Cinco y pico de la mañana. Recién abro los ojos amodorrado tras un largo combate contra el sueño. La alarma ha sonado más de cinco ocasiones y si existe algo que me anime a salir de la habitación es el café que estoy a punto de prepararme. Me dirijo a la cocina cuando un estruendo hondo y corto retumba en el ambiente. Para una precisa descripción sonora siempre es útil las comparaciones. Sonó como un cohete, no de los más comunes, los que llevan en la espalda los coheteros cual arquero sus flechas: delgados palillos cuyas mechas prenden y toman rumbo al cielo zumbando para tronar en cuestión de segundos.
Parecía más al de esos cañones colocados sobre el piso, cilindros de fierro que disparan la carga y truenan alcanzando determinada altura, desplegando en el cielo cientos de luces hipnóticas. “Pirotecnia” -pensé- Esa semana se celebró la fiesta del pueblo y el sonido de los cohetes hicieron presencia como en cualquier otro pueblo mexicano a pesar de la contaminación y la irritación del ruido tanto para humanos como animales, al fin y al cabo “es una tradición.”
Me alisto, mi hija lo hace igual y salimos a la parada de autobús. Ya hay movimiento de autos en la calle; la mayoría pertenecen a agricultores que se dirigen a sus tierras de cultivo; también varios “School bus” llenos de jornaleros que van -con su bolillo y un café- a chingarle al arduo trabajo del campo; otros, como mi hija y yo, esperamos el transporte público para acudir a nuestros menesteres diarios. Abordamos. A unos metros, a altura de la plaza veo patrullas (le digo a mi hija se recueste en mi hombro y tome una siesta para evitar vea la escena). No alcanzo a distinguir qué ocurre, sin embargo es evidente dadas las desafortunadas condiciones que vive el pueblo, la ciudad, el estado… vaya, todo México.
“Un muerto”, pienso con naturalidad como natural se nos ha vuelto ver cadáveres en cada esquina, colgados o destazados. Suelo leer en el trayecto, empero no logré concentarme en las palabras. Mi mente dio vueltas a la situación, una que cada vez se sale más de control. Más tarde en el trabajo busco en la web alguna noticia que me dé claridad, lo encontrado es terrorífico. Aquel ruido no era un cohete aunque sí pólvora: una bomba de manufactura casera detonada junto con un cuerpo en la plaza pública.
Ese mismo día aparecía una nota donde el gobernador aseguraba -con su característico sarcasmo- que en Michoacán no hay nada que pacificar porque no está en guerra. Si una bomba estallando un cuerpo humano en un espacio público no es una guerra, entonces no sé qué lo es. Aquí ya no se vive en paz, pero tampoco allá y cada vez en menos rincones de nuestro país. El infortunio crece a un ritmo desbordante y con él una de las enfermedades más terribles: el miedo.
No sólo se trata de la costumbre, de que la nota roja haya desbancado cualquier otra información en los diarios, que en las redes sociales abunde contenido multimedia relacionado con la violencia y el crimen organizado y que la plática común sea sobre inseguridad. Se trata también de cómo nos ha transformado este oscura realidad. Vivimos presos de temores inmerecidos, poco salimos ya a la calle en lugares donde antes caminar era un placer común. Transitamos en la necesidad diaria con la incertidumbre de si una bala perdida llevará nuestro nombre o el de alguno de nuestros seres queridos.
Ni el sueño está a salvo. Hace dos meses, a las tres de la mañana, mi familia y yo despertamos abruptamente; afuera armas largas eran accionadas incesantemente durante varios minutos; nuestro resguardo fue el piso y los rezos a dioses en los que uno sólo cree cuando ve de cerca la muerte. El colmo: ha ocurrido más de una vez.
Lo peor de esta enfermedad es que no se cura con medicina ni con terapia, el miedo trasciende, transforma, mata lentamente. Para erradicarlo se deben hacer muchas cosas, la principal: eliminar el origen; y en este caso parece si no imposible, difícil de ocurrir porque parece no importarle a nadie, ni al gobierno ni a las autoridades, mucho menos a las familias, cuyos miembros pregonan cadenas de oración pero no una formación integral, donde se eduque para lo elemental: el respeto a la vida. La soga al cuello de nuestra propia sociedad la estamos colocándola nosotros mismos. Quién sabe cuánto más resistiremos.
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