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Terremotos

La sala de mi casa siempre fue de cedro blanco, una mesa de 1×2 (aproximados, nunca fui bueno para medir) que cuando yo era niño utilizábamos para desayunar, comer y cenar.

Terremoto 1985
Foto: REUTERS/Daniel Aguilar

No eran todavía las 8:00 de la mañana cuando yo estaba desayunando, mirando a mi izquierda a mi madre y de frente a mi padre. Atrás de mi padre, un ventanal y detrás del ventanal el cerro de Santa María. No recuerdo un rugido, ni algo que se resquebrajara. Solamente, de pronto, de la nada, comenzó a temblar.

Tenía 6, casi 7 años. Si hubiera nacido antes de agosto, no habría tenido problemas para inscribirme en la primaria, pero afortunadamente un amigo de la familia nos ayudó y en primer año tenía 5, casi 6. Eran mis últimos días de ser llevado a la escuela. Uno o dos años después, mis papás me enviaban solo, aunque eran solo unas cuadras caminando. Todavía no eran las ocho de la mañana y la tierra, súbitamente, como un ogro que ha estado durmiendo durante años, como el fantasma que se quedó encerrado en la casa que llegan a abrir después de décadas, se despertó y se sacudió como si quisiera que los humanos nos quitáramos de encima.

Y lo logró con miles. En Morelia tres combinaciones se reunieron para que los resultados del terremoto no fueran fatídicamente multiplicados por miles, como en la Ciudad de México: la cantera, la piedra volcánica y la falta de edificios. Muchas casas se resquebrajaron, pero en Morelia nadie murió. O al menos no supimos. No terminé mi cereal. El terremoto nos hizo brincar. Las paredes, como hojas, se sacudían. El rugido era bíblico. Como si hubiéramos sido entrenados durante años para el momento, automáticamente nos resguardamos bajo el arco de la puerta de la cocina. Los segundos se hacían largos, como si fueran hechos de goma y pudieran estirarse. Por alguna razón, mi padre fue a revisar algo a la entrada de la casa. No imaginé que nos abandonaba, pero no quería que se fuera.

Mi madre me tranquilizó y vi cómo mi padre parecía caminar sobre un barco que está siendo azotado por una furiosa marea, por un monstruo marítimo que se esfuerza por acabar con la humanidad. Mi padre regresó pronto y los segundos que tuvimos que esperar para el fin del terremoto parecían haber sido escritos por Marcel Proust. Pronto volvió la calma. No recuerdo si hubo cancelación de clases y no recuerdo si celebré la cancelación en todo caso.

Foto: http://www.dfinitivo.com

Mi siguiente recuerdo es la sala de la televisión, probablemente al mediodía o la tarde. La televisión, con ese maldito sonsonete de los años 80, recordaba una y otra vez la tragedia, mostraba imágenes que después fueron exclusivas del Alarma!, se recuperaba una ciudad que casi quedó aniquilada. Yo no sentía empatía por ellos. Tal vez por la lejanía, tal vez por mi edad. Hasta que llegó un momento, después de muchos intentos de llamada, en que mi padre se dio por vencido y hundió su cabeza en las rodillas, llorando por la muerte de sus padres, mis abuelos. El conteo de muertos era incontable. El presidente había desaparecido. La población, por primera y única vez desde 1910, tomaba el destino en sus manos. Entonces comprendí que la muerte tiene una presencia invisible, que salta como gato escondido y agazapado, que es como un monstruo que se ha quedado dormido por mucho tiempo y que un buen día despierta.

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Mis abuelos murieron, pero no en el terremoto del ’85, sino años después y afortunadamente no bajo los escombros de un edificio. En ese septiembre, por fortuna, estaban todos a salvo. Muchos años después, en la sala de mi departamento en Studio City en Los Ángeles, estaba viendo un capítulo de una serie fabulosa, llamada Boardwalk Empire, acompañado de unas papas con sabor a vinagre y sal y una sidra embotellada. Me acompañaba Meaux, una perrita de 3 años, de raza pastor australiano, negra como el fondo del mar. Brett, mi roomate y su dueño, estaba fuera, trabajando. Era domingo. De pronto, tembló. Sabía que California era una zona de temblores, sabía que la falla podía fallar. Pensé que me había mareado, pero pronto sentí que algo movía el mundo y era imposible detenerlo.

Me levanté con prisa y por automático pensé en salvar lo salvable: tomé mi pasaporte, me puse zapatos y grité Meaux, come here! La perra vino corriendo, le puse la correa y salimos a la calle. Los reflejos parecen responder a una programación que alguien nos ha insertado en el subconsciente. Serían reflejos del ’85, serían un aprendizaje sin entrenamiento, pero solo Meaux y yo estábamos en la calle. A los pocos segundos unos vecinos salieron también, pero no había alarmas ni razones para alarmarse. Sí, estábamos a salvo. Volví a casa justo cuando Brett volvía. Meaux corrió hacia él como siempre hacía, como dos amantes que vuelven a verse después de mucho tiempo.

Foto: Wikipedia

Le pregunté a Brett si había sentido el temblor. Brett, como yo, tenía menos de dos años viviendo en California. No, no sentí nada, venía manejando, me dijo. Los dos bajamos la cabeza y entramos, viendo como Meaux tomaba un juguete y se disponía a destrozarlo con el hocico. En su cuenta de Twitter, Brett escribió, palabras más o menos: ¡Dos años en California y no pude experimentar mi primer temblor! ¡Otra vez, otra vez!

Suspiré y sonreí. Si tan solo supieras, pensé.

 

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