Morelia es una ciudad de contrastes, y así como existen lugares fresas y bien gruperos, también hay cabida para que uno que otro hoyo funky, esos donde pululan bandas de punk y bebedores cabizbajos. Lo triste es que cada vez son menos y uno de los más emblemáticos acaba de cerrar sus puertas. Esta es la crónica de la última noche del Limbo, una casona que por varios años se convirtió en el punto de reunión para los amantes del rock y los placeres prohibidos.
Creo que los bares se deben abrir
para cerrar las heridas.
Fito Cabrales
Mi plan era el de cada sábado: librarme de compromisos, ir al centro por unas cervezas, y estar de regreso en mi casa a una hora decente, como Dios manda.
Estacioné justo frente al bar que tengo unos meses frecuentando. Se trata de un lugar pequeño y oscuro con una barra que le ocupa todo un costado y algunos pares de mesas enfrente para los bebedores más sociales. Me gusta porque me recuerda el ideal de cantina: ése donde uno se ve en medio de dos mundos: el de las botellas que no puede pagar, adelante, y el de las mujeres que no puede tener, atrás. Pero cuando bajé del carro y me encaminaba hacia ese lugar, recordé la fiesta de clausura del Limbo. Sólo tendría que caminar un par de cuadras más y ahí estaría: ese antro mal habido con finta de bodegón y luces ámbar en donde deberían ir las estrellas.
Serían las doce cuando llegué y vaya que ya tenía buen rato la fiesta. En la entrada tuve que esperar turno tras una pareja de adolescentes. Les pidieron su identificación, los revisaron y los dejaron entrar. A mí me dijeron “pásale” y me sentí como licenciado llegando a su putero de confianza. Pero apenas estuve en el umbral de la entrada, a un costado del caso de astronauta (que hasta hace poco supe que sirve para recibir llamadas sin que el ruido de fondo haga sus estragos), descubrí que el trayecto a la barra sería largo y tortuoso: decir que había dos centímetros de espacio libre entre persona y persona sería exagerar. Así que mientras trazaba el plano mental que me guiaría hasta la barra, pude observar cómo el lugar estaba repleto de personas desconocidas. O al menos para mí: no sé cuántos de esos rostros ya habían estado ahí antes; es la ventaja de los bares como el Limbo: ofrecen esa posibilidad de anonimato, la sensación de andar libre, de correr junto a espíritus que buscan exactamente lo mismo que uno: beber hasta perder el control. Como pude me fui abriendo paso hasta llegar a la barra sólo para darme cuenta de que ahí ya no cabía ni un pitufo. Quizá por primera vez en mi vida (y vaya que frecuento las barras) vi una en la que los bebedores que ahí acampaban no buscaban ni la soledad ni la auto conmiseración. Pude ver a veinte personas platicando desesperadamente, como si en esa noche se les fuera a secar la garganta y nunca más pudieran entablar conversación alguna. Atiborrada de botellas vacías ya estaba, también de caballitos derrotados y tarros tan secos como heridas viejas. Abusé de mi estatura para asomarme entre un grupito de chicas elegantes y poder saludar al Johnny, mi barman de cabecera (todo dipsómano propenso al estrés debe tener uno). Aunque tendría un par de meses que no me paraba en el Limbo, nos saludamos como si antenoche nos hubiéramos puesto la borrachera de nuestras vidas. Tras la barra también estaba el Roger, quien en otra etapa de mi vida me sirvió los tragos y me complació mis caprichos musicales cuando ya quedaba poca gente el bar.
Pedí una Laguer y me puse a escuchar a los Pollomingus. El Irepan se lucía, como siempre y para bien, y la gente se lo compensaba en aplausos. Ese ambiente, el de su trombón acompañado por la guitarra del Juan Carlos, creo que ha sido uno de los más representativos del Limbo. Aunque mi naturaleza me impide disfrutar de la música en vivo y a todo color –prefiero la comodidad de mi casa para sentarme a escuchar cualquier ruido–no puedo negar que las veces que me tocó escuchar a esos tipos las disfruté como ninguna otra cosa. Y hay que resaltar que el Irepan, con sus dos metros de altura, logra dar la sensación de que hacer esa música es cosa de niños.
Seguí en la barra buen rato. Un par de conocidos se detuvieron a saludarme cuando iban por más bastimento etílico. Vi a lo lejos (la lejanía en un bar es cosa absurda: siempre se está a un “salud” de distancia) a varios amigos frente al escenario. En la parte delantera, por el casco de astronauta, reconocí a otra amiga y rumbo al patio trasero alguien más me saludó levantando la mano. Fue entonces que la confianza llegó de nuevo y pude sentirme como en cualquier fiesta familiar.
Para la tercera cerveza de la noche ya había intercambiado miradas con algunas morritas, pero nada grave. Los Pollomingus terminaban de tocar y empezaba la música de fondo. La gente estuvo relativamente quieta por unos diez o quince minutos. Pedí la cuarta y pude acomodarme más a mis anchas en la barra.
Recordé la apertura del Limbo, cuando estaba frente al Aranzazú. Esa noche yo iba con un amigo por entonces nuevo y una morra que me quería ligar. Todo terminó en desastre: la tipa se durmió de lo borracha que estaba y se cayó del banco sin que nadie pudiera hacer algo para despertarla, mi amigo me dejó abandonado en el sitio y tuve que recorrer la ciudad buscando el after prometido. Lo demás he dejado de recordarlo poco a poco. Así pasa cuando a uno no le conviene saber todo lo que hizo. El asunto es que aquella primera noche parecía continuar en esa última: era como si después de ser abandonado por mi ahora buen amigo, y de yo abandonar a la alcohólica dormilona, saliera del Limbo para atravesar la ciudad y llegar de nuevo al Limbo: una noche que me duró cinco años.
Justo cuando me dieron ganas de echarme la primera meada, los Maestros del revólver empezaban a conectar su desmadre. Era entonces o nunca. Dejé mi cerveza en un lugar seguro y fui esquivando faldas y barbas hasta llegar al pasillo que da al patio trasero. Todavía no avanzaba la mitad cuando el estruendo de cannabis me sacudió el cerebro. Ésa fue siempre una de mis más grandes incógnitas respecto al Limbo: ¿cómo es posible que un patio al aire libre mantuviera siempre el mismo aroma?, ¿será que un manto invisible se tiende sobre las losas del lugar?, ¿o será que el aire en ese punto del universo no se renueva sino que se mantiene intacto y uno puede encontrar todas las palabras dichas y escuchadas bajo el efecto de la mariguana? El caso es que cuando uno regresaba del baño podía jurar que se había echado la meada más relajante de su vida.
Terminé mis asuntos y regresé a la barra. Mi laguer estaba como nueva, había que darle en su madre. Estaba concentrado en la tarea cuando llegó el Noctis, buen amigo y vago conocido. Ya lo había visto echar brincos frente al escenario. Como todo el que se acercaba a la barra, él lo hacía para pedir otra ronda. Nos saludamos, bromeamos y se fue con cuatro cervezas, prometiendo su regreso.
Ya durante la quinta cerveza fui testigo de la escasez de víveres. Los meseros pedían y pedían y Johnny y Roger sólo miraban para todos lados sin saber de dónde sacarían más. Los que manejan el revolver con maestría disparaban los primeros acordes y el lugar se seguía abarrotando. Pero no fue problema: ventajas de tener un Oxxo a media cuadra. En no más de quince minutos los cartones de Indio y Laguer ya habían llegado y las risas y los vituperios renacieron de entre los cadáveres de bancos y mesas. Mientras destapaba botella tras botella, el Roger recorría el bar con la vista; después se dirigió a mí para preguntarme, no sin cierto orgullo: “cabrón, ¿hace cuánto que no veías este lugar así?”.
El surf balístico se apropió del ambiente. Frente al escenario se repartían patadas y golpes sin diferenciar género, etnia ni religión. Empezaron a volar cojines, primero, y después envases. Alguien me alcanzó unas corcholatas y me ordenó que las arrojara. Poco después vi a un gigantón en medio del desmadre: se retorcía como si sufriera un ataque epiléptico, parecía estar en una licuadora imaginaria. Otro tipo se subió a una mesa y se aventó sobre el tumulto que ya lo esperaba con los brazos arriba. Luego vi a una mujer diminuta, pero en verdad pequeña, salir disparada del borlote e ir a dar contra la bocina, haciendo que se tambaleara. Los flashes de las cámaras volvían todo más irreal: las luces palpitando, los metros de estruendo cúbico. Nadie podría escapar, nadie saldría ileso: Avándaro nunca se fue: esperaba por esa noche.
Ya se me hacía agua el hocico por pedirme un mezcal, pero una mala experiencia en el Limbo me impide tajantemente hacerlo. Estaba por ir contra mis creencias cuando regresó Noctis, cumpliendo su palabra. Nos hemos de haber bebido seis cervezas en ese rato, pero la verdad es que a partir de este punto mis cuentas ya empiezan a fallar. Como buenos nerdos que somos, terminamos hablando de revistas y crónicas y cosas así. Él estaba sudando y me ofreció irme a su mesa. Miré hacia allá buscando alguna morrita pero al no encontrar posibilidades factibles preferí permanecer en la barra. Es lo malo de ser un animal de hábitos, dice mi compa el Bartolo.
Y en ésas estaba, a gusto y campante, cuando vi la cereza que me coronó el pastel, la cerveza que derramó el cartón. Yo no sé qué tiene el Limbo que es bueno para reencontrarlo a uno con viejos amores. La morra en cuestión iba hacia la barra, escoltada por el amante en turno, supuse, y al llegar se encaramó justo a mi lado. Soy bueno para sordearme, no fue problema hacerme el desentendido. Pidieron sus tragos y el tipo sugirió que regresaran a su mesa, pero ella no se movía de donde estaba y rozaba su hombro contra mi brazo. Al otro lado estaba el grupito de chicas elegantes y no tenía para dónde hacerme. Gracias al cielo terminó la música, la gente se calmó, y pude salir disparado hacia el baño.
Ya en el patio me senté a fumar. Alguna borrachilla, al pasar frente a mí, hizo una broma a la que ya estoy acostumbrado: mira, se parece a Diego Luna, pero más feo. Del otro lado algunos fumaban yerba maldita y otros más hablaban del box. Entonces llegó Paco Valenzuela, se sentó junto a mí y exhaló como si en ello se le fuera la vida. Estábamos hablando de su revista cuando llegó otro cuate, el Cuauhtli. Después apareció alguien que no conozco y finalmente el Juan Carlos Cortés. La plática se polarizó: Valenzuela hablaba con el wey que no conozco de cosas que no entendí y Cuauhtli y Juan Carlos recordaban sus tiempos en el colegio de líderes. La verdad es que no sé cuál de los cinco estaba más borracho.
Hace un año fui al Limbo para celebrar mi cumpleaños. En cuanto lo supo, el Johnny me empezó a servir cucarachas y mezcales. Fortuna mía el encontrarme a una pareja de amigos que me cuidó toda la noche, porque la verdad es que sigo sin saber cómo salí de ahí. Cuando desperté mi casera no me dio ni los buenos días y mi carro tenía destrozada una salpicadera con su respectivo faro. No recuerdo en cuánto me salió el chiste ni cómo le hice para que el vecino no me demandara por darle en la madre a su camioneta tipo cholo (cuando vi el Jesucristo pintado sobre el cofre juré que el ruco me iba a filerear en cuando diera conmigo). Por eso me prohibí beber mezcal en público de nuevo; no hay que romper más platos de los que uno no pueda quedar a deber.
Otra noche me puse tan borracho que terminé en el patio trasero fumando quién sabe qué madres junto a dos tipos que quién sabe quiénes serían. La cosa es que me querían chingar: al verme tan perdido, supongo, quisieron sacarme la marmaja y hacer que les invitara todo lo que estaban tomando. Johnny vio cómo estaba el negocio e hizo lo que sólo los cantineros con clase hacen en momentos así: “ya estuvo bueno, mi Darío; vamos, te acompaño a tomar el taxi”, me dijo.
Semanas después se repitió la escena: dos tipos abusados, yo totalmente apendejado y el patio trasero como telón de fondo. Pero ya me sabía la movida: había que voltearles la carta. Cuando empezaron con sus amenazas los aplaqué diciéndoles que vivía en Santiaguito, que mi banda estaba por llegar, y que el Chango (apodo que ya había escuchado pronunciar en la colonia, siempre en tono respetuoso) me quería como a su hermano. Los malandros se largaron y es todo lo que recuerdo de entonces (aprovecho para saludar al Chango: en donde quiera que estés y quien quiera que seas, gracias, cabrón).
Estas tres historias son las que más recuerdo del Limbo, supongo que cada quien tienes las suyas. Valenzuela me preguntaba, en la noche del cierre, qué otro bar le daría chance a tantas bandas para hacer sus desmadres. El Noctis, mirando a la gente, auguró la falta que haría un bar así dentro de poco tiempo. El Cuauhtli pasó varias veces por la barra buscando a su morra; al final no supe si la encontró o no. El Roger me preguntó cinco veces lo mismo: hace cuánto que no veía el lugar así. La que alguna vez fue algo conmigo me picó la panza y me dijo que era un sangrón cuando finalmente tuve que pasar por donde ella estaba. El Juan Carlos dejó una cerveza entera que me agencié cuando se fue al baño y nunca regresó. Las elegantes salieron en calidad de bulto, de aguilita, más perdidas que un taxista en salida a Quiroga. Johnny exprimía botellas, sacaba licores prohibidos, desempolvaba tequilas de cincuenta pesos y se fumaba los últimos cigarros existentes en el bar.
Como el sentido de la orientación ya no era precisamente mi fuerte, caminé hasta el otro lado del bar para sentarme un rato. Desde ahí vi vagar a otra amiga, Raquel, buscando cigarros (la pobre no sabía que ya ni eso quedaba). El lugar se iba vaciando. Comenzaron los abrazos y las despedidas: todo mundo se daba la mano y juraban reunirse pronto. Inclusive, escuché a una chica decir que ella se quedaría a limpiar nomás por la pura nostalgia. Todo fue bajando de ritmo, ya sonaba el choque de botellas vacías mientras los meseros empujaban mesas, recogían ceniceros y repartían vasos desechables. Mi amiga Laura me decía hace rato que los bares son como el ombligo de una mujer: hay que tenerles respeto, temor, y rendirles pleitesía. Como ya dije, el Limbo fue una noche que me duró cinco años: cinco años atorado en el ombligo de la misma mujer. Sin complicaciones ni dobles sentidos: me quedo con la vista que tuve cuando por fin estuve sentado: personas sepultando un bar entre abrazos y nostalgia, con las luces encendidas, y sin ir vestidos para la ocasión. Y, arriba, cinco morritas borrachas, piernonas y con falda, deleitándome la pupila por el puro gusto de enseñar.
Salí al terminar el último trago que Johnny me dio, ninguno de los dos supo de qué licor se trataba. Todavía afuera fui testigo del último after organizado a las carreras, con escala en el Oxxo y toda la cosa. Yo me fui por mi carro y tomé rumbo hasta llegar con doña Herme. Entré y me acomodé en la barra. Estaba por pedirme algo cuando reconocí a mi compa el Chino entre un grupo de personas. Mi compa el Chino, el mismo que me abandonó la noche en que inauguraron el Limbo. Así las cosas.