Por Karina Gidi
La verdad es que yo necesitaba parar. Detenerme y respirar profundo. Es asombrosamente sencilla la forma en que puedo enajenarme, insistir en sentirme ocupada, productiva, útil. La epidemia ha sido como toparme con pared. Más allá de los temores que creo que la mayoría compartimos, la gratitud inmensa por tener la posibilidad de vivir sin trabajar unas semanas, de tener una casa donde hacer la cuarentena, más allá de reconocer la labor generosa y valiente de muchísimas personas, empezando por los trabajadores de la salud; lo que más me ha revelado esta situación que estamos atravesando es la aceleración interna con la que suelo vivir, y la preocupación intermitente en mi cotidianidad.
La aceleración y la preocupación. Las tengo presupuestadas en mi vida diaria. Este virus nos metió en una cápsula de tiempo que se respira en cámara lenta. No se puede vivir así, ya lo sé, pero no se debería vivir tan del modo opuesto. Y en cuanto a la preocupación, tengo a mis hijas conmigo, no estoy corriendo para llevarlas o traerlas, ni estoy monitoreando si la mayor ya va llegando a casa. Estoy tranquila. Eso es una novedad.
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Le llamé a Silvia, mi vecina de al lado. Es una señora mayor y es hipertensa. Que está todo bien, me dice, que ya puso un trapito blanco en su puerta por recomendación de otra vecina, porque cuando las plagas en Egipto, mandaban pintar de rojo las puertas como protección. O algo así entendí. Igual le recordé que ahí estaba yo para ayudarla si lo necesitaba. No porque creyera que el trapito pueda fallar, sino como un refuerzo, digamos.
Tere, la señora que hace el trabajo doméstico en mi casa, prefirió pasar su cuarentena aquí. Tiene 59 años pero ha tenido algunos problemas de salud. Dice que prefiere quedarse y trabajar que irse a encerrar sola. Tere no tiene familia. Tiene a su papá en San Felipe de Jesús, en el municipio de Amatepec, Estado de México, pero cuando le pregunté si quería ir a verlo me dijo que mejor no. Ayer la quise reemplazar en la cocina (me gusta mucho estar en la cocina y ahora tengo tiempo) pero Tere se molestó.
Está más o menos establecido que yo puedo entrar a la cocina si voy a hornear un pan de nuez o unos muffins de plátano; ahí sí tengo permiso. O también si voy a freír tocino para hacer una frittata en el refractario, con espárragos o espinacas. También tengo libre tránsito en las mañanas para hacer el jugo. Pero la hora de la comida es su reinado y más me vale no aparecerme por ahí ni para poner la mesa. Acordé con ella que toda la tarde descansara. En la noche se asoma para ver qué andamos haciendo, se sienta a ver la tele con nosotras un rato o nos platica cosas, luego se despide y va a su cuarto a descansar.
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No voy a hacer mayor cosa que estar tranquila. Asegurarme de que estemos haciendo lo mejor que se pueda por cuidarnos y cuidar a los demás. A la familia, a los amigos, a los vecinos que necesiten ayuda. Llamar cada tanto a la gente que conozco y que sé que está sola pasando estos días. El encierro confronta mucho y asusta. Pero más allá de eso que es como echar lazos de cariño y de cuidado, no pienso hacer nada. De pronto me sentí como cuando las caricaturas corren desenfrenadas en su sitio, sin avanzar. No quiero. No voy a obligarme a estar creativa y productiva. No quiero pasar de estar aprisa y enajenada afuera, a estar aprisa y enajenada adentro. Me voy a endeudar un poco, ya lo sé. Pero eso luego lo resuelvo. Ahorita la prioridad es mirar la vida transformarse. Mirarla de frente. Ocupar mi lugar ahí, aunque aún no sepa bien cuál es. Estar atenta, porque todavía no sabemos qué secuelas va a dejar esta pandemia. Vamos a necesitar la paciencia y la fortaleza de todos.
CDMX, abril del 2020
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