Cuando era niño solía burlarme de los gustos musicales de mi madre y mira que la boca castiga, pues el otro día me descubrí comprando la misma recopilación de Bill Halley que alguna vez mi mamá llevara a casa y que ponía en sus escasos días de descanso.
Lo mismo me pasó con Credence, Elvis y Los Locos del Ritmo, por poner algunos ejemplos. Santana nunca ha estado a discusión, conocí Oye como va en mi época chúntara preparatoriana, así que jamás puse reparos.
El caso es que en cada edad he tenido un género predilecto, con sólo el blues y el rap como constantes. Así, por ejemplo, alrededor de mis 20 años, en lo más álgido de mi chairismo, alucinaba de lo lindo con la trova y el canto nuevo. Silvio era mi gurú, Delgadillo, mi portavoz; Facundo Cabral, mi sensei, y Chabuca Granda, mi sacerdotisa. Me pasó lo chairo y las ondas góticas empezaron a llamarme la atención pero muy pronto me dieron hueva: el darketismo no se hizo para los prietos provincianos, al menos yo no tengo cara de llamarme “Vlad”.
El rock en tu idioma (qué sonido tan violento) nunca me gustó, salvo muy honrosas excepciones, así que no se me mojan los calzones con Café Tacuba ni ninguna de esas bandas, no porque sean malas, para nada, sino porque me agarraron en otro contexto que me impidió hacerles caso.
No escribo lo anterior como recuento de cuanta música me ha gustado, sino para contextualizar mejor lo que escribiré a continuación. Tengo 34 años y ni quiera cuando tenía 20 era cool, era una suerte de anciano prematuro en muchos aspectos, empezando por la forma de vestir, tanto así que alguna vez, mi amigo Raymundo, rememorando cuando nos conocimos en el café, me decía: “Es que nosotros éramos hipsters desde antes de que esa mamada se pusiera de moda”, a lo que yo protestaba diciéndole que no, que los pantalones entubados me dan alergia y que yo no me dejo la barba y el bigote por moda, sino porque disimulan mis prominentes labios y abultadas mejillas.
Entonces, el otro día, en casa de mis papás, tuve una epifanía frente al espejo: mientras me hacía el copete, en el estéreo de la sala sonaba See you later alligator, de Bill Halley. Mi madre se acercó, me miró y me dijo: “¿Ya ves?, tanto te burlabas de mi música y ahora es lo que pones aquí, lo que pones en el carro y lo que escuchas en tu casa. Por eso no es bueno decir nada. Y luego con ese copete que ya te sientes Elvis”.
Sobra decir que mi madre siempre ha tenido esa extraña habilidad para pegar donde duele, y si a eso le sumamos mi consternación por haberme descubierto algunas canas junto a la oreja izquierda y otras más en el bigote, una cierta depresión momentánea me invadió al saber que ya no tengo 20 años y que si a esa edad no fui cool, ahora sería ridículo intentarlo, pero tampoco me interesa ser chavo ruco.
En alguna ocasión mi amigo Gilberto Arredondo escribía que, palabras más, palabras menos, la manera más digna de llegar a la vejez y envejecer poco a poco y desde antes para, llegada la edad de la senectud, ya tener bien ensayados los movimientos, las quejas y los achaques y que nada nos tome por sorpresa.
Quizás esa sea la razón por la que me acerco a Carl Perkins a medida que me alejo de El Gran Silencio, que un buen blues o un rockabilly bien ejecutados me causan un entusiasmo proporcional al hastío que me provoca Manu Chairo. Y es que escucho a muchos grupos de los que actualmente supuestamente rifan (no digo nombres para no herir susceptibilidades) y, de verdad, por casi ninguno doy ni un centavo: son mamones, pretenciosos o mediocremente nihilistas, con arreglos simplistas, voces sin personalidad, buenos si lo único que se quiere es brincar un rato pero hasta ahí, y lo peor es que se jactan de ser muy underground, pero el underground suele ser el pretexto perfecto para los malos artistas del ramo que sea, pues aún en lo subterráneo hay buenos y hay mediocres.
En fin, hoy amanecí desvelado, la noche, desde que llegué del trabajo, se me fue vigilando al vecino narco que a la una de la mañana sacó sus cosas, su perro y a su mujer y se fue (no fuera a ser la de malas y se desatara una balacera) y leyendo el libro en turno. Salimos al mercado y a desayunar y al regresar me preparé un café mientras me alisaba el bigote justo donde tengo dos o tres canas, puse a reproducir los 77 discos de Johnny Cash que guardo en mi disco duro, casi 50 horas de música para rumiar mi vejez prematura.
Así, sintiendo la edad encima, me pongo a teclear esto y cada en cuando volteo a mi alrededor para ver si en mi estudio hay algo que denote juventud y no me encuentro nada: puros, sombreros, libros para gente vieja, discos para gente vieja, mi vieja computadora, la guitarra que era de mi abuelo, una corneta hindú que un amigo me compró en una tienda de antigüedades de Chicago, una geodas, la harmónica que le compré a un viejo blues man que se quedó afónico de por vida, revistas y periódicos viejos, la bola 4 que me robé del billar de un anciano de Cuitzeo; hasta los muñequitos que adornan mi librero son viejos pues los he ido comprando usados en el tianguis (es una cuestión romántica de rescatar juguetes que ya nadie quiere).
El asunto parece grave cuando, de repente, la puerta se abre. Es mi hija, viene a decirme algo sobre el jardín de niños pero de repente se queda escuchando Custer, del disco de Johnny Cash Bitter tears, de 1964, y con aquella espontaneidad me dice: “Mmh, ¿quién es?, canta bien chido. Me gusta la música que pones”.
Suspendo esto durante media hora, 30 minutos en los que ella, sentada en mis piernas, escucha mis explicaciones sobre las canciones que le pongo, sé que no me entiende gran cosa, pero la sensación de vejez se me quita por completo. Total, soy de gustos vintage y probamente, superada la adolescencia, vuelva al origen y termine gustándole la música que gracias a mí ha escuchado desde que nació.