Por Edgar Omar Avilés
La carretera de la sierra se sucedía entre torturados acantilados. La noche se metía hasta los pulmones, generando un aliento entrecortado de angustia. Natalia apretaba su bolsa en cada curva. Yo no quería confesárselo, pero me sabía perdido. Había cuidado de seguir todas las indicaciones del mapa, pero en algún punto había tomado mal el camino. Mientras más buscaba cómo recuperar ruta, más me iba adentrando en esa carretera de pesadilla.
—¿Estás seguro que vamos bien para Xontepec? —me preguntó en un balbuceo.
—No —le confesé, tras escuchar el rugido de un trueno. Una delgada lluvia empezó anegar el parabrisas. Intenté prender la radio para amortiguar los nervios, pero no había señal.
A cada momento temíamos desbarrancarnos en alguno de los quiebres de esa carretera que casi se desmoronaba. Luego de discutir, decidimos que cuando encontráramos una población, la que fuera, nos quedaríamos en ella a pasar la noche. Pero con los kilometros sólo se sucedían curvas cada vez más abruptas, la lluvia arreciaba y la luz de los faros resultaba insuficiente. Mientras ascendíamos por una curva de pesadilla, iluminamos un cuerpo. Un par de coyotes o quizás un caballo pequeño. Tuvimos que estar a pocos metros para descubrir que era un hombre tirado en medio de la carretera.
Prendí la luz interna. Bajé el cristal. Había forma de sortearlo y seguir adelante, pero decidimos ofrecerle ayuda cuando vimos que se movía. Le pedí a Natalia que sacara el paraguas de la guantera mientras yo sacaba la pistola que escondía bajo el tapete trasero. Era un hombre maduro, tal vez de unos cuarenta y cinco años. Estaba vestido con un gabán. Sangraba de la nuca y de una mano. Tenía esa mirada que sólo los locos y los perros tienen.
—¿Podemos ayudarle, amigo?
—Me caí… del caballo —respondió, con voz entrecortada
Luego de que vimos que no estaba herido de gravedad, le ayudamos a incorporarse. A falta de alcohol, Natalia fue por una botella de tequila que pensábamos beber en Xontepec. Se disponía a curarle la nuca, pero el hombre le pidió que primero curara su mano. Nos explicó que el caballo se la había pisoteado. Natalia se abrió camino entre los dedos retorcidos para limpiarle las heridas y moretones de la palma. Al final, desgarró su chal para usarlo como venda. Lamenté la pérdida del costoso chal, pero me sentí muy orgulloso de tener una mujer como ella. Al final, nos pidió un sorbo del tequila. Se le iluminó la cara con una sonrisa. Entre trago y trago acunaba la botella como si fuera un bebé.
—¿Sabe si estamos lejos de Xontepec? —le pregunté.
El hombre tomó una bocanada de aliento, su mirada se volcó aún más extraña, extendió la palma de la mano derecha. Se empezó a quitar el vendaje. Mariana le rogó que no lo hiciera, pero él la ignoró. Su mano latía dolorosamente. Su palma tenía líneas y recovecos que nunca había visto. La gente del campo usa tanto sus manos que generan muchas más líneas que la gente de la ciudad, pensé de pronto.
—Ustedes están… aquí —dijo, señalando con el dedo índice de su izquierda una línea sangrante que empezaba en la base del pulgar derecho. Entre frase y frase daba más tragos a la botella de tequila. La lluvia le pegaba el pelo en la cara—. Ustedes tienen que llegar… hasta acá —dijo, señalando bajo su dedo meñique derecho. Su voz tenía un acento musical, como si su lengua nativa fuera el náhuatl o el purépecha. —Hay varias formas de llegar —y empezó a señalar caminos entre los laberintos de las líneas de su palma. Aquel loco estaba cada vez más borracho. Le dije a Natalia que nos retiráramos, que no tenía sentido perder más tiempo con él. Que podía resultar peligroso. Asintió, pero antes de retirarnos, le preguntó:
—¿Qué pasa si nos caemos por…? —le fue imposible encontrar la palabra exacta—. Las líneas de su mano se cortan en las heridas o en los bordes de la palma…
Natalia se ha emborrachado con el aliento de este tipo, pensé muy sorprendido. El hombre empezó a reír.
—Mire, señito, creo que por el pisotón del caballo… ustedes se han perdido… La carretera se… descontroló…—el hombre reía entre sorbos de tequilla. Luego se puso muy serio.
Le pedí a Natalia, casi como una orden, que se subiera al automóvil. El paraguas no había servido de mucho, estábamos empapados. Encendí el coche. Natalia se quedó mirando al hombre y me pidió que bajara el cristal.
—No gusta que lo llevemos a su pueblo —le dijo.
El hombre la miro con ternura.
—Mi pueblo es éste… Esta es mi casa —luego alzo la botella de tequila, le brindó un sorbo y sonrió.
Yo sonreí por condescendencia, luego volteé a ver a Natalia para ver si ya podíamos arrancar. Apenas lo había hecho, cuando el hombre nos gritó. Nuevamente me detuve. Se nos acercó con pasos tropezados.
—Ustedes van a desbarrancarse… No hay modo de que no sea así… Pero ella es una buena mujer… Y no sería justo… —el hombre nuevamente se quitó el vendaje y luego empezó a torcer la palma derecha, buscando juntar la base del pulgar con la del dedo meñique. Al no conseguirlo, dejó la botella a sus pies, y con la izquierda se ayudó haciéndose presión. Un trueno rompió la noche. La sangre de las heridas nuevamente abiertas escurría por su muñeca hasta gotear entre la lluvia.
—Váyanse. ¡Ahora!… No aguantaré mucho… Sólo tienen unos minutos —Natalia descolgó el escapulario que pendía del espejo del parabrisas y lo puso en el cuello de aquel hombre. Luego me pidió que arrancara.
Tras ponernos en marcha llegamos a Xontepec en pocos minutos, a través de una carretera casi recta.