No deja de ser sorprendente que a pesar de las restricciones que impone la teocracia de Irán a la libertad de expresión, la cinematografía de ese país sea una de las más vibrantes del continente asiático. Se hace mucho cine en Irán, pero en las últimas décadas numerosos cineastas y actores han debido sortear la censura. Además, soportar el acoso gubernamental o de plano abandonar el país, casi siempre de manera clandestina, para seguir ejerciendo su labor.
Pese a la represión gubernamental, una de las manifestaciones más importantes del descontento popular sucedió en Teherán en 2022. La muerte de la joven Mahsa Amini, quien fue detenida y golpeada por la policía religiosa acusada de no usar el hiyab a la manera tradicional, desató una ola de indignación que dio la vuelta al mundo. Al grito de “Mujeres, vida y libertad” proliferaron escenas de mujeres quemando sus hiyabs y cortándose el pelo.
La semilla del fruto sagrado (Dâne-ye anjîr-e ma’âbed, 2024), el octavo largometraje de ficción de Mohammed Rasoulof, transcurre en esos días aciagos. Las protestas son el telón de fondo de un drama familiar, en donde un grupo de mujeres debe enfrentarse a su opresor. Una clara alusión a la situación social y política que les rodea. La película se estrenó en la pasada edición del Festival de Cannes, ya pasó por la 76 Muestra Internacional de Cine y está nominada al Oscar a la mejor película internacional. Hace unos días se acaba de estrenar en la cartelera local gracias a la distribuidora Caníbal.
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La historia se centra en una familia iraní. El padre, Iman, acaba de ser ascendido a juez de instrucción, lo que significa una mejora económica y un mayor compromiso con el gobierno. Su esposa, acostumbrada a plegarse a sus deseos, celebra el nombramiento. Mientras que sus jóvenes hijas, imbuidas de los vientos de cambio que soplan en la capital, empiezan a distanciarse de las represivas medidas dictadas por el régimen.
Durante los primeros segundos de la película escuchamos el tintineo de balas que caen sobre un mostrador, un hombre las recoge y debe firmar un contrato. El hombre es Iman, quien al recibir su ascenso, debe portar una pistola reglamentaria. El ascenso, como pronto comprobará, significa firmar sentencias de muerte a discreción, algo que no le granjeará muchas amistades. Se afirma que el arma garantiza su protección. Es por ello que cuando desaparece misteriosamente del departamento, el funcionario cae en la más absoluta desesperación, llegando a utilizar métodos de interrogación y tortura psicológica con su propia familia.
Si bien en un inicio el protagonismo parece recaer en Iman, al poco tiempo vemos como el centro de atención se desplaza hacia los personajes femeninos que lo rodean. Su esposa e hijas, inicialmente sostienen abruptas discusiones, pero al final deben unirse para enfrentar al enemigo común. El arma, que funciona como una metáfora del poder, sugiere que quien la tenga podrá controlar a los demás.
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Mohammed Rasoulof terminó de montar la película desde el exilio. Fue condenado a ocho años de prisión y la confiscación de sus bienes, pero pudo huir hacia Alemania antes de que se ejecutara la sentencia. El cineasta iraní ya era vigilado por el régimen, pero su película anterior, La maldad no existe (Sheytan vojood nadarad, 2020), así como su apoyo a las protestas de 2022, lo obligaron a rodar su más reciente trabajo prácticamente en secreto.
La semilla del fruto sagrado revela que la revolución está dentro de casa. Es la lucha de la libertad contra el absurdo. La línea inicial de la película sugiere el paralelismo entre el amate sagrado (ficus religiosa), un árbol venerado por el budismo y el régimen teocrático de Irán. Las semillas de esta higuera se esparcen a través del excremento de las aves y empiezan a crecer sobre otros árboles, hasta que finalmente los estrangulan.
Es justo lo que hacen los regímenes totalitarios con los pueblos que controlan.