Aunque durante mi infancia y adolescencia ir a los jaripeos era bastante frecuente por haber crecido en un ambiente casi rural, ahora rara vez acudo a estos eventos.
Por Jorge Amaral
He de admitir que disfruto la caída del jinete o los rápidos e incesantes reparos de un buen toro, no se diga si el animal es de mi familia y el jinete queda como santo Cristo o, de plano, en calidad de bulto, pero para alcanzar tal nivel de gozo he de tener en el estómago una buena cantidad de Modelos de bote.
El pasado fin de semana, después de comer, me disponía a desabrocharme el cinturón y tirarme a ver un inverosímil programa sobre sirenas en Nat Geo, pero mi papá me dijo: “Ponte los zapatos y vamos a los toros, nomás a ver qué porquerías llevan”. Así que desempolvé los botines que tengo para ese fin en casa de mis papás, me calé el sombrero y nos fuimos a El Coloso de Santa Rita, en la tenencia del mismo nombre, en Copándaro.
No había más de 200 personas pero abundaban los chacas rurales que, a diferencia de los urbanos que gustan del reggaetón, las monas y San Juditas Tadeo, son amantes del narcocorrido, el Bucanas con Boost en vaso rojo (porque los del movimiento alterado dicen que así se toma) y ponen cara de malo al escuchar su música porque piensan que después de quince corridos ya son mafiosos. Así pues, había sombrerudos, había los que dicen que usan puro yet jardi (aunque se vistan del tianguis local), dos o tres ganaderos tomando tequila, otros tipos en cuyo sicario semblante se adivinaba que estaban a la expectativa y, claro, algunas familias dispuestas a pasarla bien para salir de la bucólica rutina.
El sol estaba bravo, cada rayo parecía un latigazo en la cara y los brazos y los de la cantina hacían su agosto. Compré un seis y me dispuse a ver el show.
En el jaripeo, como en todos los espectáculos (mítines, conciertos, misas, encuentros deportivos, etcétera), hay un ritual a seguir. Cuando un jaripeo inicia, el animador llama a los jinetes al centro del ruedo, indicando qué toro habrán de montar, previo sorteo o acuerdo en el toril. Así pues, pasaron al ruedo El Mayonesa, El Cromao (irónicamente apropiado para su color de piel entre moreno y púrpura), El Ganso, El Un, Dos, Tres, El Travieso, El Galán y otros cuyos sobrenombres no recuerdo. Esto suele generar confusión porque, como los toros también tienen nombres estilo El Camillero, El Martillo, El Látigo, El 911 o El Rompehocicos, luego no se sabe quién habrá de montar a quién.
Después de presentar a los jinetes el animador invita a los ganaderos. Lo curioso de esta presentación es que los jinetes, conforme pasan al centro, uno a uno se saludan; los ganaderos, en cambio, sólo se saludan entre sí y estrechan la mano del animador. ¿Elitismo jaripeyero?, quizá. Después se procede a descubrirse la cabeza mientras el animador reza la Oración del Jinete, que dice: “Señor, nosotros los jinetes no te pedimos favores especiales, solamente te pedimos que nos des destreza para cabalgar en esta vida, esta vida que tú quieres que vivamos, para que cuando llegue la última monta y nos llames a la gran final de presencia, nos digas ‘pasa, hijo, tu boleto de entrada ya está pagado’. Amén”. Esa es una versión porque cada animador la dice como le da la gana o según sus dotes poéticos.
Después de encomendarse a Dios, la banda o grupo que amenice toca una “Diana”, con lo que el jaripeo queda formalmente inaugurado. Si se quiere ser más fiel al ritual, los músicos deben tocar “El novillo despuntado”.
Hay dos modalidades de jaripeo: a capa, lazo y jinete o en cajón. La primera es la tradicional, que incluye charros y toreros de gabán, en la que el toro es recostado para que el jinete lo monte. La otra, en cajón, es la adaptación mexicana del rodeo americano; más amable con el toro, relativamente más segura para el jinete y, sobre todo en un pueblo como el mío, donde los charros son desastrosos, más rápida.
Al ver de cerca a los jinetes me di cuenta de que, de doce que eran, sólo dos representaban más de 20 años y el más joven se veía de no más de 17. Mi papá, al verlos, sólo murmuró: “Es puro muchachillo, estos no van a servir”. Y así fue, uno a uno fueron mordiendo el polvo o cimbrando el suelo al caer de espaldas poco después de que el animador gritara el emblemático “¡puerta caporales!”, que es la indicación para abrir el cajón y soltar al toro en cuanto el jinete se sienta en los lomos de la bestia.
Para tener más agarre, los jinetes usan espuelas afiladas. Recuerdo que hace años usaban auténticas guadañas que llegaban a rajar la piel de los toros de forma sumamente cruel; entonces los ganaderos y organizadores comenzaron a regular el uso de estos artefactos, es así que ahora se utiliza la llamada espuela reglamentaria: cuatro o cinco picos de no más de medio centímetro de largo. Y es que, además del daño que se hacía a los toros, hubo muchos jinetes que quedaron lisiados o perdieron la vida porque los tranchetes que usaban se atoraban en la piel del animal, el cual no dejaba de reparar mientras el jinete, como muñeco, se golpeaba una y otra vez. A causa de eso fui testigo de varias tragedias tanto para los animales como para los jinetes.
El evento transcurría con normalidad hasta que la luz se fue. El grupo de movimiento alterado que tocaba, Norteño Arremangado, se volvió Norteño Apagado, pues sin equipo de sonido sólo la batería y la tuba se escuchaban. Eso no es nada del otro mundo, lo que me llamó la atención fue que mientras en otras ocasiones los músicos se llevan la rechifla general, esta vez el grupo siguió tocando y la gente que estaba junto al escenario comenzó a cantar con fuerza para mayor entusiasmo de los músicos, a quienes no les importó la limitación eléctrica. Pero como no había luz, el grupo no se oía y los jinetes seguían cayendo, decidimos retirarnos, al fin que ni nos había gustado.
La recomendación de la semana
Ya que andamos en plazas de toros, la recomendación de esta semana se torna vernácula, se pone el sombrero, las botas y se avienta un ¡ajajay! tan ranchero como el que más. Honestamente, Vicente Fernández está bien para arrastrarse un rato y perder la dignidad, Alejandro Fernández está como para que salgan del clóset, con Pepe Aguilar da sueño y con Pablo Montero sale lo naco. Así que hoy recomiendo a Antonio (¡Tony!) Aguilar, específicamente su disco En la México.
Otros cantantes de música popular han grabado discos en la Plaza México, como Marco Antonio Muñiz (venerable), el narcocantante Fidel Rueda, Bronco (aguanta), Joan Sebastian (pus ya briagos) o el pendejo de Espinoza Paz, pero sólo Antonio Aguilar la cimbró de tal forma que aquello retumbaba. Y es que, a diferencia de Bronco, el Joan Sebastian o Espinoza Mamá Ratona con Sombrero Paz, El Charro de México, cuando grabó esta presentación, no lo hizo como ídolo juvenil del chilango-rural ni moviendo la sensibilidad de las muchachas de la tortillería que se ponen cachorras con el Espinoza Paz. No, Antonio Aguilar, como El Piporro o Chavela Vargas, llenaba foros con un público que ya era suyo, que lo había cultivado durante décadas y que conocía sus canciones.
En esta grabación en vivo acompañan a Antonio Aguilar el Mariachi Águilas de América y la Banda La Costeña, que siempre estuvieron con él; es así que podemos escuchar con gran calidad clásicos en la discografía de este cantante como “Tristes recuerdos”, “Una aventura”, “Albur de amor”, “Árboles de la barranca” o “La chancla”.
Ideal para servirse unos tequilas con botana de queso (sal y limón) y cantar esa que dice “…y todavía valor me sobra, / hast’onde tuve aposté, / si me matan en tus brazos, / que me maten, al cabo y qué”. Salud señores.