Ya afirmaba John Cage que el arte no es algo que haga una sola persona, sino un proceso puesto en movimiento por muchos. Así ha sucedido el pasado jueves en el bar La Chopería, ubicado a cuadra y media de las emblemáticas Tarascas, cuando The Joseph BEUYS Quartet presentó su disco Réquiem para una liebre muerta, que no debe leerse como un producto comercial, sino como el discurso de la praxis sonora ante la negación del mundo.
Edgardo Leija, Francisco Méndez, Jesús Jiménez, Irasema Parra y Erick Villalón (con Mauricio González como invitado especial) conforman esta agrupación que de las artes visuales ha saltado a los experimentos sonoros creados para sembrar el caos, para filtrar emociones que exhiben nuestros vergonzosos miedos.
El concierto comenzó en ese tono: un apagón de luz en todo el recinto como una primera pieza, sin nombre, sin mayor cosa que la noche silenciosa, sin mayores aspavientos que el murmullo generalizado de los asistentes, quienes han permanecidos estoicos, pacientes, como quien espera sentado al amor de su vida, aunque el amor de su vida tal vez no dé señales ni certezas de llegar a sus brazos.
Decía Nietzsche: “Lo mismo que al árbol. Cuanto más quiere elevarse hacia la altura y hacia la luz, tanto más fuertemente tienden sus raíces hacia la tierra, hacia abajo, hacia lo oscuro, lo profundo, hacia el mal.” Tales escenarios dantescos, sin embargo, han encontrado su fin con el regreso de la luz, hora en que los artistas tomaron el escenario para entonces sí echar a patadas al silencio y darle la bienvenida a los ruidos orquestales, momento único e irrepetible, pues al hacer una negación de sus habilidades como instrumentistas, los integrantes del cuarteto de cinco ofrecen recitales exprés, haciendo un tributo a las tendencias del arte efímero tan estudiado por Allan Kaprow y que tuvo sus orígenes allá por los años 20 del siglo pasado.
De esa forma el público recibió con expectativa Preludio al Réquiem, viaje gravitacional internado en un bajo amorfo que, empero, tuvo una respuesta de rasgueos guitarrísticos tan tenues como una noche sin estrellas, y tan estridentes como las bolitas de Yayoi Kusama, a quien se le rindió tributo.
En El artista se ha ido existe un dejo de tristeza, esa melancolía plutoniana de saber lo inevitable: nuestra esperanza ha decidido partir y nosotros nada podremos hacer. Notable la introducción vocal de Leija, a quien semanas atrás lo vimos como standupero, y antes como arquitecto, y antes como pintor y antes como fotógrafo; incluso, antes lo vimos como una liebre muerta, recitando poesía en un tugurio céntrico de la ciudad.
Impresionante (disculpen los calificativos que tal vez podrían parecer exagerados) fue la participación de Irasema Parra, mezzosoprano del autorretrato que transformó su energía en violentos trazos instrumentales y malcriados coros sobre todo en la pieza Cometa, que de paso dejó ver a Méndez como un gran director orquestal, superando incluso a su trayectoria como expositor de miniaturas avant-garde.
De Jesús Jiménez habrá que destacar su concentración en cada pieza, redoblando los matices que por sí mismo un instrumento no podría expulsar. Por su lado, Villalón se dejó ver sobrio no solo cuando hacía llorar a la guitarra, sino cuando tomó un altavoz para hacerle juego a un claxon que sonaba a las afueras del recinto, otra variante de este concierto multiorgánico y multiorgásmico, con mujeres mojadas por la emoción de escuchar a los artistas experimentales.
Al final, ha quedado claro que The Joseph BEUYS Quartet ha roto quizá no con ningún esquema del paradigma Duchampiano, pero sí con las tendencias conservadoras de una ciudad que aplaude todo, incluso a un falso Príncipe de la Canción que por estos días habrá de cantarle (es un decir) a su siempre fiel almohada.