Por Jessy Bulbo*
Ella dice que no, pero yo constato con terror cómo cada vez que mi mamá decide algo acerca de mi vida, la obedezco de mala gana pero incorregiblemente. Por ejemplo, mi suerte en el amor ha sido determinada por las ideas locas que mi mamá escribió en el libro de mi vida mientras yo era una niña inocente: recuerdo claramente que platicaba con mi vecina Marissa –Cuando mi hija crezca quiero que sea igual de piruja y noviera que tú, que se divierta todo lo que pueda antes de casarse… –ustedes pensarán que eso está muy bien, pero ya estaba planeando mi boda ¡y mi vida sexual! Y yo no tenía ni seis años.
Seis o siete años después yo llegaba a la secundaria en el coche de la mamá de Laurita, todas las mañanas nos dejaba al inicio de la barda de la escuela, con frío y flojera pero espectantes ante la montaña rusa hormonal de la secundaria.
Tapia y Rodríguez fumaban recargados junto a la cooperativa, arremangados hasta los codos los suéteres del uniforme y hablando de libros y discos.
Montes traficaba en el patio. Todavía no digería su licuado de plátano y ya estaba gestionando con un grupo de niñitos la venta de un examen de matemáticas. La mitad de los incautos dejaban salir baho congelado de sus sonrisas maliciosas mientras les contaba que la esposa del profesor lo dejaba fotocopiar los exámenes a cambio de favores sexuales, la otra mitad de los novatos tenía cara de susto. Está de más decir que mentía, les iba a vender el examen que había conservado de cuando él presentó la materia. A Montes le encantaba el público, los entretenía lo más que podía. Junto a él estaba su lacayo en turno, los asistentes no le duraban mucho porque aunque era un delincuente también era muy aburrido.
Yo llegaba a darle un pico en la boca a Tapia, me sentía parte de una cofradía. No conocía las mismas lecturas o grupos de rock que ellos, pero ya sabía lo que se siente al leer o escuchar algo que te retuerce la mente y te hace sentir a la vez especial y pertinente. Era una iniciada como ellos, varias veces puse temas o comentarios en la mesa que fueron discutidos con insistencia y seriedad, pero medio a mis espaldas, medio de frente a mí, se decía que la calentura me arrojó a los brazos de lo más parecido a un hombre que se podía encontrar en esa escuela. Eso me ofendía: a mí me excitaba mucho más escucharlos apasionados por la conversación que andar con el galán de moda.
Cuando había que entrar a clases ellos se levantaban relajados, como si fueran a revisar las cuentas del reino. Yo intentaba correr porque mi mamá me había aleccionado sobre la importancia de la educación ¿mencioné que mi mamá estudió sociología en la UAM después de haber sido sesentayochera, marxista, socialista y por ende feminista y liberal de palabra, hasta que yo comencé a atentar contra mi virginidad? Y de ahí que yo quisiera llegar a tiempo a clases. Claro que no la culpo por haber sido adolescente en los sesentas, pero sí la culpé un tiempo por haberme hecho creer en verdades absolutas, me aplicó con el mismo método de la educación cristiana de la que renegaba, un adoctrinamiento que me hacía actuar como hijo de la revolución cubana, hasta nací un diez de octubre. Chale.
Total que yo quería correr rumbo al aula, pero Tapia me abrazaba por la cintura, haciéndome caso por primera vez en lo que iba de la mañana, me metía la lengua en la boca y me daba una nalgada de despedida como un papá a su hijita de dos años. Ninguna de mis santurronas compañeras que se daban de codazos ante la escenita comprendía que yo estaba auténticamente enamorada. Cruzaba el patio con la entrepierna hecha un nudo, seguro eso sí lo notaban, ellas deben haber estado igual, les hubiera encantado ser las nalgueadas.
Para quienes no lo sepan, ser «la loquita» no es agradable, casi nadie te toma en serio o te trata con respeto, así que yo en respuesta tomé por misión espantar conciencias catequistas. Por supuesto en cuanto la práctica rebasó la teoría mi mamá se había echado para atrás, mi mala fama la atormentaba, pensó que iba a ser divertido para todos verme loquear por ahí, pero se dio cuenta que no le gustaba y se la pasaba gritándome que «¡una señorita decente no hace esas cosas!». Exhibió su verdadero código postal, aunque demasiado tarde, la presa estaba fracturada sin remedio.
En correspondencia con mi educación materna, mis vecinos me habían condenado desde chica comentando frente a mi –¡Esta va a ser…tremeeenda! ¡Con esos papás…! ¡Y entre puros hombres! –pues mi casa, además de ser la guarida de cuanto jippi intelectualoide en busca de refugio; era gobernada por mis tres hermanos varones, que metían a toda la bola de chamacos que no podían jugar en las suyas, no las fueran a ensuciar, por supuesto ninguna niña tenia permiso de ir a mi casa nunca. Mi progenitora, que trabajaba todo el día, igual que mi padre, decía que la nuestra, como la universidad en la que estudió era la «Casa abierta todo el tiempo», es verdad, nunca necesité llaves, siempre estuvo roto el vidrio de la puerta junto a la chapa y cualquiera podía meter la mano y abrir si es que por casualidad encontraba cerrado. Cuando se puso de moda pegar letreritos en las ventanas para que no vinieran a molestar los testigos de Jeováh, puso en la nuestra uno que decía «Este hogar es caótico». Asuntos como la comida o el espacio se resolvían a golpes, y como mi mamá insistía en que yo era igual que mis hermanos y por tanto no tenía privilegios, me vi forzada a aprender la ley de la selva, a reconocer al más fuerte y a seducirlo para ponerlo de mi lado ¿Qué probabilidades había de que yo saliera una «señorita decente»?
De regreso a la secun, a la hora del receso había un círculo de fumadores en una esquina del patio, más hombres que mujeres. Montes aprovechaba para acercarse y tratar de impresionar a los galanes rebeldes de la escul.
–Mira cabrón, –les decía a mi novio y su amigo, evidentes líderes del círculo—lo que hay que hacer es hablar con los maestros: que cuente en la calificación de español lo que leemos fuera de clase…
–Claro está –respondía muy serio Tapia –le daba el avión, pues como era un tipo rudo, se cuidaba de disgustos gratuitos.
A mi me daban ganas de gritarle ¡Montes! ¿¡a quién coño le importa la calificación!? ¿¡quién quiere poner este secreto nuestro en manos de la burocracia escolar!? Y además ¿tú qué has leído? Pero no a esa edad, no hubiera podido articular tantas palabras y no estaba segura de si decirlo sería hacer el ridículo, la burla sin embargo, siempre es menos riesgo.
Me desilusionaba que Tapia se portara ingenuo, preferiría que fuera más agresivo y honesto y aunque eso lo convertiría en un buscapleitos les dijera a todos lo que realmente pensaba, así que me levantaba haciendo evidente que «qué güeva me da este vato». Claro que Tapia prefería ir conmigo a fajar debajo de las escaleras que seguir escuchando las brillantes propuestas pedagógicas de Montes. Por unas semanas pensé que me prefería porque estaba enamorado. Pero mi mamá ya me había programado hacía muchos años en su plática con mi vecina, y aunque ya no le pareciera, iban a pasar muchos hombres por mi vida antes de que uno se enamorara de mi por primera vez.
Texto originalmente publicado en la revista Revés impresa, no. 44, marzo de 2007.