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Roma: la necesidad de fracasar para la gente

Alfonso Cuarón, director de Roma

Adrián González Camargo hace un análisis (de verdad) sobre la más reciente cinta de Alfonso Cuarón.

1. Los privilegios y el país del pasado que sigue presente

Dicen que cuando Cuarón estaba filmando Roma, un día llegó su productor a decirle que no había conseguido un camión de basura. Cuarón, enojado, le gritó diciéndole que «a ver cómo le hacía, incluso si él mismo tenía que disfrazarse de camión de basura de los años 70, pero que él quería su camión al día siguiente a las 7 de la mañana». Era capricho, definitivamente, capricho personal. Cuando me contaron la anécdota, pensé que era lógico el capricho. Aún no ganaba el León de Oro, pero tampoco le hacía falta. Esta anécdota me hizo recordar otra que me contó un amigo director de cine, cuando en el rodaje de su primera película llegó al set para filmar una escena donde habían palomas. El productor le dijo que lo sentía mucho, pero no había conseguido las palomas. Y mi amigo el director tuvo que filmarla sin palomas.

El primero es un caso de un director superpoderoso, que no necesariamente tiene el superpoder de escalar las paredes porque le picó una araña: su poder lo lleva a tener al productor a su entero servicio. Es superpoderoso porque tiene el poder de poner en la opinión pública la discusión de si Netflix vs. Cinépolis, si el «renacimiento» de las salas no comerciales, si el circuito alternativo de proyección, si el capitalismo contra el resto del mundo. Con todo esto, Cuarón no es tan poderoso como lo fue Kubrick por ejemplo, quien sí pudo sacar su propia película Naranja Mecánica de las salas en Inglaterra, tras una escalada de violencia que aparentemente disparaba la película.

En Octubre, Cuarón fue lo suficientemente poderoso para que en la última edición del Festival de Cine de Morelia, su película se proyectara más que ninguna otra película en la historia del festival. También lo fue en el 2013 para que se utilizara otro complejo y se proyectara Gravity «como se debe». Recordando a mi amigo el director, me pregunté si hubiera podido tener un nivel de exigencia para con su productor como lo hizo Cuarón. Evidentemente, no. Este director, si bien muy talentoso, en aquel entonces filmaba su primera película y tuvo que resignarse a que su productor no tuviera las palomas necesarias. No tenía una carrera tan sólida para respaldarlo, tal vez. O tal vez no quiso complicarse la vida, porque ante la presión de filmar, uno aprende a resolver rápido y de la mejor manera.

En México, el tiempo es como una liga que se rompe fácilmente. Cuarón comenzó su carrera a principios de los años 90. Casi 30 años después, pudo utilizar a la Ciudad de México, a Eugenio Caballero y al IMCINE para que todos supiéramos de qué se trató su infancia y con ello, volver al pasado, a los años 70. ¿Qué tuvo que hacer Cuarón para llegar a este punto? Algo que, por ejemplo, Orson Welles no pudo hacer con su Sed de mal. Algo que le llevó a Terry Gilliam casi la misma cantidad de años para terminar su Quijote.

Un buen grupo generacional, personas que vivieron la época de los 70 (yo apenas), consideran Roma como un grato recuerdo. El cine, por fortuna, puede hacer eso: llevarnos de vuelta a lo que sentíamos en la infancia. A Marcel Proust le llevó siete volúmenes con su En busca del tiempo perdido. A Cuarón dos horas. Y no es que ponga a Cuarón a la altura de Proust, pero para hablar de los recuerdos de la infancia, hay que darse una buena zambullida al pasado. El problema es que, no sé si en México o en el mundo, no sé si son los millenials a quienes acusamos de todo o no, no sé si es internet o los celulares inteligentes o el siglo XXI, pero parece que es necesario aborrecer el pasado y encontrar gratificación inmediata. Reconstruir el tiempo como si fueran ligas rotas. Las películas hollywoodenses hacen eso. Gratifican de inmediato al espectador. Incluso crearon un género, que si bien no es original del cine, lo explotaron al máximo: las comedias satíricas. México no se lo ha permitido, porque se niega a recordar. El olvido es parte del continuo.

Si recordáramos todo el tiempo, como hacen los alemanes con el Holocausto o los argentinos con las madres de mayo (por citar pequeñísimos ejemplos en un mar de ellos), no podríamos seguir adelante. A nueve meses ya olvidamos a los estudiantes de cine que desaparecieron en marzo del 2018. Al octubre de 1968 lo recordamos una vez el año, pero casi como si fuera el día de la virgen. Es posible que esto provoque Roma: obliga al espectador volver al pasado y sentirlo. Nos quiere hacer empáticos, pero si en algo somos especialistas en México es en no serlo. ¿Fracasa Roma, en este sentido? Para muchos espectadores, sí. No es Cuarón, es México. O, ¿no escuchamos a muchas personas, después de los 43 de Ayotzinapa, decir cosas espantosas como: «se lo buscaron»? El gran privilegio que tiene Cuarón, después de haber ganado oscares y leones, es el de hacer un personaje pasivo -que no aburrido, según yo-, que no cambia, en una industria tan exigente como la del cine, cuyos productores exigen esto cuando uno escribe sus primeros guiones: que los personajes cambien, que sucedan grandes eventos, que la trama atrape. Cuarón no tuvo que hacerlo. En vez de ello, se inundó de su (nuestro) pasado. El privilegio, pues, de la consagración.

¿A qué puede aspirar, un joven de dieciocho años que busca desesperadamente entrar a una escuela de cine en México? La ilusión viaja en twits. Ojalá muchos de ellos no separen los pies antes de tiempo. En redes sociales, Roma causa nuevas oleadas de discusiones. Si fueran verbales, durarían minutos. En las redes, uno dura horas leyéndolas. Destacan las frases como «esperaba otra cosa», «el cine debe ser esto y aquello». Claro está que no podemos esperar que algo bueno salga de una discusión en redes sociales, si apreciamos las discusiones, argumentar, la lógica. Sería como pedir coherencia a un grupo de borrachos o que creyeran en el método científico un grupo fanático que asegura que la tierra es plana.

Lo que sí es grave -y de hecho muy grave-, es que la ignorancia tenga una voz para discutir, contribuya e influya en la opinión de otros para decir, por ejemplo, que una película filmada en 65mm pueda tener el mismo resultado que una película grabada con iphone.

El país del pasado sigue siendo presente. Discutir sin resolver, no aceptar lo que hace un mexicano solo porque es mexicano (salvo cuando mete goles a Alemania), no creer en nosotros mismos. ¿Habrán dicho lo mismo los detractores cuando ganó con Gravity? En la época de la ausencia de autoridades, el cinéfilo es rey. Y el usuario de redes sociales el cerbero de quién sabe qué. Se resume puntualmente en una de discusión de twitter:

MILO: No superó mis expectativas.

JOSÉ:  Es una película, no una meta de vida.

 

2. Ganancias y herencia

El objetivo de una película es entretener, dicen unos. Y por entretener, se cobra. La película es cine de arte y por tanto, no es su deber entretener, dicen otros. ¿Qué es el cine?, se preguntan unos terceros y nadie tiene la respuesta correcta. Porque no la hay. Lo que sí hay es un negocio multimillonario detrás. Y el mayor presupuesto para una película en la historia de México. Negocio para quien lucra, pero fondo «perdido» (económicamente hablando) para el Estado mexicano, que gastó un par de millones en su promoción. Aclaremos que en cultura, la medición del éxito no se basa en retribución económica.

Sin embargo, el imaginario pareciera ser el de: una película de grandes vuelos, como es Roma, debería tener grandes valores de producción, que son aquellos aspectos visuales y artísticos de la película que nos hacen (espectadores y productores) sentir que la película valió la pena una inversión. Roma solo pide inversión de tiempo, salvo los que la vieron en el cine.

En casa, Roma equivale a gastar dos horas y el equivalente a la proporción del valor mensual de la renta de Netflix, que sería algo así como diez pesos la película si se ve una diaria en un cálculo muy somero. Es decir, que diez pesos y dos horas no son suficientes para aguantar la sencillez. Aparente sencillez. Así se construye, entonces, una nueva exigencia del público mexicano. Hablo del mexicano porque no nos importa, por ahora, el público de otros países. La gran construcción de la expectativa tendría que tener un gran cumplimiento. El de la sencillez, para muchos, no fue suficiente.

Es probable que la sencillez no quepa más en la representación del mexicano en el cine. Por eso, los relatos sencillos no tengan éxito comercial. Además, muy probablemente no existirá jamás una película que satisfaga a todos los mexicanos. ¿Lástima? Tal vez no. Finalmente la sencillez la había ganado Rulfo, hace décadas.

Curiosamente, a Cuarón le llega una película tan íntima que opaca otras películas íntimas o de muchos años que costaron hacerse. Como a Terry Gilliam, que le llevó 25 años hacer su Quijote, fracaso tras fracaso. Como a Orson Welles, uno de los más grandes de la historia, que si bien murió en 1985, este año se proyectó una propuesta de edición de su película inacabada, Al otro lado del viento. Por cierto, producida por Netflix. Y, finalmente y tal vez el caso más triste de un proyecto que al fin se terminó después de años, la famosa Ana y Bruno de Carlos Carrera, que llevaba una década intentado terminarla.

Gilliam y Welles tienen ya su lugar en el cine. Pero Carrera, aunque haya sido muy exitoso, no tiene la fama, popularidad ni los oscares que tiene Cuarón. Y tal vez por eso, ni Gilliam, ni Welles ni Carrera serán recordados este ni los siguientes años como los directores que terminaron en vida o no, sus proyectos de tanto aliento, sudor y tiempo. Si Roma es histórica, tal vez lo sea como si hoy plantáramos una avenida de eucaliptos. Los eucaliptos se pueden ver muy bonitos, pero afectan el suelo donde se plantan y sus raíces no dejan crecer otras especies.

Sucede algo parecido con los nogales, que no dejan crecer nada bajo su sombra. ¿Será Roma el nogal del cine mexicano y por ello, histórica? ¿Dejará crecer otros cineastas a tal altura? No lo sabemos. Lo cierto es que hoy, 2018, Roma deja la vara tan alta para los cineastas mexicanos que vienen detrás. Lo mismo hacen The Revenant de González Iñárritu o La forma del agua, de Guillermo del Toro. Así, creo que difícilmente volveremos a tener un caso de éxito como el de los tres amigous.

 

3. Roma y la crítica (spoiler alert)

Personalmente, considero que Alfonso Cuarón no es un gran contador de historias. Se ha preocupado tanto por los prodigios de lenguaje cinematográfico y del uso de la tecnología, que tiene momentos magistrales como los primeros minutos de Gravedad o los planosecuencias avasallantes de Los niños del hombre, cuyos resultados son rotundamente opuestos a sus finales patéticos. Cuarón juega grandes partidos pero falla los goles de último minuto.

Su fama le ayuda a no tener que contestar preguntas incómodas de la prensa porque alguien importante lo protege de ella, a no hacer entrevistas más que con el New York Times u otras prensas fifís, a aguantarse la risa de periodistas que como niños (niños no en sentido peyorativo) creen que su película se filmó en el espacio y, sobre todo, a que se haga lo que él quiere. Así son los niños mimados y los grandes directores. Como jefes de manada, el resto los sigue. Como líderes, el resto cree en ellos.

Cuando vi Roma, no tenía ninguna expectativa. Era una noche más del festival de cine. Conforme la película avanzaba, me sorprendía su sencillez, porque efectivamente, era un Cuarón nuevo o viejo, pero distinto. No buscaba regodearse con un gran movimiento de cámara, sino todo lo contrario: era el interior del cuadro lo que haría hablar, decirlo todo. El sonido, que importante, no es dominante.

Quienes se sorprenden por el diseño sonoro, tal vez apenas conocieron el diseño sonoro en las películas. Empero, la experiencia en cine no pudo superar la experiencia en la sala… de mi casa.

El (casi) gran acierto de Roma es que trajo a la Ciudad de México el pasado. Pero Cuarón no triunfó, porque el pasado nunca se fue. Ojalá alguien le hubiera dicho que sus camiones de basura y otros camiones de los años 70 siguen circulando por la provincia mexicana. Roma ayuda, tristemente, a acrecentar la brecha entre el imaginario del capitalino y de los que viven fuera de la CDMX. La película es un gran golpe para los que niegan el pasado, pero no es un golpe como Rojo Amanecer. Es un golpe que abraza. En blanco y negro.

Hacia el primer tercio, la película avanzaba con una delicadeza magistral, pero no venía aún el gran gol. De pronto,vinieron las secuencias del entrenamiento de los halcones, los paramilitares de 1971; de la matanza de Corpus vista desde una ventana, del aborto del niño vista a unos centímetros de la cama. Era una deuda pagada. Ahora sí, Cuarón era un gran director. Ya no importaba que no fuera un gran narrador: hacía sentir que las entrañas salían y volvían a colocare al interior. Entendí que tuvo que ganarse -que no sufrir- el respeto y el apoyo del mundo cinematográfico para poder filmar algo tan íntimo y excepcional. Roma es una gran película.

El problema es justo la historia fílmica de su director. Pero la historia fílmica de su director era necesaria para que Roma pudiera hacerse. Si es un fracaso en la audiencia, que no artístico, es porque Cuarón lo necesitaba una vez más, como sucedió con Grandes Esperanzas. Entre mis maestros se citaba mucho a Beckett: fracasa una vez, fracasa mejor la siguiente. Cuarón había ganado ya el mundial y aunque gane otro Oscar, ya es un fracaso para muchísimos espectadores. Y tal vez eso necesitaba Cuarón, después de varios oscares: fracasar para la gente.

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