Por Omar Arriaga Garcés
Él salía a las seis del trabajo y hacía poco menos de quince minutos caminando. Llegaron pasadas las seis y media, cada uno por su parte, como si hubieran quedado. Ella le dio un beso en la mejilla y le preguntó alguna cosa; él negó una vez con la cabeza y después respondió con un par de frases. Cruzaron la calle, vieron la cartelera y, ante la negativa de la empleada, compraron dos boletos para la única función disponible.
Se fueron a sentar hasta la última fila porque a alguno de los dos le gustaba ese sitio. Llevaban un envase grande de palomitas y un refresco enorme. 9 pesos más grande que el refresco grande. Verían una nueva película sobre la muerte de Cristo que duraba más de tres horas e iban preparados para cualquier eventualidad.
Ella le dijo dos o tres cosas al oído antes de que la luz se apagara, él dejó de darle un sorbo al popote y volteó a mirarla con una cara similar a la que tendría un colegial en un examen extraordinario que no entendiera de qué iban las ecuaciones algebraicas. Ella le repitió eso que le había dicho y cuando éste pareció que comenzaba a entender se volvió hacia la pantalla mientras las luces de la sala se desvanecían. Masticó una frase.
Sintió que su mano se humedecía entre la salsa que él le había puesto a las palomitas. No habían tomado servilletas. Como estaban en la última fila no le importó lamerse los dedos, pero seguía estando llena de salsa, preludió de la película que ya daba inicio.
Entretanto, aquél había permanecido viendo al frente, ya sin mirarla siquiera de reojo. Ella introdujo su mano en una de las bolsas del pantalón, pero no traía papel. Había dejado su bolsa en el guardarropa y en los bolsillos de la chaqueta que éste le había prestado por el frío tampoco pudo encontrar alguno.
Sin embargo, cuando sacó la palma derecha de la bolsa ésta se había limpiado casi por completo. Con algo de empacho, metió también la izquierda. No es que el diablo se viera un tanto afeminado, como en algunas iconografías del romanticismo o de las películas de Hollywood, es que de verdad el diablo era una mujer, con ojos como lunas redondas y vampirescas y una piel lívida como de muerto viviente o paciente con sífilis. Hablaba hebreo y susurraba, como masticando las frases. Parecía que sólo se oía a sí mismo aquel diablo femenino.
Cuando iba casi una hora de película él trató de tomar su mano, pero ella la retiró como impulsada por una de esas pequeñas máquinas de toques eléctricos y, sin saber lo que hacía, la metió en la chaqueta. La sintió viscosa de nuevo. Él no retrocedió como antes, trató de abrazarla y metió su propia mano derecha en el bolso de su propia chaqueta. La sacó cuando algo pegajoso toco sus dedos.
En la pantalla acababan de empezar a golpear a Jesús y la sangre brincaba por aquí y por allá como si fuera salsa catsup, o picante, era increíble que ese cuerpo tan menudo y delgado tuviera tanta sangre dentro. En una atmósfera turbia, obscura, los ojos del diablo brillaban (como si fuera una especie de detective investigando un caso), mientras seguían escuchándose los golpes que le propinaba un grupo de romanos a la maltrecha figura barbada.
Luego de limpiarse, éste trató de agarrar de nuevo la mano de ella, que se había quitado ya la chaqueta toda llena de salsa. Esta vez no la retiró, pero se acercó al oído de él y parece que le pidió que salieran de la sala. Dejaron las palomitas, de cualquier modo ya incomibles. Entraron en la siguiente puerta y subieron los escalones. No había muchas personas. Se acomodaron atrás nuevamente.
En la pantalla se besaba un par de chicas: una un tanto pachoncita, cuyo cuerpo parecía irradiar calor; la otra delgada, con la cara enjuta y una belleza de hermafrodita siendo sodomizada por un sátiro. Con todo, era ella la que le pegaba a la otra y aparentaba estarla crucificando entre sus piernas. Aquélla suspiraba, ésta jadeaba y reía.
Él se dio cuenta que la respiración de ella se había acelerado. Tengo frío, musitó ella y se cubrió con la chaqueta por la parte que no estaba llena de salsa. Inclinó la cabeza y la recargó en el hombro de él. Parecía que esas mujeres no se saciaban nunca. Una secuencia se cortaba, aparecía la primera chica en un colegio y un tipo la seguía. Luego se los veía discutiendo afuera de un salón y era él el que lloraba.
Ella salía corriendo y llegaba a un especie de foresta donde la otra la esperaba. Algunos minutos más tarde se besaban otra vez y, una secuencia después, estaban besándose desnudas en una habitación, enredadas como si sus miembros fueran gusanos de tierra que se entrelazaran.
Ella tomó su mano y la metió dentro de su pantalón. Comenzaba a excitarse cuando sintió que el clítoris le ardía. La chaqueta cayó al suelo. Él se llevó la mano a la boca instintivamente y trató de limpiarse los restos de salsa. El sabor fue dulce y salado a un tiempo, luego picoso. En la pantalla, las dos gritaban y seguían enlazándose en posturas extraordinarias. La madre de la primera parecía no darse cuenta de nada de lo que ocurría en la habitación.
Ella misma tomó la mano de él y la lamió, como para cerciorarse. Después volvió a introducirla en su cuerpo, colocando encima la prenda. Cuando el tipo del cine les echó la luz encima con la lámpara ella tenía la cabeza vuelta hacia el techo, los ojos cerrados y una mueca en la cara semejante a las de las chicas de la película. Jesuscrist!, gritó una de las mujeres en la pantalla y, paradójicamente, en los subtítulos la frase se leía como ¡Diablos!
En aquel momento, recordó lo que ya le habían dicho dos conocidos sobre la chica. Que no valía la pena, que era una tal por cual y que no tenía cerebro (ni sentimientos). Incluso, recordaba haber visto a uno de ellos, ebrio en un bar, diciéndole que se largara, saliendo tras ella unos segundos después y bajándola del auto unas cuadras adelante (él los había seguido con el pretexto de ayudarles cuando en realidad sólo quería saber qué pasaba. Antes de que pudiera reaccionar ella ya había parado un taxi).
No traían siquiera los boletos de la película de Cristo. Él muchacho les pidió con una falsa cortesía que salieran de la sala. Él le dijo que no había problema, pero trastabilló al ponerse de pie. Ella se quitó la chaqueta y se percató de que su pantalón estaba lleno de manchas naranjas y rojas. Era la salsa. Algunas risas se oían alrededor, pero no se veían los rostros, sólo el camino ligeramente iluminado por la linterna, escaleras abajo.
Ya en la calle, ella aventó la chamarra, él la recogió y cuando quiso alcanzarla ella paraba un taxi y subía sobre la acera, mientras él esquivaba un auto y la veía alejarse. El taxi daba la vuelta en la esquina y él sentía que lo miraban. Pensó decirle a aquellos dos sujetos a los que súbitamente consideraba sus amigos que la chica era, en efecto, una cualquiera, pero un instante después se arrepintió y hasta sintió vergüenza, creyendo que habría sido algo vil hablar mal de una persona sólo porque lo había abandonado ahí, a mitad de la calle, como si su pequeño drama fuera importante para el desarrollo de la vida en el planeta Tierra.
Pensó llamarla. En vez de eso le envió un mensaje que ella no respondió. Marcó su número y una vez dio tono, pero luego dijo una voz en el teléfono que la línea estaba ocupada. Cuando intentó llamar nuevamente el celular estaba apagado. Ella no pensaba contestar.