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«Se está muriendo gente que antes no se moría»

Por Raúl Mejía

Llega un momento en la vida en que, haga uno lo que haga, solamente aburre. Queda entonces una manera de recuperar el prestigio: morir. (Dicho así, como si nada y al pasar, por el siempre optimista Adolfo Bioy Casares).

No importa cuántos más se mueran o muramos en este 2021. Este año ya pasó a los anales de mi historia personal como el más letal de cuantos he vivido.

Antes “se me morían” personas a quienes conocía superficialmente. De esos afectos lejanos cuyo desenlace no dejamos de lamentar pero no nos estremecen de manera tan directa.

Eso era antes. Este año ha sido diferente.

En 2021, la mayoría de las personas que pasaron el sobrepoblado suburbio de calacas ha sido de otra índole. Esta vez le tocó a varios amigos con quienes me unía un afecto como para reunirnos a tomar café, echar unos tragos y chismear.

¡Ay! Hace unos días le comentaba a una amiga que, por fortuna, la parca no le ha puesto atención a la banda de afectos aglutinados y hechos bola en la señera cantina La Enramada. Nadie de ese grupo -tan unido, diverso y jocoso- ha estirado la pata y, de una vez os lo adelanto: cuando eso ocurra experimentaré una catástrofe… a menos que sea yo quien se ponga serio, pálido y frío porque -me informan- uno no siente nada cuando está muerto (antes, sí).

La mayoría de los finados, como lo dicta el lugar común, “estaban bien y de repente se pusieron mal”. Todo iba más o menos recomponiéndose, pero a los pocos días entregaron los tenis. El grupo de amigos fallecidos, casi todos, andaban transitando la década conocida como “el sexto piso” y ¿qué creen? Pos sí: con la misma amiga arriba mencionada sacamos una conclusión respaldada por estudios estadísticos serios (pero desconocidos): si una persona sale airosa de ese lapso entre los sesenta y los setenta años de vida se puede afirmar, con cierta dosis de autoridad científica, que “ya la libró”.

Una conclusión extraña si las hay. ¿A poco no? Uno se pregunta por las ventajas de llegar al séptimo piso. ¿Cinco años más? ¿Diez? ¿Quince? ¿Acaso veinte? Para mí, si las cosas van más o menos bien, la “ganancia” será de unos doce años y ese lapso, cuando uno ya recorrió el 80% del camino, es poco, pero no hay más.

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Yo me daría por bien servido (iba a decir “bien dotado”, pero eso es una arrogancia) si en en esos “doce años de gracia” puedo subir escaleras sin terminar todo bofeado; si soy capaz de cargar a mi próximo nieto o nieta (en plena gestación) sin pedir que me ayuden; si tengo la fortuna de seguir cogiendo de vez en vez porque, aunque no lo crean, muchos y muchas dejan de coger no porque no puedan o quieran, sino porque ya no nos pelan; dejamos de expeler feromonas pues.

¡Ups, qué bochorno!

En suma, para quien esto les redacta, es motivo de celebración seguir firme en alguna de las actividades propias de la edad. Pienso en edificantes actividades como rascarse los adminículos masculinos, cuidar el jardín, leer como desaforados, dar de comer a las palomas en parques públicos, no parar de ver series en Netflix y desvelarnos de vez en vez.

¿Es eso razonablemente posible?

Una gran pregunta la anterior.

¿Qué es lo que más valora un enfermo y su familia? De una vez se los restriego: la presencia.

No digo que los mensajes de whatsapp, los corazoncitos en feisbuc y los mensajes con muestras extremas de amor en redes sociales sean irrelevantes. Se agradecen y más: algunas personas sencillamente no pueden expresar de otra manera su solidaridad, pero lo realmente valioso, encomiable y con valor añadido, es la presencia. No sé cuántos whatsapp hermosamente redactados equivalgan a media hora junto al enfermo y su familia; cuántos corazoncitos suplen las ganas de ayudar cuando éstas se expresan en persona, en concreto y en especie.

Los sabios y los poetas lo dicen: uno se muere solo, pero la soledad se siente en todo su esplendor cuando alguien pasa de “estar enfermo” a “está muy enfermo el pobre”. Cuando se llega a esa estación, pocos se solidarizan al extremo de, incluso, dar tiempo (en persona) a quien lo requiere. Tal vez en estos tiempos esos mensajitos cibernéticos sean la cifra del afecto sincero. Para mí no basta, pero ¿quién soy yo para andar develándoles alguna verdad inobjetable?

Cementery

Las cosas adquieren matices interesantes cuando la persona cotizando en la categoría “muy enferma la pobre”, se muere. Luego de parpadear repetidas veces al recibir la notica, de inmediato emerge nuestra solidaridad y amor reclamando cauces capaces de contenerlos y damos gracias a los dioses del Olimpo por haber inventado las redes sociales. Nunca como ahora hemos sido capaces de formular hagiografías más enternecedoras gracias a feisbuc, instagram, whatsapp o Tik Tok. Quizás sea hora de aceptarlo, asumirlo, resignarnos: unas líneas cibernéticas valen más o lo mismo que las apologías murmuradas en privado, en ese momento piadoso cuando se abraza a quien ha perdido un ser querido. No digo que los panegíricos feisbuqueros no sean sinceros… son otra cosa pues. Eso pienso.

Por ahí anda un libro de Ray Bradbury cuyo título me resulta útil al pergeñar este texto: La muerte es un asunto solitario. ¿A poco no es preciso? Es un asunto solitario y además poco relevante en su versión mediática. Es como las fotos en papel y las selfies. Uno puede pasar horas viendo fotos impresas en celulosa… pero en pixeles apenas unos segundos. A la muerte de los otros la hemos convertido en selfie.  

Si uno lee los encomios feisbuqueros se queda con la impresión de que el finado era un faro de luz, una estrella que guiaba los pasos de docenas (o cientos) de discípulos, un ser humano dotado de una inteligencia más allá de lo razonable, un gran padre, hermano e hijo. Nada escapa a los dolientes atrás del teclado, pero de eso a ir al sepelio o la incineración median muchos pulgares enhiestos.

Para eso se inventaron las redes sociales (entre otras cosas).

Uno siempre es más osado, valiente, sincero y desmesurado en el teclado.

Este año me hice visitante frecuente de panteones y hornos crematorios. Constaté dos cosas. La primera:  el Covid impidió los velorios, sepelios cremaciones tradicionales y, dos: una vez hechos a la cultura pandémica y de precaución (con medidas menos estrictas) se puede evitar ir a abrazar aunque sea protocolariamente.

Les cuento: el 2 de octubre pasado fui invitado a la Ciudad de México a una comida organizada por una amiga recién salida del reclusorio de Santa Martha Acatitla. Varios años pasó entambada y para celebrar su libertad nos invitó a varios a una comilona pantagruélica (pero de buen gusto y muy medidita). En vista de la popularidad de mi amiga y la gran cantidad de personas que la queremos, me imaginé la reunión como un mitin político (con todo y Frutsi de fresa) pero no. Eramos relativamente pocos.

Cuando la anfitriona tomó el micrófono se echó una lírica improvisación y a varios nos hizo limpiarnos unas lagrimillas traicioneras corriendo libres por nuestros cachetes. Rescato lo siguiente porque se ajusta al tema de esta entrega: la comida era para nosotros (los gorrones) porque en los años que pasó en el bote, su familia la mantuvo informada de los cientos de mensajes en redes sociales por parte de quienes la querían: “Lo sé: todos los mensajes eran sinceros y los atesoro en lo más profundo de mi ser, pero esta comida es para ustedes porque me dieron parte de su tiempo visitándome en el penal” -nos dijo.

No creo haga falta explicar el meollo del asunto: todo cuenta y se valora, pero la presencia es fundamental.

Si allá por 1651 un tal George Herbert sentenció que por un clavo se había perdido una batalla, bien les puedo traer a la mesa una versión del “poema del clavo” graznado por alguien cuyo nombre no recuerdo pero hecha mármol hace unos cincuenta años: “en tu ausencia se perdió un reino” (se rumora que la dijo Italo Calvino; vayan ustedes a saber).

Está de moda que se muera gente que antes no se moría y ese novedoso esquema operativo de Tánatos ha dejado claro que, si uno puede evitar apersonarse en el lugar de los hechos, es una buena idea no apersonarse y escribir piezas  plenas de lirismo y sentimientos nobles (porque lo son) en el feisbuc, por ejemplo.

Los tiempos han cambiado y eso me lleva a un útimo comentario.

En una película palomera (se llama Nothing but the truth; está en Prime Video) un abogado lleva el caso de una mujer distinguida y conocida socialmente. Todo va bien… hasta que se pone mal y las cosas se tornan adversas a la mujer. El abogado le suelta un comentario. Lo cito: “una persona puede vivir una buena vida, ser honorable y caritativa, pero al final, el número de personas que irán a su funeral… dependerá del clima”.

Las cosas, como el clima, cambian.

Así de pinche el asunto.

Así las cosas.

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Imagen superior: Jasmin C/Flickr

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