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Trazos de la meseta purépecha

A mis dos amigos osados: Diego y Tsitsiki

Una hiperestesia del corazón

Tenía ochenta años. Estaba ciega. A pesar de eso, conocía hasta el detalle más ínfimo de su casa. La recorría apoyada en un bastón mugriento. De cuando en cuando la aparente oscuridad de su vida era iluminada por un recuerdo. “Cuando mi esposo vivía se dedicaba a labrar la tierra; ahora mis hijos se dedican a la elaboración de molcajetes. Un nieto mío era muy bueno para fabricar objetos artesanales de piedra volcánica y cantera. Pero hace justamente un año que murió. Murió de amor. No soportó la muerte de su novia en un accidente automovilístico… Y se quitó la vida. Yo todas las noches le ruego a Dios por su alma”. En la frente trémula de la anciana se adivinaba un pesar profundo. Su nieto. Un artista que no soportó la dureza de la existencia. Se me vino a la mente la sentencia de Alfonso Reyes: “Una hiperestesia del corazón. La enfermedad que padecen los pobres gansos de Estrasburgo”. Miré a la anciana. ¡Cuánta resignación había en sus palabras! En la tarde que moría una luna de fuego nacía en el cielo de Turícuaro.

Tres amigos

Una mañana diáfana entra en la habitación. La noche anterior, Diego, Tsitsiki y yo nos quedamos platicando largamente sobre el velo de la reina Mab, el cuento de Rubén Darío, y los estadios que propone Kierkegaard en sus obras filosóficas. Con sorna le había dicho a Diego: “Tú te encuentras en el estadio estético. Probablemente yo ya estoy en el estadio espiritual”. Mi amigo Diego tiene 24 años; pienso que es de los pocos amigos que me quedan en la vida. Es un pintor profundo, delicado, en ocasiones realista. Está enamorado de Clara, una muchacha de ojos verdes que pertenece a una familia adinerada de Uruapan. Para él Clara es inalcanzable, una quimera. Me recuerda a Garcín, el personaje del cuento “El pájaro azul”, también de Rubén Darío. A Diego lo conozco desde hace ocho años; a mi amigo le gusta la obra de Rilke. Dice que Rilke en una ocasión le salvó la vida. Jamás le he preguntado al respecto.

Desde la ventana el paisaje se vislumbra generoso. Cómo escribir el cielo azul, la transparencia de los cerros, el canto unánime de los pájaros. Sería mejor pintarlos. El afuera está repleto de signos benevolentes, dirían mis compañeros filósofos. Después de almorzar saldremos a caminar. Tsitsiki nos espera con su familia abajo, en el comedor. Tiene una sobrina de ojos negros y brillantes a la que la familia llama cariñosamente Beyli. El papá de Tsitsiki, don Javier, es un hombre risueño e ingenioso; es el profesor de la escuela primaria de Turícuaro. A don Javier le encanta la música de la Revo, los Panchos, la Mafia, los Terrícolas. Los hermanos de Tsitsiki son muy alegres.

Somos tres grandes amigos, tres estrellas errantes en el firmamento sin tregua de la vida. La luchadora social, el pintor y el poeta.

Cherán K’eri

Aún las palabras destilan sangre y dolor. Hace ocho años se libró la batalla crucial para recuperar la dignidad y los bosques. En el estrado de la casa comunal de Cherán un mural representa las peripecias de un pueblo que se erigió en sus propios usos y costumbres, a costa de los partidos políticos y el carcomido sistema político mexicano. Los comuneros de los tres Concejos evocan el clamor de las campanas, los niños ateridos de miedo en la escuela primaria y la organización de los distintos barrios. Para resistir. Siempre para resistir. El pasado despliega sus alas y se posa en la memoria de los comuneros. El dolor no se ha ido; muchos no están, otros murieron a manos del narcotráfico. O del gobierno del estado, que era (y es) prácticamente lo mismo.

Cherán K’eri: sin la belleza de los árboles el futuro no existe, es una promesa vacía. Cherán K’eri: pueblo que hipnotiza a la rosa de los vientos.

En portada: foto de Likeaduck/Flickr

 

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