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Un manifiesto a favor de los audiolibros

Los años setenta del siglo XIX fueron momentos cumbres para las nuevas tecnologías de la época. En 1877 Porfirio Díaz iniciaba su primer periodo presidencial, en el 79 León se convertía en la primera ciudad mexicana en utilizar electricidad y ya se había realizado aquella legendaria llamada telefónica de la Presidencia a la estación de policía donde la primera palabra fue “bueno”. Mientras, en Estados Unidos, el inventor Thomas Alva Édison creó (o por lo menos eso dice la patente) un dispositivo audible capaz de realizar grabaciones en rollos de cartón y de cera.

El fonógrafo, quizá sacado del Castillo de los Cárpatos de Julio Verne, permitía a las personas grabar su voz, o incluso música, por algunos pocos minutos. Entonces la imaginación de los inventores comenzó a crear imperios. La línea de lo imposible se empujaba y el mismo Edison pensó en un campo del mercado: el entretenimiento. Esto lo sabemos gracias a su propuesta de grabar a una persona leyendo un libro de Dickens.

Tarea sumamente impráctica, porque ni un experto en hip hop podría leer una novela de 200 páginas en menos de cuatro minutos, mucho menos un narrador de historias del siglo XIX.

Se tuvo que esperar casi cincuenta años para que el Real Instituto Nacional para Ciegos (de Reino Unido, por supuesto) empezara a experimentar las formas más útiles de grabación de “libros parlantes” (el título designado antes de audiolibros).

La idea se concretó en Estados Unidos -la nación del capitalismo orquestado por el Estado, digo, del progreso tecnológico- cuando la Biblioteca Nacional invirtió en un proyecto de creación de libros parlantes para ciegos o débiles visuales, desde luego, parte auspiciado por las bondades bélicas. Muchos soldados habían quedado ciegos tras heridas en la Gran Guerra. Es decir, demanda sí había.

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Aun así, todo eran cuentos cortos. Incluso con los gramófonos o la cinta magnética, acercar los libros parlantes a los invidentes era difícil, porque el proceso resultaba tardado y meticuloso.

Con los discos LP, en 1953, nació el primer libro parlante completo, que, según Alejandro Gamero (2019), se le atribuye a Bárbara Cohen y Marianne Roney, quienes convencieron al poeta Dylan Thomas para grabar sus poemas (pero el piso estaba caliente, y sin huarache Thomas no avanzaba. Obtuvo 500 dólares de aquellos por esta iniciativa).[1]

A Partir de ahí, los libros narrados empezaron a crecer. Para los años sesenta ya eran una realidad, pues había casetes, lo que permitía almacenar de forma práctica las obras auditivas, además de tener hasta dos horas de duración.

El CD llegó en 1982, pero seamos sinceros, se empezó a usar de forma democrática hasta los noventa. En esta última década a alguien de la Asociación de Editores de Audio se le ocurrió sumar las palabras “audio” y “libro” para sustituir esa frase tan horrible que es “libros parlantes”. Nacieron oficialmente, luego de más de cien años de intentos, los audiolibros.

En este milenio se iniciaron las descargas en línea, dejando de lado los formatos físicos que mucha basura crearon.

Luisteren naar boeken

Voy a pararle en este punto de la historia, porque ahora las bibliotecas enteras se pueden tener con el precio de un audiolibro, a través de suscripciones mensuales, pero no soy vendedor. Lo que me interesa aquí es una reflexión: ¿son realmente útiles los audiolibros? Si tienen esta larga historia, ¿por qué son tan desacreditados en campos académicos?

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Actualmente hay tres formatos para acceder a la literatura: el libro físico, creado desde hace siglos; el libro digital, que apenas ha cumplido 51 años, y en tercer lugar el audiolibro.

Por un lado, el necio “libro físico” que da alma a las casas, y huele bien, pero necesita mucho espacio y ciertos cuidados. ¿A poco no han sufrido luego de que se moja un libro y se quedan a media historia?

Alguna vez una colega de literatura me dijo “eso de los libros digitales son para millenials pedantes”. Quizá sea cierto, pero vale la mitad del precio y lo puedes llevar a varios sitios.

En cuanto a los audiolibros, estos son todavía más atacados: se dice de ellos que la comprensión es limitada. Que es un distractor. Que no puedes aprovechar la imaginación como con los otros formatos, en suma, que escuchar un audiolibro no es leer.

Quiero entonces abordar aquí una palabra que quizá le sea útil a los académicos aludidos: leer.

En estos días es difícil conceptualizar todo aquello que resulte abstracto y no se pueda señalar con un objeto descriptible, si definir “palabra” es complicado, definir “leer” lo es mucho más.

La RAE dice, en su tercera acepción, que leer es “interpretar un texto”. Mientras que texto lo entiende como “enunciado o conjunto coherente de enunciados orales o escritos”.[2]

Por otra parte, Paulo Freiré creía que la lectura es un proceso donde, de forma equitativa, se debe conocer el texto y el contexto[3]. Escalando a la lectura entonces de una simple percepción o codificación a crear una relación entre texto y contexto. Luego, ¿de verdad la lectura solo ocurre con los ojos?

Siguiendo esta línea de ideas, leer con los oídos no es un simple valor sinestésico, no, sino una realidad tangible. Bien podríamos decir “leí un audiolibro” sin ser juzgados por no dijimos “escuché un audiolibro”. Forzar la lectura a la simple percepción, sería, como lo llegó a decir Edwin Locke, “la lectura de comprensión más simple y de más bajo nivel”.

La lectura sucede en la interpretación que nuestro cerebro realiza, no en los ojos, los dedos o los oídos (en una de esas hasta en el gusto y el olfato), entonces ¿importa realmente el formato en que se lea?

No.

Ya que me extendí más de lo que un fonógrafo podría haber grabado, me quedaré con un fragmento que Ray Bradbury escribió en Fahrenheit 451:

No son libros lo que usted necesita, sino alguna de las cosas que en un tiempo estuvieron en los libros. El mismo detalle infinito y las mismas enseñanzas podrían ser proyectados a través de radios y televisores, pero no lo son. No, no: no son libros lo que usted está buscando. Búsquelo donde pueda encontrarlo, en viejos discos, en viejas películas y en viejos amigos; búsquelo en la Naturaleza y búsquelo por sí mismo. Los libros sólo eran un tipo de receptáculo donde almacenábamos una serie de cosas que temíamos olvidar.[4]

[1] Gamero, Alejandro. Breve historia de los audiolibros. La piedra de Sísifo. www.lapiedradesisifo.com/2019/07/16/breve-historia-de-los-audiolibros/. Accedido 8 de abril 2023.

[2] REAL ACADEMIA ESPAÑOLA: Diccionario de la lengua española, 23.a ed., [versión.26 en línea]. https.rae.es [8 de abril de 2023].

[3] Paulo Freiré. “La importancia del acto de leer”, en La importancia de leer y el proceso de liberación. 18a ed. México. Siglo XXI, 2006. P. 94.

[4] Ray Bradbury. Fahrenheit 451. España: Editorial Planeta. 2006. Pág. 72.

 

Imagen: Flickr/Holger Prothmann

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