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Vi a la Tristessa de Jack Kerouac

Tristessa

Vi a Tristessa al otro lado de la calle Roma, en Uruapan. Tenía en los ojos una expresión de inexplicable agonía. Moría por el efecto de las anfetaminas. La vi, asimismo, en la mirada vacía, existencialista, de mi amigo Luis, extraviado en los valles verdes y violetas de su mente corrompida por la marihuana.

Sin embargo, Tristessa no es una simple drogadicta, como nos la describe Kerouac. No exclusivamente. Yo vi a la verdadera e imperecedera Tristessa en el cementerio anaranjado de Janitzio. La vi reflejada en los ojos profundos y serenos de una adolescente indígena.

Tristessa es más que una simple drogadicta. Me atrevo a decir que es un recuerdo que me duele, que nos duele a todos. A ella la veo todas las mañanas cuando despierto. Es una blanca mariposa que revolotea muy cerca de mi ventana. Es la mujer de ojos negros que me encuentro todas las tardes en el transporte público y que nunca me sonríe pero que posee una belleza especial precisamente porque jamás está alegre.

Tristessa es la muchacha de la que me enamoré cuando tenía 13, 14 o 15 años. O de la que creí estar enamorado. Esa muchacha que me sepultó en el infierno de la duda y la melancolía con un inolvidable te odio.

Tristessa es todas las mujeres que caminan a las doce de la noche por las aceras de la irrealidad y la desesperanza. Porque Tristessa es, después de todo, el recuerdo de mi último sueño roto.

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