Revés Online

Tlaxcala o Ciudades sin frontera

Ileana Garma

La literatura del mundo se encuentra llena de pequeñas ciudades. Cierto poeta árabe comenta incluso que la infancia es una pequeña ciudad, pero por más pequeña que sea, uno nunca logra traspasar sus límites. Yo pienso mucho en Trinidad y Tobago, nación con dos premios Nobel de literatura y una superficie de tan sólo 5.130 km². Tlaxcala es uno de los estados de la república más pequeños, pero también es conocido como la cuna de la nación, pues fue en su territorio donde se libraron batallas medulares para la conquista española y sin su gente no se hubiera podido doblegar al poderío azteca.

Con ciudades grandes o pequeñas México es lo que es. Parafraseando a Naipaul, uno de los premio nobel de Trinidad y Tobago: Los mexicanos que no son nada, que se dejan llevar a sí mismos a no ser nada, carecen de lugar en la historia.

Podemos pensar en la conquista que sufrió nuestro pueblo como en la infancia del país. Y si es cierto que como dice Mouawad; La infancia es un cuchillo clavado en la garganta; ¿Cuánta sangre se va todavía por esa herida? ¿Dónde la garganta? ¿Quién el cuchillo? ¿Qué hemos hecho cada uno de nosotros para liberarnos de éste dolor? ¿Olvidar? ¿Carecer de lugar en el mundo?

Por lo que sé, hasta el día de hoy, en territorios hostiles, los rostros, los nombres y las historias se forman día a día. Tlaxcala es un ejemplo de la diversidad mexicana, el pueblo náhuatl trabaja y sueña en sus campos, dedicándose a la agricultura, a la ganadería y a las manifestaciones artesanales. Es necesario comparar el campo y la ciudad. Muchos de los niños que crecen en las afueras, para poder estudiar aun tienen que caminar durante horas por senderos a mitad del monte, para luego de una jornada escolar, regresar a la casa paterna y ayudar en la siembra, interrumpiéndose tan solo para tomar un poco agua de un pozo hirviente, comer tortillas hechas a mano, eso sí, y un poco de huevo. Y a veces, según la temporada, en horas nocturnas salen a cazar.

Sabemos también que muchos niños, todavía hoy, no cuentan con servicios que consideramos básicos como la electricidad y el agua potable, y acostumbrados a esto, algunas veces tienen la oportunidad de abrir libros ante los cuales descubren el mundo que los rodea, como algo mágico, irreconocible, fantástico a veces, donde se levantan construcciones inmensas, plazas comerciales, cinemas, automóviles, autopistas. No importa lo que pequeño de su pueblo, de su ciudad, la literatura no conoce límites.

Quiero remar mi propia barca, decía el padre del escritor V.S. Naipaul, pero no era más que un humilde joven sin recursos suficientes para llevarse a su mujer a una casa propia. El premio Nóbel de Literatura vive su infancia en casa de los abuelos, donde su padre encontró cobijo junto con un gran y variado grupo familiar. Naipaul crece en medio de tías y tíos que parecían multiplicarse, primos de todas las edades y genios, y hermanos que formaban alianzas para no dejarse pisotear por los demás. Sin noción de la intimidad pero con el ejemplo de su padre, lector al fin, que terminó por ser cronista en el periódico de la localidad.

V.S. Naipaul centra todos sus esfuerzos en el estudio. Toda su infancia se resume a un atrevimiento constante por ser el mejor en la escuela, por acceder a los primeros lugares, por aprender y leer textos con los cuales no se identificaba. Los paisajes de los que hablaba Conrad no eran sus paisajes, la Inglaterra de Dickens no tenía nada que ver con su realidad, la India lejana que le dibujaban tras el océano, no era su cultura india de colonia inglesa. Tenía que estudiar porque si lograba ser el mejor podía ganarse una beca para ingresar a Oxford y enfrentarse a ese mundo, creído a medias, dibujado en su mente de dos lenguas, y arremeter por fin contra la mediocridad. Contra eso y por eso obtiene la beca a los dieciocho años y comienza una travesía por Inglaterra que ahora podemos leer en sus obras y de la cual da testimonio de su capacidad, de su genio y talento, pero sobre todo, de que ese cuchillo en la garganta que fue su infancia, no terminó por cortar, sino todo lo contrario, logró ser el impulso vital para la trascendencia.

Yo me pregunto, ¿cuántos jóvenes aquí, el día de hoy, quieren remar su propia barca? Bach le decía a su mujer que si todos los jóvenes se esforzaban como él y practicaban día y noche, también serían grandes músicos. Pero lo cierto es que sólo hubo un Bach.

Recuerdo estancias en comunidades indígenas donde niñas (a veces sólo niñas porque los niños trabajaban) caminaban durante horas para ir a la escuela. En cuanto terminaran la primaria se irían a buscar trabajo o se casarían y ayudarían a sus esposos en las labores de la tierra. Seguir estudiando parecía imposible pues la situación no permitía tomar esa opción en cuenta. ¿Por qué la historia de Naipaul no es un lugar común para las y los jóvenes del mundo, incluido México, Tlaxcala?

Seguro lo es. Finalmente cada vida es una creación. El rostro que tenemos es el que nosotros nos hemos formado, el presente que tenemos es el que moldeamos con los pasos de ayer. Si hoy amamos un determinado tipo de música quizá debemos preguntarnos por qué es así. ¿Es la música que escuchamos en la radio? ¿Realmente la disfrutamos o nos amoldamos a lo impuesto? ¿Dónde la inquietud, dónde la búsqueda? ¿Son realmente los programas televisivos tan entretenidos, tan gratificantes, tan enriquecedores como para permanecer toda la tarde frente a la pantalla? ¿O desde pequeños nos colocaron ante a ella y nos acostumbramos?

Luchas enteras defendieron la libertad de creencias pero ¿creemos en algo que hemos elegido o en lo que nos enseñaron a creer? ¿Entonces cuál libertad? ¿Para qué sirve si nadie se cuestiona? Muchas personas murieron por la libertad de expresión pero ¿nos expresamos con pensamientos propios o son extraídos de la telenovela de la tarde? ¿Realmente somos constructores de nuestra propia ideología o aceptamos los prejuicios comunes como normas que deben respetarse? ¿De qué libertad estamos hablando?

Cada vez que me hago estas preguntas pienso en la gente gorda, en la gente que no puede alejar de su mente a la comida, en las personas que se encierran en una habitación, prenden la tele y comen durante el día entero, para luego comer durante semanas enteras, para luego descubrir que han pasado meses comiendo, años comiendo, hasta que una ambulancia llega por ellos y los bomberos son requeridos para romper una pared y sacar al hombre -que veía televisión y comía inofensivamente- de su cuarto. Y frente a estos hombres, pienso en los que se levantan al amanecer, besan a sus hijos, salen a trabajar, a levantar paredes, a llagarse la piel debajo del sol, los cables de luz trazan mapas en todas las ciudades, y estos hombres trabajan hasta entrada la tarde, regresan agotados a casa, cenan con la familia, comentan sobre el tiempo, los niños que crecen, los árboles que se levantan, y hojean un periódico antes de dormir.

Pienso en las jóvenes que no comen, que están amarradas a su apariencia, las que creen que no podrán ser felices si no son delgadas, tan delgadas como las chicas del cine; pienso en aquellas que un día deciden dejar de comer, que días enteros, semanas, meses, resuelven no comer, hasta que no pueden hilar dos palabras y acaban internadas en hospitales blancos. Pienso en la niña que desayuna café, tortillas tostadas, sale con la bolsa de libros y camina durante una hora a través del campo sembrado por su padre, acostumbrando a su piel a la humedad del alba, al murmullo de los pájaros, a las serpientes que se esconden entre la hierba, y que al leer descubre con gusto otros campos, otras selvas, lo infinito de su pequeño pueblo, sin que importe quién es Horacio Quiroga o Rudyard Kipling.

Pienso en los jóvenes que fueron parteaguas en la historia del mundo, jóvenes como Rimbaud, Mary Shelley, Jane Austen, Pablo Neruda, Dylan Thomas, Cleopatra,  Alejandro Magno, Carlo Magno, Ana Bolena, Tlahuicole, Xicohténcatl Axayacatzin, Juan Cuamatzi y muchos, muchos más, que si tuvieron miedo, el miedo no los detuvo, que si tuvieron hambre, el hambre no los detuvo, que si lloraron, el llanto no pudo detenerlos.

 

 

Salir de la versión móvil