seguir a la derecha; la otra, a la izquierda -pero ninguna decía “vas bien al hotel Airport Inn, Raúl”. 

Empecé a sospechar: llevaba caminando treinta minutos y no me había topado con ningún ser humano (aunque sí con tres o cuatro ardillas y un pajarraco multicolor). En pocas palabras, a menos de treinta minutos de haber dejado la seguridad aeroportuaria (y varios enemigos en la compañía aérea TransAt) ya podía decir, con razonables posibilidades de estar en lo cierto, que estaba perdido en medio de un bosque tupidito de verde vegetación. Obvio, expresé el clásico improperio: “demonios… ¿y ahora qué hago, por vida de Dios?”. 

La pregunta era pertinente porque nunca se me ocurrió tirar piedritas o migajas de pan (Hansel y Gretel, by the way) como para regresar sobre mis pasos. Recordaba la orientación: la autopista corría de Este a Oeste y no podía estar muy lejos de ella, pero todos lo sabemos: hay un momento en la vida en que uno, simplemente, no sabe dónde carajos se encuentra. Me llevé las manos a la cabeza, me jalé los pelos y me senté en un tronco a reflexionar sobre mi necedad. Luego pensé en las fieras de la noche felices de toparse con mi carne fresca, ultramarina, tropical y de buen sazón: “Si me devoran los lobos ingleses nadie dará cuenta de mi paso por este maldito país imperial… y menos si le preguntan a los mamones de TransAt”. 

En ese momento decidí ponerme a llorar como recién nacido. Me precio de saber orientarme en cualquier circunstancia (siempre y cuando haya sol) pero en el Reino Unido, si algo es tacaño para manifestarse, es el fuckin sol. O sea. No tenía ni puta idea de a dónde dirigir mis extraviados pasos porque no sabía si iba al Norte al Sur o vayan ustedes a saber cuál punto de la dimensión desconocida. 

Me pregunté -con toda sinceridad y mientras gimoteaba desconsolado- en los sórdidos motivos que Dios había tenido para hacerme tan, pero tan pendejo. 

Lo reconozco con humildad guadalupana: sí me preocupé. Estaba perdido en territorio celtíbero (aquí no es posible decir “perdido en territorio apache” porque nunca hubo apaches) pero a lo lejos, como una epifanía, vi a una chica caminando tranquilamente por el mismísimo sendero en donde, gemebundo, me encontraba. “Dios existe y viene envuelto en cuerpo de mujer” -pensé. 

Cuando pasó frente a mí la abordé. Me miró unos segundos y concluyó que el sujeto que le dirigía la palabra era una persona decente o al menos eso le pareció a ella. Le pregunté por el hotel Airport Inn. Me dijo que el nombre le resultaba conocido. Se puso el dedo índice en la boca mirando al suelo y con el brazo izquierdo “en jarras” -señal de que estaba tomando en serio ubicar en dónde carajos estaba el hotel. Finalmente me dijo que sabía de ese lugar y no estaba demasiado lejos, pero me advirtió que por el bosque iba a estar cañón encontrarlo. 

“Además el hotel está del otro lado de la autopista y en medio de la carretera hay una barda que nunca podrás cruzar, mejor regresa al aeropuerto y toma un bus… es raro que hayas decidido caminar ¿por qué lo hiciste?” -me preguntó con la clásica cortesía londinense practicada en las campiñas con senderos que se bifurcan. Quise decirle que no había tomado un bus por una sencilla e inapelable circunstancia: por pendejo, pero no encontré una palabra en inglés para expresar la idea de manera precisa y no era el momento de usar malas palabras; no frente a una simpática y solidaria desconocida. En lugar de eso le dije que los motivos eran difíciles de explicar. 

Le agradecí su gentileza, me sonrió y antes de despedirse me preguntó de dónde era. “Soy mexicano”, le dije. Ella soltó el inefable “mexican, really?”. Le contesté que sí, de verdad era mexicano. La mujer sonrió y se despidió amablemente. Tomó el camino de la derecha, rumbo a un lago que se podía ver a lo lejos. Era una mujer acostumbrada a los atajos forestales que la llevan a casa diariamente.

Por mi parte, emprendí el camino de regreso siguiendo al pie de la letra las indicaciones de la chica rubia y volví al aeropuerto rogando al olimpo no cruzarme con algún empleado de TransAt. Busqué un centro de información con algún hombre, mujer, gay, transgénero, queer, no binario, cisgénero o lo que fuere, pero que hablara español porque mi sordera complica de manera horrible entender lo que me dicen. 

Encontré a una pizpireta peruana, feliz de hablar en su idioma materno. Con calma me explicó: si agarraba el bus 9 en la puerta de entrada a la Terminal Sur, me dejaría muy cerca del hotel, pero opté por lo seguro: nada de aventuras en el extranjero (y menos en las afueras de Londres). 

Tomé un taxi para no equivocarme y llegué a mi destino. Una cosa es cierta: el hotel estaba decente y yo merecía dormir como un jubilado de clase media. Empezaba a acusar los efectos del jet lag y mi vuelo a Madrid estaba programado para las diez de la mañana. 

Nota adicional: la recepcionista del hotel, cuando me vio bajar del auto y estuve frente a ella me preguntó por qué había usado esa compañía de taxis. “Es carísima; son unos abusivos”, me dijo. Yo pensé si estaba pagando un karma o simplemente era mi mala suerte porque todo ese día había estado del nabo. Le pregunté si podía ayudarme a conseguir un taxi normal y se ofreció para que otra compañía se hiciera cargo de mí: “no se preocupe, señor Mejía, su auto estará esperándolo en la puerta del hotel a las 08:38 am. Incluso puede desayunar aquí; el desayuno está incluido en la tarifa” -me informó y lo agradecí. En ese desayuno fue cuando tuve el gusto de probar, por primera vez en mi vida, los “huevos benedictinos”. 

Yomi.

Gracias al retraso del trayecto de Toronto a Londres y de la pinche línea TransAt, gasté 160 Libras del boleto a Madrid, 60 del hotel y 23 por concepto de taxis. 

Consejo: si compran boletos con conexión jamás acepten si entre un vuelo y otro no hay, cuando menos, tres horas. OJO: cosa diferente es comprar boletos con escala. Estos últimos son casi 100% seguros y rara vez hay “vuelos perdidos”. 

Otra recomendación: no se peleen con las líneas aéreas. Son capaces de arruinarte la existencia por, al menos, 24 horas. 

Me la aplicaron.

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No pise el pasto

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