Por: Omar Arriaga Garcés
Una vez más estuvimos en el Panteón de las Momias de Guanajuato y, a decir verdad, ha sido la primera ocasión que el acceso resulta algo no tan difícil; sin embargo, no creo que puedan decir lo mismo las más de 300 personas que se quedaron afuera, sin poder entrar, en la fila interminable.
Ni películas de la época de oro del cine mexicano (El ataúd del vampiro) ni cintas de terror surcoreanas, ni filmes surrealistas de El Santo, tocó el turno a We are what we are (Jim Mickle, EEUU), horrenda secuela de la película mexicana Somos lo que hay, de Jorge Michel Grau, sobre una familia que sobrevive en la Ciudad de México gracias a la carne humana, hasta que el padre muere y el hermano mayor tiene que hacerse cargo del sustento familiar, en una historia que pareciera más una novela negra que una hagiografía de la vida y obras de un santo siniestro (no confundir con el enmascarado de plata); de ahí lo horrendo de la versión estadounidense.
Ni el hecho de que fuera el estreno para Latinoamérica de la cinta, ni el que sea la primera secuela norteamericana realizada a partir de un trabajo mexicano, ayudaron a que We are what we are fuese un poco más digerible. Diferencias más que evidentes entre la película mexicana y la estadounidense: la de México no se basa en una obsesión religiosa con Jesucristo, la norteamericana, sí; en la de México no se atraviesa una relación amorosa entre una chica rubia y un Ken detective, en la estadounidense, sí; en la de México la violencia es metáfora del país en el que vivimos, una lucha cainita por la supervivencia, la ley ritual de la selva, la estadounidense es un thriller de bacantes pop, dos niñas bien que quieren ser mejores “niñas bien”, a las cuales un padre infame obliga a continuar una tradición abominable hasta que dicha práctica se vuelve en contra del progenitor de las chicas.
En la película mexicana el planteamiento de Michel Grau es desconcertante: es la familia, el núcleo de la “sociedad” el que ataca como un organismo antropófago para sobrevivir, no se trata de un lujo: no hay dinero para comer y algo tiene que hacerse; pero, bueno, la mayoría de los asistentes al cementerio respondían no haber visto la cinta mexicana, por lo que la estadounidense les pareció más o menos aceptable, más o menos entretenida, aunque hay que decirlo con todas sus letras: queda a deber. La interpretación que Mickle hace de la de Grau es en todo caso anodina, mediante el despliegue de una violencia gratuita intenta impactar en el público. ¿El ritmo narrativo?: la típica cinta hollywoodense, narrada intermitentemente, con escenas del paisaje que sobran y descripciones que no aportan al desarrollo de la historia.
Apenas terminar, caminamos entre las tumbas para abandonar el recinto, pero una de las jóvenes del festival, ese personal de apoyo que se acredita voluntariamente para ayudar en las labores del evento, nos cerró el paso, diciéndonos que no había salida por la puerta principal. Ése es el problema de los jóvenes (todo el festival está hecho y organizado por jóvenes; jóvenes que abren la puerta, que filman, que reportean, que dicen quién entra y quién no). Increíble que a Adrián García Bogliano, el director español de la siguiente película a proyectar, Ahí va el diablo, no lo dejaran pasar a la exhibición de su propio trabajo, porque no lo habían reconocido, cosa que se tomó, valga decirlo, con humor. Son los detalles finos por los que se tiene que pagar al confiar toda la organización a muchachos que no están autorizados más a que decir “sí” o “no”, que sólo ejecutan, pero que no piensan ni están autorizados a solucionar ningún problema.
Y tras dejar a esas rubias que veían la cinta, regresamos caminando a la ciudad desde el Panteón de las Momias, aunque Ahí va el diablo prometiera más, si bien, ya eran las dos de la mañana.