En Escritos para desocupados, Vivian Abenshushan asegura que el deber ha sido separado por completo del placer en nuestras sociedades postindustriales. Un libro donde queda claro que cumplir con el deber es una ley que todos deben tener incrustada hasta la médula.
Por Carlos Noyola
No recuerdo el último libro tan íntimo que leí antes de Escritos para desocupados. No estoy diciendo que no los haya (claro que los hay), lo que digo es que en estos días esos libros son poco comunes y para algunos hasta reprobables, ¿cómo atreverse a escribir un libro sobre la experiencia propia, sobre lo que se piensa del mundo y lo que pasa a diario? Vivian Abenshushan lo hace con un arrojo que es digno de leerse.
Una leída rápida a la contraportada de Escritos para desocupados puede hacer creer que es una crítica más al actual sistema de funcionamiento de la mayor parte del mundo, pero el que sea un testimonio, un libro de “sublevación personal” como dicen sus editores, lo pone aparte.
Será acaso porque Abenshushan entendió que los más importantes hallazgos, los más universales, son aquellos que provienen de la más profunda intimidad, aquellos que son también los más personales. ¿Qué cosa le puede ser más cercana a un ser humano que el pensamiento de otro abierto como en una plática sincera y sin prisas? Hablar en primera persona, quizá nuestra herramienta más eficaz para entrar en otros y a otros dejarlos entrar a la casa de nuestras ideas, ha sido tachado de inválido por ese fárrago académico del que habla Abenshushan.
Mientras leía Escritos para desocupados fui a uno de los centros comerciales más grandes del mundo en Estados Unidos. Para ese día mi nivel de intoxicación por escuchar tanta invitación a comprar innecesariamente había llegado a niveles insospechados, me irritaba mucho y luchaba fuertemente por no permitir que esa cultura de la homogenización se apoderara de mis pensamientos.
Contrario a lo que esperaba, entrar a ese templo del consumismo y pasear enfrente de sus amplios escaparates no me afectó más, de hecho, al finalizar aquél día recuerdo haberme sentido un tanto recuperado. Había encontrado el antídoto. Caminando entre el bullicio de niños y adultos emocionados por adquirir la última tableta, decidí sentarme a leer sobre un hombre en Nueva York que entra a un Walmart a pronunciar un evangelio en contra de las falsas necesidades.
Estaba protegido. Algunos me veían extrañados tratando de descifrar qué cosa podía ser tan importante como para leerla en lugar de consumir, pero sus miradas ya no podían penetrarme. Cada vez que sentía que era demasiado bastaba con leer un poco para darme cuenta que no era el único, que había salidas, y retomar fuerza.
El deber, dice Abenshushan, ha sido separado por completo del placer en nuestras sociedades postindustriales, domesticando así también al ocio y, muchas veces, volviéndolo una pesadez. “Nadie juega por encargo o mandato y, si lo hace, no juega: cumple un deber”. El deber, el deber, el deber. Todo lo que debemos hacer en nuestras vidas. No se han cansado de repetírnoslo a diario, y no se cansarán. Cumplir con el deber es una ley que todos deben tener incrustada hasta la médula. Imagino con horror la escena de las madres que despertaban (o despiertan) a sus pequeños y mientras abren las cortinas cantan:
Hay que bonito amanecer
Hay que bonito es cumplir con el deber
Como sostiene Abenshushan, la sociedad ha desterrado al ocio de las buenas costumbres, y con él la creatividad. La creatividad para escapar de la normatividad, que es una de las mejores cosas que proponen estos ensayos. ¿Cómo enfrentar el consumismo? Uniéndose a la Iglesia de la Vida Después del Consumo o volviéndose freegan. ¿Cómo evitar el trabajo sin placer? Volviéndose un desempleado voluntario. ¿Cómo liberar la escritura de la domesticación? Diciendo no a las estructuras impuestas, haciendo de la escritura un acto ocioso. Abenshushan pone el ejemplo (al menos en el libro).
Los ensayos son fragmentarios, generalmente atentados contra la idea de introducción-desarrollo-conclusión, con ideas sueltas en medio de largos párrafos de discusión que muestran la espontaneidad de su prosa. Están llenos de digresiones, caminos que confían en la escritura como forma de autoconocimiento.
Probablemente la parte más controversial es el cuestionamiento a la lectura vista como virtud por la colectividad. Abenshushan se pregunta, ¿por qué todos debemos ser lectores? La lectura era antes una pasión elegida, un refugio para los heterodoxos; ahora, la idea de que leer más llevará al progreso, y la llegada de los programas nacionales de lectura, han convertido los libros en una obligación más, despojándolos de todo atractivo para la clase más reaccionaria: los jóvenes. No sé si suscribo, pero es una idea muy interesante en una época en que todos –empezando por los intelectuales?, están seguros de que a todas las personas hay que ponerlas a leer más.
Acaso lo único criticable sean algunos de los reclamos al sistema económico, que dejan ver su impericia en la materia. Aunque entendido el contexto, y dada la actitud de Abenchuchan (su verdadero apellido), que no aspira a alzarse como una voz autoritaria y definitiva, sino como escritora presentando su experiencia y preocupaciones, estos pormenores resultan poco relevantes.
En cualquier época, vivir es una tarea difícil para aquellos que pertenecen a la clase de los diferentes, los inconformes con la sociedad en la que nacieron. Pero su existencia se vuelve más llevadera en tanto que encuentren a otros como ellos, que los hagan sentir entendidos, que les den un propósito. Escritos para desocupados cumple como uno de esos amigos que te acompaña parte del camino, para hacerte sentir acompañado, para decirte que las alternativas son siempre posibles. No importa donde estés, podrás abrir el libro y saber que, en algún lugar, hay alguien que piensa igual que tú.