Por Raúl Mejía
Pocas cosas en este mundo son tan crueles como ser feo y pobre.
El asunto ha sido materia de análisis al más altísimo nivel, pero ya lo saben: todo lo que sube al final baja y un inglés vilipendiado lo aterrizó en un aforismo afortunado que me permitiré modificar: “dos cosas son imposibles de ocultar: que estás enamorado y que eres pobre”. Lo dijo Oscar Wilde; mi aporte es “dos cosas no se pueden ocultar: que eres pobre y que estás feo”. Desarrollaré el tema, pero dejaré para otra ocasión lo de ser pobre. Me interesa la incómoda experiencia de ser feo (o fea). Es verdad: la sabiduría popular tiene recursos y atenuantes para sobrellevar el sino y el destino de la fealdad.
Pienso en “siempre hay un roto para un descosido”, refrán que no necesita explicación y suele ser un flagelo no sólo para los feos (porque en ellos suele cumplirse, impecable, la frase inicial de una novela de Carlos Fuentes: «No hay peor servidumbre que le esperanza de ser feliz”) sino para quienes no se consideran feos aunque -no es justo generar expectativas en los poco agraciados- abundan los ejemplares humanos des-graciados desde el día de su nacimiento. Son casos extremos: fueron captados y detectados con esa característica en el momento del primer berrido: “está priettito, pero no está feo”.
Aquí ya hay un ingrediente adicional: el racismo. ¿Qué le espera a un bebé no solo feo, sino prieto?
La vida, sin embargo, suele ser caprichosa y menudean los casos de feos orondos, felices, arrogantes incluso.
De entrada, lo dejo sobre la mesa: a estas alturas del partido ya no puedo andar de presumido. Mis años juveniles, cuando al menos podía asumirme como un sujeto “no tan tirado a la calle”, han pasado. En este momento acepto con estoicismo ser tildado de jodido -una mezcla convencional entre lo feo y lo pobre.
No siempre fue así. Es más, estoy en la edad reglamentaria para decir las cosas como son o como las veo o como las viví: nunca me consideré guapo, ni bonito, ni galán, pero mi expediente en el sector donde las cosas adquieren su justa dimensión, permite asumirme como un hombre afortunado en el sector más complejo de las relaciones entre seres humanos: con las mujeres.
Así es, amigos y amigas: fui un feo con suerte. Diosito me dio el don de hacer reír a las mujeres y si jamás supe tocar la guitarra ni aprendí a bailar (habilidades esenciales para acceder a los más nobles o perversos sentimientos femeninos) al menos era simpático y buen conversador.
Luego ya no, porque en esta vida se puede soportar a los feos, pero a los viejos no… pero también fui víctima de flagelos y paso a contarles el chisme completo: ocurrió en una de mis fases jodidas: me veía en el espejo de perfil y de frente a mis poderosos treinta años y concluía: “la verdad y lo que sea de cada quien, no estoy tan mal”, pero estaba solo como perro en el periférico. El entorno me hacía sentir miserable luego de mi tercer divorcio.
Por ese tiempo, un amigo muy guapo, atractivo y también poderoso (joven) fue localizado por la Interpol y trasladado al Reclusorio Norte acusado de lavado de dinero, fraude bursátil, y personalidad escindida. Los dos primeros delitos fueron consumados en España; el de la personalidad dividida en Morelia. Fui a verlo, claro. De una vez les digo: nunca vayan a la cárcel a visitar amigos en desgracia si están recién divorciados, sintiéndose desamados o en la condición de “perro en el periférico”.
Mientras esperaba a mi amigo, a mi alrededor pululaban las parejas enamoradas en día de visita. Me preguntaba cómo un sujeto a dos metros de mí, tan feo y jodido (y prieto) podía ser amado por la mujer a su lado. ¿Acaso era menester robar un banco y volverme famoso a través de las benditas redes sociales?
Ese sentimiento de inferioridad me marcó por muchos años. Supe de la importancia de superar las limitaciones: si no era guapo, al menos debía recuperar mi cualidad más preciada: hacerlas reír. Un asunto de feromonas. No nos confundamos: el amor de la familia no se detiene en pequeñeces como ser feo (a uno lo quieren igual). Estamos hablando de la madre de todas las pruebas: con el sexo opuesto (si se es heterosexual).
El asunto de la fealdad se convirtió en tema de escritura muchos años después de mi visita al Reclusorio Norte. Fue cuando supe que un sujeto muy feo se fue a dormir como siempre (feo) pero al día siguiente despertó y estaba bien guapo el maldito.
Su nombre: Héctor Herrera.
No es razonable imaginar a alguien con tan pocas gracias. De hecho, cuando jugaba (él) en los Tuzos del Pachuca me preguntaba cómo podía un cabrón tan feo jugar tan bien y ser pretendido por equipos europeos. Luego me acordé de mi única cualidad: hacer reír. Héctor, tan repelente, nunca supo si las hacía reír (ni le hacían caso) pero jugaba bien al fucho y, ya se sabe, un futbolista, cuando llega a cierto nivel, puede pasar por “no tan jodido” cuando empieza a ganar mucha lana y esta vida está llena de apariencias.
Si Héctor no hubiese sido tan bueno en eso de patear el balón y ser rico, su ahora esposa no se hubiera fijado en él. ¿Han visto a su cónyuge? Pudo andar conmigo… cuando menos, pero yo ¿cómo les diré? No cotizo en ciertas divisiones. En la del billete, por ejemplo.
Fue tan desmesurado el cambio de apariencia del mediocampista, que las redes sociales y “revistas del espectáculo” lo difundieron generosamente: ahí estaba un cabrón joven, vestido de Armani, posando arrogante ante la cámara. Hasta barba le salió al desgraciado. ¿Ese sujetillo de varoniles rasgos era el pinche gnomo que juega en Europa y se cotiza en la élite del balompié, es millonario y (ahora) guapo entre los guapos?
Mientras tanto, en Morelia…
Me fui al espejo del baño a observarme detenidamente. Cada mes descubro un nuevo pliegue en mis líneas de expresión, me percato que cuento los mismos chistes desde hace cinco años y siete meses, ya no pongo nerviosa ni a una escoba y dejé de tener sentido del humor para ingresar a la despreciable división de los “chistositos”.
Le he descubierto nuevas aristas semánticas a una rola que en mi juventud escuchaba con una sonrisita de suficiencia apenas disimulada: “tenían razón mis amantes/en eso de que antes, el malo era yo”. Al final el destino me alcanzó y ahora no es una rola más: es la realidad. Ya nadie me pela y -siguiendo al mismo cantante- ahora puros “besos en la frente me dan”.
He pensado en hacerme algunas correcciones. Total: los bienes son para remediar los males y esa papada de guajolote bajo mi mentón bien puede ser eliminada; los surcos que me tienen como a Borges al final de su vida (poniéndose esparadapo en los párpados para que no se le cerraran) ameritan una estirada y, ya encarrerados, mi nariz siempre me ha parecido deleznable. Es cosa de darle una lijadita al tabique nasal y listo. El botox no lo cuento porque es algo a lo que acudo de manera regular (de ahí mi sonrisa cada vez más parecida a la de Lucía Méndez).
Con mis manos nada puedo hacer, pero siempre las he odiado. Recuerdo a una amiga (cuando yo era joven y bello) a quien le pregunté, en plena sobrecama, qué parte de mi cuerpo le gustaba más. Mi pregunta era sana y supuse una respuesta como “tus labios que saben besar” o “los afilados rasgos de tu cara varonil” pero no. Me dijo -medio distraída- “tus manos” y de inmediato volvió a abrazarme con un besito equis en los labios, como zanjando la discusión. Yo pensé, observando mis extremidades infames “¿mis manos? No mames” o algo así. Ya no recuerdo.
No sé realmente si seguir el ejemplo de Héctor Herrera porque desde hace unos meses la vida me ha puesto en el camino de esas mujeres que, en la década de los setenta del siglo pasado, eran obras maestras de la ingeniería femenina: grupas en donde uno cabalgaba feliz y dionisiaco, tetas que desafiaban las leyes de Newton, indiferentes a la Ley de la Gravedad, nalgas crepusculares en donde el sol jamás dejaba de ser un amanecer promisorio y donde los guerreros descansábamos luego de una batalla.
Hoy, varias de esas gacelas languidecentes han vuelto al campo de batalla amparadas en la invaluable experiencia, el aburrimiento de una vida marital sin chiste y con un potencial libidinoso intacto en el crepúsculo de su belleza. Es un club clandestino que tiene, en José Alfredo Jiménez, a su santo patrón. Pragmáticas, fusionaron la misión y la visión de su club en el lirismo de una rola del autor de Un mundo raro: sólo pretenden sacar “juventud de su pasado”.
Cuando Brunilda me invitó (lástima: no la conocieron en su apogeo) acepté; cuando la vi en persona -luego de perderla de vista por dos décadas- supe que ni una rehabilitación al estilo Héctor Herrera me ayudaría, pero podría jugar en esas canchas reglamentarias de antaño con la impunidad que solo la experiencia puede ofrecer.
Acepté ser parte del club y no tienen ustedes idea de lo divertido de las campañas en que nos vemos involucrados los nueve miembros de esa altruista cofradía. Es cosa de cerrar los ojitos (ambos: ellas y nosotros) y coger con esas hermosas piezas de ingeniería femenina de hace décadas.
Hay habilidades que no se pierden. Podrán quedar en “modo hibernación”o en ese estado de gracia llamado “potencialidad”: Sólo se necesita el azar, el atrevimiento a revivir los viejos recuerdos de pasadas glorias con ese (o esa) que nos hizo tocar los “dinteles de la gloria” para olvidarse de los cueros colgando… y con cueros me refiero a todo, porque -seamos sinceros- algunas cosas ya no funcionan del todo, pero como bien me lo ha dejado claro Brunilda, esa bruja cachonda, “si la fuerza mengua… avante con la lengua”.
“¿Existe la posibilidad de la rehabilitación del apéndice masculino?” -le pregunté a la Bruni haciendo una pausa en lo que estaba practicándole (en realidad fue un pretexto para que dejara de jalarme el cabello). La bruja Brunilda se incorporó, me miró con cara de desaprobación y me dio unas palmaditas a la altura de la nuca al tiempo que me decía “ya papito, no te fijes en pequeñeces, tú síguele como vas y… ¡ya deja de hablar, por Dios!”