Por Francisco Negrete Mendoza
Sí, así es: Kisses on the bottom es un disco pretendida y abiertamente romántico de uno de los músicos más románticos de la historia de la música. ¡Pero, hey, que nadie huya!, porque el vigésimo tercer disco en estudio de Paul McCartney (en los que no estoy contando los ocho en vivo, los seis de música clásica, los seis que ha firmado con nombres alternativos –como The Fireman-, las tres bandas sonoras, los recopilatorios, y los que publicó siendo Beatle) es principalmente, y en palabras del propio autor, “el tipo de música que escucharías llegando del trabajo, cuando te quitas por fin los zapatos, te preparas tu bebida favorita y simplemente te relajas”.
Kisses on the bottom es también un proyecto que el de Liverpool ha ido postergando porque no estaba seguro de si debía reforzar esa imagen de baladista sentimental que tanto le ha hecho sombra a sus otras facetas.
Al final, a sus 69 años, se decidió a rebuscar dentro del cancionero clásico estadounidense aquellas melodías que le acompañaron de pequeño en su hogar (fue hijo de un melancólico líder de una banda de jazz). McCartney procuró que su selección no fuese tan obvia, rescatando incluso algunas que él desconocía pero que engancharon enseguida con el tono que deseaba darle a su trabajo, como More I cannot wish you (una melodía en donde un padre le canta a una niña pequeña, en la que él se reflejó especialmente ya que su hija menor tiene nueve años) y My one and only love (un tema de 1952).
“El elemento melódico de Los Beatles venía de lo más profundo de nuestros recuerdos, era todo lo que habían cantado nuestros padres”, subraya McCartney en una entrevista concedida a la Rolling Stone a propósito de Kisses on the bottom, álbum que incluye también tres temas originales de Paul: My Valentine (escrita durante un viaje a Marruecos y dedicada a su actual esposa, Nancy Shevell; en la que colabora, rasgueando una preciosa guitarra acústica, un viejo conocido: Eric Clapton), Only our hearts (con otro invitado de lujo que interpreta una inconfundible armónica, Stevie Wonder) y Baby’s Request (un tema que recupera de Back to the egg de 1979, escrito originalmente para The Mills Brothers, que éstos jamás consagraron).
Acostumbrado a grabar todos los instrumentos, esta vez sólo le oímos una discreta guitarra acústica en dos temas. Para el resto confía en Diana Krall como directora musical, quien comanda a un reparto extraordinario de músicos de estudio (John Pizzarelli en la guitarra, Karriem Riggins en la percusión, Johnny Mandel como arreglista de orquesta, etc.) y en Tommy LiPuma en la producción. Con ellos entrega un trabajo que se podría equiparar al Rock ‘n’ roll (1975) de su eterno compañero/rival John Lennon, donde éste reflejó sus influencias más personales.
Este álbum no pasará a la historia ni será uno de sus discos más laureados, pero precisamente se disfruta por eso: Kisses on the bottom es tan sólo un reconfortante ejercicio de estilo de Paul McCartney, sin más pretensiones que la de mimar un mundo sonoro que él ama.
Con eso basta.