Ese día, al despertar, presentí que ya no era yo.
Realicé la rutina diaria tratando de olvidar mis absurdas aprehensiones hasta que me topé con el espejo. En ese momento pude comprobar que, en efecto, no era yo. Aunque no podría precisar exactamente dónde se localizaba el intruso, era evidente: era una extraña quien me observaba de frente. Entonces una mueca perversa y burlona comenzó a dibujarse en las facciones de mi reflejo, mientras parodiaba mis reacciones de sorpresa, de ira, de terror, hasta que me aparté violentamente.
Traté de actuar con normalidad, pero el café y el desayuno no me sabían igual, no le sabían a nada.
Me sentí ajena en el trabajo. La exigencia era extrema y el jefe poco comprensivo ¿Qué no se daba cuenta? ¿Qué más quería de mí ese gordo mediocre? Los compañeros, zombis absorbidos por el sistema gubernamental, vacíos de ideales, esperanzas o moral, repitiendo las mismas ociosas morbosidades todos los días; no eran más que entes que deambulaban picoteando con desgana el teclado de la computadora, esperando mecánicamente la hora de la salida. Ellos no lo notaron tampoco, cómo podrían. Los envidié un poco, para ellos sería una bendición despertar un día no siendo ellos.
Mis pensamientos se fueron desprendiendo y arrebatando uno a uno. Ya no podía controlarlos, no eran míos. Mis recuerdos seguían siendo los mismos, pero aparecían desdibujados, como diluidos en un ácido corrosivo, insoportables. Cada pensamiento me llevaba obsesivamente a situaciones lascivas, sádicas, perversas y casi oía una carcajada espantosa en mi oído, aunque sabía que sólo la imaginaba.
Decidí que no toleraría toda la mañana en la oficina y salí sin dar explicación alguna. Ya me preocuparía más tarde cuando volviera en mí. Todos entenderían.
Llegué al Hospital Psiquiátrico del Estado solicitando atención, pero como no tenía cita previa tuve que esperar unas horas en una salita que antes me hubiera parecido opresiva, pero ahora me resultaba indiferente. Me di cuenta de que cada una de las personas que se encontraban ahí me desagradaba por completo y no podía ignorar su presencia. Los veía uno a uno con algo de temor, ya que sus rostros se me presentaban feos hasta el punto de la repugnancia. Desgraciadamente no podía apartar la vista de ellos, sentía una especie de fascinación que me llevaba nuevamente a pensamientos pervertidos. De sexo, de sangre, de odio. Sabía que no era yo, que era “eso” que me estaba enajenando para divertirse “¿y qué harías si los matara, eh?” Me dije, le dije, me dijo. “Eso sí que sería un giro en la trama ¿no?” y quise emular la carcajada malévola que no había escuchado horas antes en la oficina, pero no apareció.
Miré a mi alrededor tratando de decidir cómo realizar un homicidio en masa que no resultara muy complicado para mi escasa experiencia y mi limitada fuerza física, pero entonces sentí un tedio invasivo que recorrió todo mi cuerpo, que nubló mi mirada, que me llenó de odio e indiferencia al mismo tiempo. “A esto es a lo que deben llamar Dios”, pensó, pensé.
Me entretuve el resto del tiempo pensando en todos los seres que conocía y en cómo los odiaba a todos y cada uno, de diferentes maneras.
Finalmente, en la oficina del psiquiatra, después de pasar por el escritorio de un practicante que tecleaba a máquina con evidente diversión infinidad de datos personales, vergonzosos algunos, sobre mi estado de ánimo, mis costumbres higiénicas, mi nacimiento, infancia, antecedentes familiares y demás trivialidades; el doctorsillo leía el reporte que le había entregado el joven y refunfuñaba, precisaba algunos datos que anotaba a mano. Nunca me miró a los ojos, nunca confirmó que fuese o no fuese yo misma. Cuestionó algunas de mis decisiones personales y hábitos. Sonrió con sorna cuando le dije que después de haberlo deseado constantemente, había al fin despertando no siendo yo y garabateó el nombre de un antidepresivo y otras nimiedades en una receta. Era todo, podía irme y volver en un mes, pero podía llamarlo si sentía deseos suicidas (sí claro, como estos se manifiestan conscientemente, seguro lo haré).
Salí del consultorio más desalentada que nunca. Entonces sí volví a escuchar la carcajada. Esta vez no estaba segura de haberla imaginado.
En casa de nuevo, tuve miedo de que él lo notara. Vivíamos juntos desde hacía años, así que detectaría al intruso inmediatamente. Por alguna razón esto me avergonzaba sobremanera, como si le estuviera siendo infiel.
Me porté esquiva y traté de ser indiferente, de responder sus preguntas rutinarias sin un dejo de angustia o nerviosismo en la voz, pero mientras más pretendía fingir, más extraña sonaba a mis oídos. Él no daba señales de no reconocerme, pero yo lo sentía lejanísimo, más que de costumbre. Cuando quiso besarme evité el contacto, entonces pidió que lo mirara a los ojos y me negué, no quería que la cosa que no era yo tuviera el gusto de verlo. Era mío, no le pertenecía, no podía dejar que lo llenara de sus suciedades, sus perversiones sexuales, su podredumbre odiosa.
Aumentó mi nerviosismo cuando comenzaron sus intentos amorosos. Como todo macho inseguro, quería reafirmar su posesión, mi fidelidad. Yo me negué secamente, pero me dolió su mirada de desconcierto, que rápidamente se fue transformando en ira.
Entonces confesé todo a borbotones, pero creyó que era un pretexto.
-No eres tú, soy yo- comencé- pero el problema es que tampoco soy yo…
Me enredé en mis propias palabras como si entretejiera una mentira elaborada. Alcancé a notar una fuerte decepción en su mirada y sufrí.
Quise compensarlo y rodeé su cuello con mis brazos, llenándolo de besos cautelosos. De repente era yo de nuevo, podía ver mi reflejo en sus ojos tan mío como siempre, así que comencé a aumentar la intensidad de mis demostraciones de afecto, a lo que él respondió dócilmente.
Desgraciadamente esto no era más que una treta de la bestia. Mientras hacíamos el amor me comenzaron a llegar a la mente imágenes sucias y retorcidas. Con sólo cerrar los ojos un momento veía una infinidad de cuerpos desnudos, lacerados, sangrantes, con muecas de dolor que simulaban placer. Veía uñas enterrándose en la piel, bocas salivando y miembros masculinos deformados o extirpados de sus cuerpos con violencia. Intenté no cerrar los ojos, pero entonces lo veía ahí, tan ajeno a lo que pasaba, resoplando. Esto me avergonzaba y enojaba.
De repente su olor me pareció nauseabundo, sus movimientos ridículos, y lo peor es que sus jadeos de placer comenzaron a confundirse en mi cerebro con gemidos de dolor y esta idea le (me) excitaba, a través de mi cuerpo que respondía como un autómata. Al mismo tiempo reproducía imágenes en mi cabeza donde él se retorcía en espasmos no orgásmicos, sino agónicos, escupiendo sangre espumosa, sudando frío.
El terror me impidió continuar. Él se sobresaltó. Nuevamente quise explicar pero no era yo. De repente todo me pareció indiferente y perdí el interés en aclarar cualquier cosa.
Odié sus reclamos, sus palabras, todo. Creo que incluso me dormí.
Al otro día amenazó con dejarme y lo celebré.
Aún un dejo de mí intentó pedirle que se quedara, pero su enojo alimentaba a la bestia dentro de mí, que reía gozosa mientras la indiferencia me impedía actuar.
Así que, aunque había aceptado acompañarme “en la salud y en la enfermedad, en las buenas y en las malas…”, ahora se marchaba ante la primer contrariedad… el muy cobarde.
…
Después de unos días de indiferencia y pesadillas, me aproximé a una iglesia, esperando que fuera cierto eso de que expulsaban demonios intrusos. Pensé que el sacerdote comprendería con poco y escupí unas cuantas palabras desordenadas y abruptas. Desesperadas, torpes y jadeantes. Él me miraba en silencio. No supe si comprendía pero quise pensar que sí, aunque la risa estruendosa que venía de adentro no me dejaba hablar con claridad y comenzaba a irritarme sobremanera.
Al notar que mi desesperación crecía, el pequeño cura (era un hombre enjuto), con movimientos en extremo lentos y una voz apacible que rayaba en lo irritante, explicó alguna cosa sobre dios que no alcancé a escuchar. En parte por las risotadas, en parte por la apatía que me causaron siempre esos discursos. Especialmente ahora.
Luego me tomó dulcemente (pero con una firmeza que me asustó) del brazo y me condujo a la puerta. Cuando noté esto quise resistirme, me abalancé sobre el agua bendita y quise bebérmela, echármela encima, bautizarme, lo que fuera. Imploré, supliqué, lloré. Ahora no sabía si la risa la emitía mi interior o el sacerdote.
De repente una legión de ancianos, salidos de quién sabe dónde, se abalanzó sobre mí y me expulsó del sagrado recinto con malas maneras. Cerrando sus enormes puertas para mí. Por última vez.
Mis deseos homicidas volvieron con increíble fuerza, casi al tiempo que una nueva oleada de desgana contaminaba mi sangre y me decía que sería aburridísimo matar ancianos que de todas formas ya estaban sepultados en vida, en esa cloaca de santidad, sin familia, amor o excesos. Ellos ya estaban muertos y habían ido a parar al infierno, sólo que no lo sabían… o tal vez sí.
Comprendí que no entendían nada porque también para ellos sería un alivio despertar con algo dentro distinto de ellos mismos.
Desde entonces no pude dormir. Imágenes absurdas se trasponían ante mis ojos. Me invadía una angustia que amenazaba con sacar el corazón del pecho. Constantemente me preguntaba por qué agujero se habría metido el invasor, por qué puerta mal cerrada de mi cuerpo, si los ojos habían estado cerrados cuando llegó.
No sé cuántos días pasaron. No muchos, seguramente. Mis recuerdos entrecortados me sitúan ante el espejo. Odio atroz. Revolcándome en la cama, en la alfombra, chocando con las paredes, buscando el agujero, revisando cada milímetro de mi piel; pensando una y otra vez cómo sacar a la bestia de adentro. Dudando, a veces, con miedo, que nada de esto fuera cierto, que sólo fuera yo con mi insoportable presencia, invadiendo mi propio cuerpo.
Comencé a cavar (me) agujeros, primero con las uñas, luego con cualquier herramienta útil que fuera encontrando: lápiz, desarmador, cuchillo. En lugares que creía estratégicos, al principio; después en cualquier sitio, tratando de encontrar su punto débil, el lugar por donde escaparía irremediablemente. Sólo brotaba sangre sucia.
Entonces supe que tenía que abrir un orificio lo suficientemente grande. Donde cupiera un corazón, un cerebro, un monstruo, dos monstruos, lo inconmensurable, el terror.
No importará que se escape la sangre, es sólo un líquido donde flotan las pesadillas.
La carcajada ha cesado.